“Parecido a un asesinato:”verdades paralelas en la intimidad del miedo.
Antonio Hernández regresa a un territorio que conoce bien: el del drama moral en tensión con el thriller psicológico. Autor de títulos recordados como En la ciudad sin límites o Los Borgia, su cine ha explorado siempre cómo la identidad se fractura cuando el poder —familiar, institucional o histórico— impone su relato. Aquí, con Parecido a un asesinato, afina ese pulso hacia el interior de una casa y de una memoria: la violencia que parecía atenuada bajo una vida nueva vuelve como un eco que no admite negociación.
La premisa es sencilla y devastadora. Eva, que cree haber encontrado un remanso junto a Nazario y la adolescente Alicia, descubre que el pasado no se archiva; se reorganiza. José, exmarido y policía, irrumpe como la forma más perversa del orden: la autoridad convertida en amenaza. El filme se instala desde el arranque en ese borde donde lo doméstico se vuelve campo de batalla y cada gesto —un mensaje, una llave, un silencio— es una posible detonación.
La dirección de Hernández es sobria y cortante, sin alardes, confiada en el poder de la puesta en escena. Ajusta el encuadre al cuerpo de los actores, acorta la distancia hasta rozar lo asfixiante, y libera aire solo cuando el miedo parece clausurar toda salida. El ritmo crece en espiral: primero la ilusión de estabilidad, luego la fisura, después el asedio. No hay golpes de efecto gratuitos; hay una respiración narrativa que coloca al espectador en guardia y que convierte cada transición en un paso más hacia un lugar del que quizá no se vuelve.
El guion de Rafael Calatayud, a partir del universo de Juan Bolea, no se conforma con enumerar hechos: trabaja la idea de “verdades paralelas” con inteligencia, exhibiendo cómo cada personaje defiende su versión hasta hacerla sistema. No hay una voz omnisciente que dirija la balanza; hay contradicciones, zonas ciegas, lagunas que obligan a completar el sentido. Esa estrategia, muy del thriller contemporáneo, sirve para retratar la gran cuestión de fondo: la violencia no es solo un acto físico, es ante todo una guerra por el relato.
La fotografía de Guillem Oliver construye un mapa emocional claro. Interiores de luz oblicua, texturas frías para el presente donde el miedo organiza la mirada, y una paleta ligeramente más cálida en los espacios del “refugio de infancia” que nunca llegan a ser del todo seguros. La cámara se pega a los rostros, busca el temblor antes que el grito, y reserva la profundidad de campo para los momentos en que la amenaza se externaliza y el entorno se vuelve legible como un código: pasillos, portales, aparcamientos, habitaciones con puertas entreabiertas. Todo respira vigilancia.
El atrezo es funcional y simbólico. Manuscritos y pantallas en la casa de Nazario, pruebas de que la realidad también se escribe; móviles como armas de control; fotografías que fijan un antes que ya no existe; cerraduras, llaves, mirillas y cerrojos como gramática de una vida en alerta. Objetos cotidianos que, en su acumulación, cuentan la transición de un hogar a un refugio.
La música de Luis Ivars trabaja en discreción, como un pulso subcutáneo. No subraya; acompasa. A veces suena a respiración contenida, otras a latido que se acelera, siempre evitando el chantaje emocional. Su partitura entiende que el terror íntimo no necesita fanfarria: necesita duración, eco, vibración.
El reparto sostiene el edificio con precisión. Blanca Suárez entrega una Eva hecha de capas: la aparente serenidad de quien quiere recomenzar, la vergüenza heredada por haber sobrevivido, la decisión que irrumpe cuando comprende que ya no queda lugar para la duda. Es un trabajo de microgestos, de miradas que eligen callar, de una voz que tiembla sin romperse. Tamar Novas construye a José con una contención que hiela: ningún exceso, ninguna traza de villano fácil; el poder de quien cree tener razón, la seguridad metódica del que conoce los mecanismos de la ley y los usa como escudo. Eduardo Noriega da a Nazario la ambigüedad necesaria: encanto, talento, zonas opacas. Su sola presencia obliga a preguntarse cuánto hay de cuidado y cuánto de mito doméstico. Claudia Mora, como Alicia, encarna la perspectiva más frágil y más lúcida: los adolescentes, que lo ven todo, que sufren la violencia en diferido y la traducen a supervivencia. Y en apariciones breves, Marián Álvarez, Raúl Prieto y Joaquín Climent suman densidad y memoria institucional al cuadro.
El montaje apuesta por cortes limpios, elipsis que confían en la inteligencia del espectador y un uso eficaz del fuera de campo. Lo que no se ve pesa. Lo que no se dice, también. El suspense nace de esa economía: cuando la película acelera, lo hace sin romper el tejido dramático; cuando se detiene, es para escucharlo todo.
En relación con otras obras del género, Parecido a un asesinato dialoga con la tradición del thriller doméstico que desnuda las estructuras del maltrato: desde Te doy mis ojos, que radiografiaba la intimidad del miedo, hasta Custodia compartida, que convertía lo judicial en una amenaza sin rostro. Hernández recoge esa línea pero la pliega sobre la noción de relato: ya no se trata solo de visibilizar la violencia, sino de mostrar cómo se legitima cuando ocupa el lenguaje de la normalidad y se disfraza de orden.
Lo que la película quiere transmitir queda nítido: la violencia machista no termina cuando cesa la agresión; muta en procedimiento, en duda sembrada, en descrédito social, en uso de la institución como coraza. Cuando el agresor es policía, la asimetría se multiplica: no solo dispone de fuerza, dispone del relato oficial. El filme entiende que la verdadera supervivencia consiste en recuperar el derecho a nombrar: decir lo que ocurrió, sostenerlo, defenderlo de quienes pretenden convertirlo en un “malentendido”. Por eso el miedo “aprende a hablar”: porque si no habla, todo lo demás hablará por él.
En definitiva, Parecido a un asesinato es un thriller sobrio, preciso y moralmente incisivo. Un relato sobre cómo se erosiona la verdad en el ámbito más íntimo y sobre la necesidad de recomponerla a pesar de la culpa, la vergüenza y las versiones interesadas. Su cine no busca el impacto fácil ni la estampa de telediario: busca la duración del dolor y la obediencia que lo sostiene. Y, a la vez, ofrece una salida que no es consuelo sino ética: la dignidad de quien decide dejar de correr, de quien cierra una puerta sabiendo que el encierro no es un destino sino una táctica, y de quien convierte su voz en acta. Porque en esta clase de historias la justicia rara vez llega como catarsis; llega como una frase entera, pronunciada por fin, a la que nadie puede responder con la palabra “parecido”. Aquí no hay parecido: hay un asesinato de la verdad que la película restituye, línea a línea, plano a plano.
Xabier Garzarain

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