“The Fence:”el eco colonial tras la valla.

 Claire Denis nunca filma desde la comodidad. Desde Chocolat (1988) hasta Beau Travail (1999) y White Material (2009), su cine ha regresado una y otra vez a África Occidental —el lugar donde creció y la herida que nunca se cierra— para hablar de poder, memoria y desigualdad. Con The Fence, adaptación de la obra Combat de nègre et de chiens de Bernard-Marie Koltès, Denis vuelve a levantar un escenario que parece mínimo —una valla, un campamento de obra, cuatro personajes— pero que contiene todo un continente de tensiones históricas y éticas.

La historia se despliega como una larga noche de asedio. Horn (Matt Dillon), capataz norteamericano en unas obras públicas, recibe a su joven esposa Leonie (Mia McKenna-Bruce) mientras comparte alojamiento con Cal (Tom Blyth), un ingeniero británico inestable y arrogante. La irrupción de Alboury (Isaach de Bankolé), un aldeano que exige el cuerpo de su hermano muerto en la obra, desata el enfrentamiento: la valla metálica que rodea el campamento se convierte en frontera física y simbólica, un recordatorio brutal de quién manda y quién soporta. Denis encierra a los personajes en esa tensión, dejando que las palabras, los silencios y las miradas se conviertan en armas.


El guion, coescrito por Denis y Andrew Litvack, conserva el aire teatral de Koltès: diálogos ásperos, enfrentamientos verbales, repeticiones que insisten en la imposibilidad del acuerdo. A ratos puede sonar rígido, pero en esa rigidez habita la intención: que los personajes hablen como portadores de discursos, más que como individuos libres. Horn es el explotador que se niega a asumir responsabilidad; Cal es la violencia colonial transformada en histeria contemporánea; Leonie es el testigo, la extranjera frágil, atrapada entre el deseo y el miedo; Alboury es la dignidad inflexible, la voz de los muertos que nadie quiere escuchar.


Las interpretaciones sostienen la película. Matt Dillon da a Horn una fatiga áspera, la de alguien que se pinta como víctima mientras sostiene un sistema de abuso. Tom Blyth compone a Cal con energía peligrosa: arrogante al inicio, descompuesto a medida que las verdades ocultas salen a la luz. Mia McKenna-Bruce aporta humanidad a Leonie, incluso cuando el guion la reduce a espectadora, y consigue dar verdad a líneas que podrían sonar afectadas. Pero es Isaach de Bankolé quien eleva la obra: con su mirada clara y su postura firme, encarna la memoria colectiva, el reclamo imposible de silenciar. Sus silencios pesan más que cualquier parlamento.


La fotografía de Eric Gautier envuelve la trama en sombras densas y luces enfermas. El interior de los contenedores se ilumina con neones artificiales, como cárceles improvisadas; el exterior está dominado por focos y por la silueta implacable de la valla. Los primeros planos capturan el sudor, la tensión y la desesperación; las flores marchitas, los suelos polvorientos, recuerdan que la vida resiste incluso en medio de la violencia. Es una mirada que transforma el espacio en metáfora, como ya hiciera Denis en Beau Travail con el desierto.


El atrezo subraya la precariedad y el desequilibrio: cascos de obra, botas embarradas, armas improvisadas, tacones absurdos de Leonie que parecen caricatura y a la vez revelan su desconexión con el entorno. Cada objeto es un recordatorio de quién pertenece y quién no, de quién trabaja y quién observa.


La música de Tindersticks, fieles colaboradores de Denis, aporta un tono elegíaco: cuerdas tensas, notas prolongadas, melodías que flotan como presagio. Es un contrapunto poético frente a la dureza de la acción, un hilo que convierte la violencia en elegía y la espera en tragedia griega.


The Fence dialoga con buena parte de la filmografía de Denis: el choque colonial de Chocolat, la fisicidad de Beau Travail, la desesperación de White Material. También resuena con películas sobre encierros morales, como La colonia penal o incluso ciertos ecos de Un prophète. La diferencia es que aquí todo está reducido a un espacio mínimo: una valla como línea de combate, un cuerpo ausente que se convierte en el centro de la disputa, una noche interminable que simboliza siglos de desequilibrio.


Lo que Claire Denis quiere transmitir queda claro: el colonialismo no es pasado, es presente; la violencia estructural no desaparece, se transforma en burocracia, en negligencia, en la arrogancia de creerse dueño de un territorio que nunca fue tuyo. La valla no solo separa el campamento del pueblo: separa a quienes ejercen el poder de quienes lo padecen. Alboury, con su exigencia, desnuda esa mentira: sin el reconocimiento de los muertos, no habrá nunca paz para los vivos.


En definitiva, The Fence es una pieza dura, desigual en su ritmo, pero necesaria en su mirada. Un drama que se mueve entre lo teatral y lo cinematográfico, que incomoda más que emociona, pero que cumple la función esencial del cine de Denis: recordarnos que la historia colonial no se archiva, que su eco sigue sonando cada vez que una valla separa a quienes mandan de quienes reclaman justicia. Es un cine incómodo, poético y feroz, que transforma una noche en metáfora de siglos y convierte un cadáver invisible en el verdadero protagonista: el cuerpo ausente que exige memoria.


Xabier Garzarain 

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