“27 noches”:la lucidez como rebeldía.

 Daniel Hendler lleva más de dos décadas construyendo una voz clara en el cine rioplatense: primero como actor —rostro reconocible de una generación gracias a títulos como 25 watts, El abrazo partido o El fondo del mar— y luego como cineasta que eligió la mirada íntima y la ironía contenida. Sus películas como director han mostrado siempre una curiosidad por las contradicciones humanas: personajes cotidianos empujados a situaciones donde el humor y la melancolía conviven sin limpieza moral. Hendler parte de la comedia ligera para abrir grietas y revelar dudas profundas; su cine no sermonea, observa con paciencia y deja que el espectador complete el juicio. En 27 noches esa madurez autoral se nota en la precisión y en la economía de medios: su cámara no necesita gestos grandilocuentes para decir mucho.


La película se asienta en un planteamiento aparentemente sencillo que se va enroscando con elegancia: Martha Hoffman, mecenas de 83 años, es internada por sus hijas que alegan demencia; Casares, perito judicial interpretado por el propio Hendler, debe determinar si estamos ante una enfermedad o ante una decisión de vida. Hendler y Martín Mauregui firman un guion que funciona como dispositivo clínico y como novela íntima: veintisiete noches estructuradas casi como entradas de diario, donde cada jornada aporta una pequeña variación que reconfigura nuestra lectura del caso. No hay golpazos dramáticos; la tensión se construye por acumulación de detalles, por contradicciones mínimas, por silencios que pesan.


Marilú Marini es el motor emocional del film. Su Martha es poliédrica: a la vez irónica, caprichosa, vulnerable y deliberadamente esquiva. Marini maneja la ambigüedad como nadie: con un gesto, una pausa o una frase parece desafiar al que la observa a decidir si está enferma o si, simplemente, ha elegido su modo de estar en el mundo. Hendler, como Casares, ofrece una interpretación contenida y observadora; su personaje funciona como un espejo moral que se va contaminando con la cercanía al caso. Julieta Zylberberg y Carla Peterson, en el papel de las hijas, trazan líneas creíbles entre la preocupación sincera y el interés patrimonial: son actuaciones que evitan el melodrama y prefieren la textura. Humberto Tortonese aporta un alivio cómico preciso pero nunca gratuito; su humor sirve para oxigenar sin romper la gravedad de la trama. En conjunto, el reparto sostiene la película con una química que suena verdadera: nadie grita, todo ocurre en tonos intermedios.


El ritmo de 27 noches es deliberadamente reposado, casi clínico. La decisión formal de medir la narración por noches obliga al montaje a trabajar en capas: cada segmento añade un matiz, un dato o una sospecha. Eso exige atención del espectador, y la recompensa es un desenlace que no explota sino que asienta. No es una película de resoluciones tajantes; es un ejercicio de observación y de confrontación lenta con el modo en que definimos la lucidez y la autonomía en la vejez.


La fotografía de Julián Apezteguia construye dos mundos claramente diferenciados: la frialdad institucional de la clínica —luces blancas, planos que enfatizan la repetición y la rutina— frente a la casa de Martha, un lugar cálido y desordenado poblado de objetos que cuentan otra biografía. Apezteguia usa la cámara con moderación: planos medios que acompañan, primeros planos que aprietan cuando la película necesita intimidad, y algún plano desde puertas o marcos que subraya la idea del límite, del umbral entre lo público y lo privado. La paleta de colores y la textura visual refuerzan el conflicto central: control frente a libertad, expediente frente a historia personal.


El atrezo es un personaje más. Los objetos institucionales —pulseras, expedientes, pastilleros, formularios— son símbolos de una maquinaria que intenta clasificar vidas. Frente a ello, los objetos domésticos de la casa de Martha —libros marcados, fotografías, prendas personales, un gramófono— sostienen la noción de una vida que se resiste a ser reducida a un diagnóstico. Hendler y su equipo utilizan esos elementos no solo como decoración sino como argumentos: una bata guardada con celo, un vestido que la protagonista se niega a dejar, son actos de autonomía que hablan más que cualquier diálogo explicativo.


La música de Pedro Osuna acompaña sin subrayar. Hay motivos recurrentes —un vals tenue asociado a la memoria de Martha, un pulso más seco en las secuencias administrativas— que actúan como leves guías emocionales. Importante: Osuna respeta el silencio. En los momentos decisivos la ausencia musical permite que respiren los ruidos —zapatillas, puertas, respiraciones— y esos sonidos cotidianos se vuelven parte de la dramaturgia.


Otro de los elementos más sugerentes de 27 noches es el retrato de Martha en su vejez como una mujer que se permite deseos, gestos y libertades históricamente reservadas a los hombres. Ella regala una obra de arte de gran valor como quien decide cómo repartir su legado en vida, y mantiene una relación amorosa con un hombre mucho más joven. En cualquier narración tradicional, si el protagonista fuera masculino, estas conductas pasarían casi desapercibidas o serían vistas como prueba de vigor; en cambio, al ser una mujer, todavía generan incomodidad, sospecha y hasta escándalo. Hendler subraya con precisión esta doble vara social: la vejez masculina se asocia con poder y excentricidad; la femenina, con decadencia y desvarío. El film no solo denuncia ese prejuicio, sino que reivindica la posibilidad de que las mujeres mayores vivan con deseo, con autonomía y con decisiones propias que incomoden al orden establecido.


En cuanto al guion y la construcción dramática, la película plantea una pregunta éticamente compleja: ¿quién tiene el derecho de decidir sobre la vida de otro cuando ese otro parece optar por un modo de vida fuera de las normas? Hendler evita la exposición retórica: en vez de decirnos qué pensar, nos coloca frente a personajes con motivos comprensibles y contradictorios. La película explora el conflicto entre protección y control: ¿el internamiento es un acto de cuidado o una maniobra de poder para administrar patrimonio? Esa ambigüedad es el núcleo moral del film.


Relacionada con otros títulos sobre la vejez y la autonomía —pienso en The Father, en cierta medida en El hijo de la novia— 27 noches se distancia por su apuesta por la duda y por su atención al contexto social y económico. Aquí la fortuna de la protagonista no es un MacGuffin; es el imán que trastoca las lealtades y los discursos de cuidado. Hendler sabe que las decisiones sobre cuerpos frágiles rara vez son solo emocionales: están atravesadas por intereses materiales y por narrativas culturales sobre cómo debe vivirse la vejez.


La conclusión: 27 noches es una película que exige y recompensa la mirada atenta. Es un drama con matices de comedia amarga que se sostiene en interpretaciones precisas, en una dirección que apuesta por la economía y la observación, y en una puesta en escena que convierte lo cotidiano en espacio de conflicto. Hendler firma aquí su obra más contenida y más rotunda: sin grandilocuencias, con ternura afilada, nos obliga a interrogarnos sobre quién puede hablar por los otros y, sobre todo, a escuchar con más generosidad las razones de la vejez.


Xabier Garzarain 

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