“Un cabo suelto”:la decencia como última fuga.

 Daniel Hendler vuelve a filmar desde el borde: allí donde la identidad se vuelve una actuación frágil y la vida diaria adquiere la tensión de un thriller íntimo. Actor fundamental del nuevo cine rioplatense —25 Watts, El abrazo partido, Fase 7—, como director ya había mostrado en Norberto apenas tarde y El candidato una rara virtud: mirar a sus criaturas con ironía templada y, sobre todo, con una compasión que no absuelve. En Un cabo suelto condensa ese aprendizaje en una fábula mínima y luminosa sobre un policía que huye sin dejar de serlo, un hombre que atraviesa una frontera para volver a empezar mientras descubre que las fronteras verdaderas son morales.

Santiago cruza a Uruguay con la urgencia de quien sabe que cada gesto delata. No tiene dinero, techo ni plan, pero tiene algo inesperado para un fugitivo: empatía. Su uniforme, que debería delatarlo, funciona como disfraz; su rango, “cabo”, dialoga con el título como un juego de doble filo. Cabo suelto en la trama de la ley, cabo suelto en la trama de su propia vida. Hendler filma ese tránsito sin grandilocuencia, desde los márgenes: puestos de comida, ferias, almacenes, alojamientos modestos, conversaciones que empiezan por la nada y acaban sosteniendo una esperanza. Allí donde otro director buscaría persecuciones, Hendler busca humanidad.


El guion, escrito por el propio Hendler, trabaja con silencios, desvíos, microconflictos que se encadenan como cuentas de un rosario laico. La anécdota puede parecer liviana —sobrevivir, conseguir un plato, una cama, un trabajo de ocasión, tropezar con una posibilidad de amor—, pero cada situación es un examen moral. El pasado persigue a Santiago como una sombra, y la película impulsa la duda que lo desarma: no basta con cambiar de lugar si no se cambia el modo de habitarlo. La tensión no proviene de un antagonista único, sino del mundo común: esa red de miradas, favores, desconfianzas y pequeñas lealtades que te deja pasar o te expulsa.


Sergio Prina compone un Santiago que se gana a pulso el derecho a que lo sigamos: tímido sin ser opaco, digno sin pose, quisquilloso en lo justo, siempre permeable a la bondad ajena. La cámara encuentra en su rostro el mapa de la película. Pilar Gamboa, dueña de un registro magnético, aporta el contrapeso exacto: cercanía sin exceso, humor en la mitad de una frase, una intuición que sospecha y, a la vez, abre la puerta. César Troncoso dota a su personaje de esa autoridad silenciosa que uno recuerda después, mezcla de firmeza y ternura, muy suya. Y en las apariciones de Mandrake/Alberto Wolf, así como de un puñado de secundarios locales, la película encuentra textura, calle, la música de una hospitalidad cauta.


El ritmo es de avance oblicuo. Hendler evita el efectismo, construye suspense con economía de información y confía en la inteligencia del espectador. Cada secuencia cierra en una nota ligeramente desplazada que empuja a la siguiente, como si el relato respirara a contratiempo. Cuando por fin acelera, es porque la ética ya lo ha decidido por la trama. No hay atajos sentimentales ni subrayados morales: hay un pulso que transforma lo cotidiano en materia dramática.


La fotografía de Gustavo Biazzi mira el país con una serenidad intensa. Domina la luz de tarde, los cielos abiertos, los interiores de paredes lavadas y pisos gastados; compone cuadros que parecen escucharse a sí mismos. La profundidad de campo se abre cuando el mundo se ofrece, se achica cuando el miedo se pega al cuerpo. Uruguay aparece como geografía y como estado de ánimo: costas, rutas cortas, barrios densos, el reino de las distancias pequeñas donde todo se sabe a medias. El atrezo suma sin gritar: uniformes que ya no protegen, bolsos con lo justo, papeles que comprometen, bandejas de lácteos y embutidos que anclan la historia a la tierra y su economía afectiva. Los objetos cuentan lo que los personajes callan.


Nicolás Goldbart monta con una precisión que parece invisible. Elipsis que confían, cambios de eje discretos, respiraciones en plano sostenido. El resultado es una fluidez que evita la anécdota episódica y teje continuidad emocional. La música de Matías Singer y Gai Borovich entra como un rumor de fondo, nunca como orden. A veces suena a carretera, otras a bar con luces de tubo, siempre como una compañía que no reclama protagonismo. El diseño sonoro completa la apuesta: el timbre de una puerta, el pasto bajo los pasos, un motor, un viento que se cuela por la rendija. Todo vibra con la humildad de lo verdadero.


En su diálogo con otras películas, Un cabo suelto comparte parentesco con el realismo afectivo rioplatense —la melancolía seca de Whisky, la ternura obstinada de Gigante— y roza el humanismo sin bandera de Kaurismäki: seres perdidos que rehacen su vida gracias a la decencia de otros perdidos. También conversa, en bajo continuo, con el cine que desarma la épica policial desde dentro, de El bonaerense a ciertas piezas de Alonso, pero evitando el hermetismo: Hendler prefiere la claridad de las acciones pequeñas y la ética que germina en lo común.


Lo que la película transmite late en cada escena: la dignidad no se declama, se practica; la ley, sin justicia, es un uniforme vacío; la comunidad no es un paisaje, es una tarea. Un cabo suelto defiende la posibilidad de una segunda oportunidad sin convertirla en milagro. La fuga de Santiago no es la fantasía del borrón y cuenta nueva, es la disciplina de la humildad: aprender a pedir, a agradecer, a trabajar sin cámaras, a sostener la palabra dada cuando nadie mira. En ese trayecto, el amor no aparece como premio, sino como consecuencia natural de una vida que empieza a ordenar sus cabos.


En definitiva, Un cabo suelto es una película pequeña en medios y grande en mirada. Construye suspense sin artificio, emoción sin chantaje y pensamiento sin consignas. Daniel Hendler firma un cuento moral de bordes suaves y centro firme, una pieza donde cada plano parece elegido para que la humanidad no se pierda en el ruido. Queda la sensación de haber acompañado a alguien real en un tramo decisivo de su vida y de haber confirmado una certeza antigua: a veces la mejor forma de heroísmo consiste en no traicionarse, en anudar con paciencia lo que el miedo dejó suelto.


Xabier Garzarain 

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