“Ballad of a Small Player:” el descenso al vacío entre neones y apuestas.
Edward Berger ha consolidado en pocos años una trayectoria que lo coloca entre los directores europeos más reconocidos de su generación. Comenzó en el cine alemán con títulos como Jack(2014), un drama intimista que ya anticipaba su interés por personajes frágiles en contextos hostiles, y continuó con All My Loving (2019), donde exploraba el desgaste emocional y los vínculos familiares desde una óptica sobria y realista. Pero el gran salto internacional lo dio con Sin novedad en el frente(2022), una adaptación monumental que arrasó en los Oscar y devolvió al público la crudeza de la guerra en imágenes inolvidables. Dos años después, con Cónclave (2024), demostró que su mirada crítica podía aplicarse también al poder eclesiástico, combinando tensión política con drama humano. En todas ellas, Berger ha mostrado la misma obsesión: el choque entre el individuo y sistemas que lo desbordan, sean las trincheras, el Vaticano o los resortes íntimos de la familia.
Con Ballad of a Small Player traslada esa obsesión a un terreno distinto pero igualmente devastador: los casinos de Macao, donde el dinero sustituye a la fe y las fichas de juego se convierten en una metáfora del alma humana puesta en riesgo. La historia sigue a Lord Doyle, un jugador profesional interpretado por Colin Farrell, que arrastra deudas y heridas del pasado. En Macao encuentra un refugio temporal, un espejismo de lujo y anonimato donde cree poder recomenzar, pero en realidad se adentra en un descenso inevitable. Vive pendiente de unos guantes que considera su amuleto, mientras los pasillos húmedos y brillantes de los hoteles lo rodean como una cárcel. Berger convierte ese viaje en un retrato demoledor de la adicción, la soledad y la ilusión del lujo.
El guion, firmado por Rowan Joffé a partir de la novela de Lawrence Osborne, construye una espiral descendente sin necesidad de artificios grandilocuentes. No hay grandes giros ni explosiones de acción: lo que atrapa es la repetición, la rutina del fracaso, la falsa esperanza renovada en cada partida. Doyle gana pequeñas sumas, recupera un poco de confianza, y enseguida vuelve a perderlo todo, hundiéndose más que antes. Ese vaivén refleja con precisión la lógica del ludópata: nunca es suficiente, nunca se detiene a tiempo, nunca puede abandonar la mesa. Berger filma esos momentos con paciencia y contención, dejando que el espectador sienta el peso del tiempo.
El ritmo es hipnótico, lento pero nunca aburrido. Como en una partida de cartas en la que cada movimiento tiene un eco más profundo de lo que parece, cada escena acumula tensión. El montaje de Nick Emerson dosifica las pausas y los silencios, evitando el vértigo del thriller convencional. Aquí lo importante no es lo que pasa de un golpe, sino lo que se repite hasta el desgaste. Es un cine de acumulación, que busca que el espectador se sienta atrapado en la misma dinámica que el protagonista: la imposibilidad de salir del bucle.
Colin Farrell ofrece quizá una de las interpretaciones más desgarradoras de su carrera. Su Lord Doyle es un hombre que intenta aparentar elegancia y control —ese “lord” con guantes de seda—, pero que está hundido en la desesperación. Su mirada cansada, su forma de moverse encorvado, su manera de disimular la derrota con gestos de falsa calma construyen un retrato profundamente humano. No hay exageraciones, no hay gritos desmedidos: todo está en lo pequeño, en la tristeza contenida que lo acompaña en cada plano. Tilda Swinton, como Blithe, refuerza esa sensación de ambigüedad y fatalidad. Su personaje parece surgir de la nada, como una figura entre lo real y lo espectral, y aporta la mezcla de magnetismo y distancia que caracteriza a la actriz en sus mejores papeles. Swinton es presencia, pero también amenaza: alguien que sabe más de lo que dice y que disfruta manteniendo al espectador en tensión. Fala Chen, como Dao Ming, aporta el contrapunto: sencillez, dignidad, el recordatorio de que existe otra forma de vivir al margen de la ruleta. Su interpretación evita el cliché de la “mujer salvadora” y le da al personaje una verdad humana que equilibra la balanza. El resto del reparto, con Alex Jennings y Deanie Ip, completa con precisión la tensión entre la decadencia occidental y la firmeza de lo local.
La fotografía de James Friend es uno de los mayores logros de la película. Macao aparece como un organismo vivo: húmeda, nocturna, saturada de luces de neón que iluminan sin dar calor. Berger y Friend saben que el lujo puede ser tan opresivo como la pobreza, y convierten las suites, las piscinas privadas y los buffets en escenarios claustrofóbicos. Hay planos cenitales sobre las mesas de juego que parecen rituales, contrapuestos con primeros planos sudorosos que muestran el desgaste humano. La lluvia constante, los reflejos en el asfalto mojado y los interiores sobrecargados de oro y mármol refuerzan la sensación de que Doyle vive en un purgatorio brillante.
El diseño de producción de Jonathan Houlding y el vestuario de Lisy Christl son inseparables de esta visión. Doyle viste como si aún tuviera la elegancia de un caballero, pero sus trajes transmiten desgaste, desajuste, un intento desesperado de mantener una identidad que ya no le pertenece. El vestuario de Swinton, impecable y cortante, subraya su aura de misterio y su capacidad de dominar la escena. Los objetos del día a día —cubiteras, copas, maletas llenas de billetes— se convierten en símbolos del fracaso: lujo convertido en cárcel.
La música de Volker Bertelmann, sutil y envolvente, refuerza la atmósfera de fatalidad. Sus composiciones no buscan emocionar en exceso, sino acompañar con un tono grave y repetitivo, como un eco del juego interminable. El diseño sonoro es igualmente crucial: el zumbido de las tragaperras, los murmullos en distintos idiomas, el sonido mecánico de las fichas al caer. Todo se mezcla para generar una experiencia sensorial que atrapa al espectador en la lógica del casino.
En su relación con otras películas de género, Ballad of a Small Player se inserta claramente en la tradición del cine negro y de los relatos sobre la adicción, pero lo hace desde una perspectiva contemporánea. Tiene ecos del cine de Paul Schrader en su retrato de la culpa y la autodestrucción; recuerda a Wong Kar-wai en la sensualidad melancólica de la noche asiática; evoca el exotismo decadente de Graham Greene en sus historias de expatriados perdidos. Pero Berger no imita: toma esas influencias y las convierte en un noir existencial, donde el crimen no es externo sino íntimo, y donde el enemigo no es otro que uno mismo.
Ballad of a Small Player no es solo el retrato de un ludópata perdido entre neones y mesas de juego, sino una parábola sobre la incapacidad de agradecer lo que ya tenemos. Berger nos recuerda que el lujo deslumbra pero no llena, que el ruido de las fichas no sustituye la calma de un silencio compartido, que el destello de una lámpara de casino no puede compararse con la luz humilde de una mañana en un pueblo. La vida, como el juego, reparte cartas sin avisar. No siempre nos da la mano perfecta, pero siempre nos ofrece la posibilidad de jugar con las cartas que nos baraja, con las cartas que nos da. Y lo más importante: aunque hoy parezcan pobres o insuficientes, esas cartas pueden abrir la puerta a una mejor jugada en la siguiente mano.
Esa es, en el fondo, la esencia de la película y lo que Dao Ming intenta transmitirle al protagonista: que la plenitud no está en la siguiente apuesta, sino en aprender a agradecer lo que ya está delante. Que vivimos en una sociedad adictiva a todos los niveles —al juego, al consumo, al sexo, a la velocidad, a la necesidad de más— y que si no salimos de esa lógica, nunca será suficiente, por mucho que tengamos. El agradecimiento es el único camino que nos da perspectiva, el único que permite valorar lo que tenemos en cada instante y sentirnos verdaderamente plenos.
Berger firma así una obra amarga y luminosa al mismo tiempo: una historia que desnuda nuestra voracidad y nos recuerda que la vida no es solo juego, también es arte. Y que el verdadero arte consiste en saber recibir las cartas que nos da la vida con gratitud, jugarlas con dignidad y aprender a reconocer que, incluso en lo pequeño, puede estar escondida la mayor de las victorias.
Xabier Garzarain

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