“Franz”: Kafka sin pedestal: el temblor hecho cine.

 Agnieszka Holland nunca ha sido una directora de concesiones fáciles. Su cine, desde Europa Europahasta Green Border, ha estado marcado por la voluntad de pensar la Historia desde el cuerpo, desde la herida, desde el temblor íntimo que se convierte en verdad política. Con Franz, su retrato del escritor checo Franz Kafka, Holland vuelve a demostrar que el biopic puede ser un territorio vivo y desafiante cuando no se limita a ilustrar, sino que arriesga a interrogar.

El film renuncia a la cronología lineal y propone un mosaico en el que las escenas se repiten como obsesiones, se desdoblan como recuerdos, se encabalgan como sueños. La infancia, el padre, los amores, la enfermedad, la oficina, la escritura, la posteridad: todo se superpone en un movimiento que no busca explicar, sino contagiar. Kafka no es presentado como un “genio” al que la vida llevó hacia la obra; es un hombre que ya vivía en esa condición frágil, precaria, demasiado lúcida para estar en paz con el mundo. La escritura no aparece como “resultado”, sino como prolongación inevitable de ese estado.


El guion de Holland y Marek Epstein evita la didáctica del biopic tradicional. No hay capítulos ordenados, ni hitos encuadrados como medallas. Hay repeticiones, ecos, rimas visuales. El padre irrumpe como sombra persistente; la enfermedad vuelve como metrónomo; la oficina se despliega como laberinto absurdo. El montaje potencia esta respiración de la memoria: escenas que reaparecen bajo otra luz, gestos que regresan con otro peso, frases que resuenan como si fueran escritas en voz alta.


El reparto está a la altura de este riesgo. Idan Weiss interpreta a Kafka desde la contención: un hombre que no grita, que apenas se permite existir con plenitud, pero que transmite un universo en la inclinación de la espalda, en la vacilación de la voz, en la mirada que parece pedir perdón. Peter Kurth compone a Hermann Kafka con una autoridad que no necesita violencia física: basta con la rigidez de su presencia para que todo se pliegue a su voluntad. Jenovéfa Boková y Carol Schuler, como Milena Jesenská y Felice Bauer, iluminan la tensión de los vínculos con Kafka: ni musas ni caricaturas sentimentales, sino mujeres que negocian con él la fragilidad y la imposibilidad. Sebastian Schwarz, en la piel de Max Brod, introduce la cuestión final de la película: ¿a quién pertenece la obra? ¿Al escritor que pide que se destruya o a la humanidad que necesita que sobreviva? Holland resuelve sin estridencias: la memoria no se deposita en monumentos, sino en quienes todavía respiran.


La fotografía de Tomasz Naumiuk subraya el peso de los espacios: interiores cerrados, lámparas que apenas iluminan, pasillos que ahogan. Cada objeto, cada mueble, cada papel adquiere condición de personaje. La cámara se detiene en los tinteros, en las cartas, en las máquinas de escribir, en los sellos y sobres que Kafka manipula con manos que parecen soportar el mundo entero. La luz exterior no trae alivio: la ciudad es un laberinto de vías, de calles que conducen siempre al encierro. Todo enmarca la misma idea: Kafka habitaba un mundo que le quedaba demasiado estrecho, demasiado pesado.


La música de Mary Komasa y Antoni Komasa-Łazarkiewicz evita el subrayado emocional y se convierte en respiración paralela de la imagen. Breves frases musicales que entran tarde, silencios que pesan, cuerdas que parecen dudas más que certezas. Es una partitura que no explica ni embellece, sino que acompaña como un murmullo interior. Al lado, el diseño sonoro aprovecha cada tos, cada timbre, cada golpe de sello para construir una acústica del encierro: el mundo suena demasiado cerca, y esa proximidad asfixia tanto como la enfermedad.


El diseño de producción y el vestuario están trabajados con la misma coherencia: trajes que aprietan, camas estrechas, oficinas que aplastan, habitaciones donde no circula el aire. La época no se muestra como postal ni como recreación fastuosa: es un obstáculo constante. Y allí, en medio de esa incomodidad material, se entiende mejor que Kafka escribiera como respiración alternativa, como única forma de no sucumbir del todo.


La relación de Franz con el género del biopic es clara: Holland lo dinamita desde dentro. Frente a la escalera académica de “infancia, vocación, éxito, declive”, aquí encontramos un tapiz fragmentado que respira como la conciencia de su protagonista. Es un biopic que no pretende enseñar la obra, sino hacernos sentir la condición existencial de quien la escribió. En eso, la película se hermana con otras rarezas heterodoxas del género, pero siempre con la voz propia de Holland: una ética de la mirada que huye del monumento para recuperar al ser humano.


La conclusión es contundente. Franz nos recuerda que Kafka no es un adjetivo, ni un icono intocable, ni un genio de manual. Fue un hombre frágil, hipersensible, atravesado por la sombra del padre, por la enfermedad, por la incomodidad con la vida social, pero capaz de transformar esa fragilidad en una literatura que nos sigue enseñando a mirar. Holland filma precisamente eso: la fragilidad como lucidez. La obra como forma de no ser devorado por el silencio. La memoria como herencia que no se guarda en bronce, sino en la piel de quienes aún se atreven a leerlo.


Franz no ofrece redención ni moralejas fáciles. Nos devuelve a Kafka en toda su incomodidad, y en ese gesto está la grandeza de la película. Verla es aceptar que escribir —y vivir— nunca fue para él un camino triunfal, sino un temblor constante. Y sin embargo, de ese temblor salió una de las miradas más decisivas del siglo XX. Holland filma ese temblor, lo convierte en cine y nos recuerda que ser frágiles no nos impide ser decisivos. Esa es la herencia que deja la película: un Kafka humano, respirando todavía entre nosotros.


Xabier Garzarain 

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