“Adicto al cine”: : la vida sin cortes de Eloy De la Iglesia.
Gaizka Urresti (Bilbao, 1967) ha hecho de la memoria cultural su territorio cinematográfico. Desde los retratos íntimos de figuras como Buñuel (El último guion), Aute (Aute retrato) o Labordeta (Labordeta, un hombre sin más), hasta incursiones en la ficción (Bendita calamidad) y la crónica social (Arizmendiarrieta, el hombre cooperativo), Urresti ha demostrado que su mirada no se queda en el personaje: indaga en lo que ese personaje significa para su comunidad. Con Eloy de la Iglesia, adicto al cine afronta su proyecto más incómodo y, quizá, más urgente: devolver a la conversación a un cineasta que se negó a mirar hacia otro lado y que pagó el precio más alto por esa libertad.
El documental, escrito junto a Juan Barrero y Moisés Garrido, sigue un arco claro —ascenso, caída, regreso—, pero lo hace desde un lugar nada complaciente. La primera parte nos recuerda al Eloy enfant terrible: el que con La semana del asesino (1972) y Nadie oyó gritar (1973) llevó la violencia a un punto insoportable para la censura, el que con El diputado (1978) retrató la homosexualidad de forma frontal y política en plena Transición, el que con El sacerdote (1978) desnudó la represión religiosa y sexual. La segunda parte, el descenso, muestra la heroína, el aislamiento, la caída a los márgenes que él mismo había filmado. La tercera, el regreso, no es un final feliz: es apenas un recordatorio de que, incluso en ruinas, Eloy solo se entendía rodando.
Lo más valioso del documental es cómo vincula vida y obra sin trazar líneas artificiales. Porque Eloy filmó lo que vivía, y vivió lo que filmaba. En Colegas (1982), Navajeros (1980) o El pico (1983 y 1984), sus adolescentes no eran actores de escuela, eran chavales de la calle: jóvenes que robaban coches, daban tirones, se colaban en casas, sobrevivían a base de pequeños atracos. Eloy los retrataba sin épica ni condena, con una crudeza que aún hoy golpea. Y más allá de la delincuencia, estaba el tema que nadie quería mirar: los chaperos. Esos adolescentes que vendían su cuerpo a hombres mayores, siempre por pura necesidad, empujados por la pobreza, el hambre, la droga o la falta de horizontes. Prostitución masculina en los suburbios, en pensiones baratas, en descampados. Eloy la mostraba con una mezcla de ternura y desgarro que incomodaba tanto a la moral conservadora como a la izquierda biempensante. En su cine no había pudor: había verdad.
Urresti recupera ese imaginario con respeto y lucidez. La fotografía de Pepe Añón no embellece ni limpia el archivo: deja que el grano, las texturas, la suciedad hablen. El montaje de Juan Barrero articula el material con inteligencia, alternando entrevistas con fragmentos que hoy siguen resultando incómodos, casi insoportables, por su veracidad. La música de Carmen Cañada funciona como un pulso contenido: no dulcifica, acompaña.
Los testimonios aportan capas de lectura. José Sacristán —con su voz grave, tan reconocible— aporta el peso de la memoria de una generación; Ángel Pardo y Fernando Guillén Cuervo evocan el vértigo de trabajar con Eloy, ese director que pedía siempre un paso más allá, aunque costara la incomodidad del actor; Marisol Morcillo ilumina el lado íntimo, las fragilidades, la ternura que sobrevivía bajo la fachada de enfant terrible. La voz de Pepe Sacristán guía el relato con tono confesional, como quien nos lleva de la mano por una herida que no ha cerrado del todo.
Lo que emerge es la imagen de un cineasta radicalmente libre, pero también profundamente trágico. Eloy no era un “autor maldito” al estilo romántico, era un director que filmaba lo que nadie quería ver. Y ese “mostrarlo todo” era una poética y una ética. Donde otros elidían, él exponía: el yonqui pinchándose, el chapero negociando, el atracador huyendo, el cuerpo desnudo en primer plano. No se trataba de provocación gratuita, sino de romper el silencio de un país que fingía que nada de eso existía.
El documental dialoga inevitablemente con Pasolini: en la frontalidad de los cuerpos, en la mezcla de deseo y miseria, en el uso de actores no profesionales. Pero Eloy de la Iglesia fue nuestro Pasolini español: más suburbial, más callejero, más ligado a la Transición que a la poesía. Si Pasolini filmaba el lumpen romano, Eloy filmaba el extrarradio de Madrid, el Bilbao de los ochenta, la juventud española atrapada entre heroína, paro y desesperanza. Y lo hacía sin metáforas: con nombres, con rostros, con carne.
Urresti consigue algo difícil: no convertir a Eloy en mito distante ni en cadáver expuesto, sino en un cineasta cuya obra sigue siendo un espejo incómodo. En tiempos de plataformas y autocensura invisible, su cine resulta más actual que nunca. Porque, ¿quién se atrevería hoy a rodar con esa crudeza a chaperos, yonquis, atracadores? ¿Quién tendría la libertad de mostrar, sin filtros, esa España que sigue latiendo bajo la piel?
Al terminar, Urresti nos devuelve a Eloy de la Iglesia en una de sus últimas entrevistas televisivas. Titubeante, casi con pudor, reconocía que no sabía muy bien cuál era la definición exacta de la palabra “libertad”. Y, sin embargo, añadía que eso había sido lo único que había intentado vivir y reflejar en sus películas. Esa confesión, sencilla y brutal, lo resume todo: Eloy no fue un cineasta académico ni un teórico de la imagen, fue un hombre que filmó la libertad como pudo, desde los márgenes, desde el exceso, desde la herida.
Porque Eloy de la Iglesia fue nuestro auténtico Pasolini: el director más transgresor, más adelantado a su tiempo, el que se atrevió a poner en pantalla la homosexualidad cuando nadie quería hablar de ella, el que mezcló política y deseo como nunca antes se había hecho en el cine español, el que filmó los cuerpos desnudos, la droga, los chaperos, los atracos y los suburbios con una crudeza que aún hoy incomoda. Futurista en su radicalidad, incómodo en su presente, sigue siendo incómodo también ahora. Y esa incomodidad es su mayor legado: recordarnos que el cine no está para consolarnos, sino para abrir los ojos.
Eloy de la Iglesia, hasta el final, fue adicto a una sola cosa: la libertad de filmar lo que nadie quería mirar.
Xabier Garzarain

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