“Todo lo que no sé:”el murmullo que rompe la rutina.
Hay películas que entran como un grito y otras como un murmullo. Todo lo que no sé empieza así: como un murmullo. Pero a los pocos minutos entiendes que ese susurro va directo a la garganta, que lo que parecía rutina es, en realidad, un campo minado. Ana Lambarri debuta en el largometraje con la calma de quien sabe dónde quiere llevarnos: no a un espectáculo, sino al vértigo íntimo de reconocerse en otra persona. Y ese es su triunfo: convertir lo cotidiano en puro suspense emocional.
Lambarri no viene de la nada. Su recorrido en el cortometraje (36, 16, 26, Domingo por la tarde) ya anunciaba una obsesión: mujeres atravesadas por lo banal, por lo repetitivo, por el peso de las responsabilidades ajenas. Pequeños retratos donde lo invisible acababa estallando en la cara del espectador. Con Todo lo que no sé da un paso lógico y valiente: transformar esa mirada en una película que no levanta la voz, pero que resuena mucho después de haber salido de la sala.
Laura, a sus 35 años, vive en una especie de limbo. Su vida está hecha de tareas acumuladas: cuidar a su padre enfermo, atender un empleo monótono en una tienda, compartir piso sin ilusión, sostener una relación a medias. Lambarri nos la presenta con una naturalidad que desarma: no es la heroína de nada, ni la víctima de todo. Es alguien que sobrevive como puede. Y entonces llega el detonante: un antiguo compañero le propone retomar un proyecto tecnológico que dejó atrás años atrás. Ese ofrecimiento no es solo profesional, es vital. Significa rescatar una versión de sí misma que creía muerta.
El guion convierte cada decisión de Laura en un terremoto. Priorizarse implica mover placas tectónicas: la relación con el padre, con la pareja, con los amigos, con la propia idea de “ser buena”. Y ahí aparece el verdadero motor de la película: cómo el deseo personal puede ser leído como traición cuando viene de una mujer.
Susana Abaitua sostiene este retrato con un arrojo admirable. Su Laura es incómoda, contradictoria, profundamente real. Puede caer mal, puede herir, puede equivocarse, pero siempre nos obliga a seguir mirándola. Es una actuación que entiende que la autenticidad está en lo imperfecto. A su lado, Francesco Carril encarna esa masculinidad contemporánea que apoya y a la vez se resiste, que anima pero teme perder su posición. Natalia Huarte e Iñaki Ardanaz ofrecen matices de amistad y desconcierto, mientras Ane Gabarain y Andrés Lima aportan el peso de la generación anterior, esa voz que repite “así han sido siempre las cosas”. Cada intérprete funciona como un espejo distinto que refleja los dilemas de Laura.
El ritmo de la película es engañoso. Empieza despacio, casi con la calma de una rutina que podría adormecer, pero poco a poco se convierte en un mecanismo de tensión. No hay persecuciones ni explosiones, pero cada silencio es más punzante que un disparo. El montaje apuesta por la elipsis, por dejarnos en el hueco de lo que no se dice. Así, cuando llega el clímax emocional, lo sentimos como un mazazo inevitable.
La fotografía de Carlos de Miguel refuerza esa sensación. Interiores apagados, fluorescentes que aplastan, habitaciones que parecen demasiado pequeñas para respirar. Exteriores urbanos filmados como lugares de paso, sin promesa ni horizonte. Pero cuando Laura se acerca al nuevo proyecto, los encuadres se ordenan, los espacios se abren, la cámara respira mejor. Es como si la propia imagen acompañara la posibilidad de cambio.
El vestuario es otro acierto: ropa neutra, funcional, casi sin identidad. Prendas que no dicen quién eres, sino qué obligaciones tienes. Y de repente, alguna pieza distinta, un color inesperado, insinúa que algo en ella empieza a romperse. El atrezo y el diseño de producción siguen la misma línea: muebles desgastados, cajas, ordenadores, bolsas de supermercado. Todo tan real que parece sacado de tu propia casa.
La música de Alberto Torres es discreta, pero esencial. Apenas unas notas que acompañan los momentos de conciencia de Laura. No manipula, no impone. Cuando falta, el silencio se convierte en música propia: un eco que subraya el vacío y la espera.
En relación con otras películas, Todo lo que no sé dialoga con un cine europeo reciente que ha explorado a mujeres de treinta y tantos en encrucijadas vitales: ahí están La peor persona del mundo o Ninjababy, pero mientras aquellas usaban la comedia como salvavidas, Lambarri se sumerge en la sobriedad. Su tono está más cerca del cine social español, con resonancias de Iciar Bollaín en la forma de mirar lo íntimo como territorio político.
La conclusión es demoledora y luminosa a la vez: elegirse tiene un precio, y ese precio no siempre es amable. Pero lo verdaderamente revolucionario está en hacerlo. Lambarri nos recuerda que decir “primero yo” no es un capricho, sino un acto de supervivencia.
En definitiva, Todo lo que no sé es un debut hipnótico y valiente. Una película que convierte lo cotidiano en suspense emocional, que filma la contradicción sin miedo y que obliga al espectador a acompañar a su protagonista aunque duela. Ana Lambarri firma aquí una obra que no busca gustar a todos, sino hablar con quienes estén dispuestos a escuchar el murmullo más difícil de oír: el que viene de dentro.
Xabier Garzarain

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