“Belén”:el grito que traspasa los muros de la cárcel.

 Hay películas que nacen desde la urgencia. No son meros ejercicios estéticos ni pasatiempos narrativos, sino gestos de resistencia frente a una realidad que sigue oprimiendo. Belén, ópera prima de Dolores Fonzi, es precisamente eso: una película que se siente como un acto de justicia poética y política, como un grito colectivo transformado en cine. Fonzi, conocida durante décadas como actriz versátil y valiente —la vimos bajo la mirada de Lucrecia Martel en La mujer sin cabeza, en producciones de culto como El aura o en trabajos televisivos que la convirtieron en figura popular—, da un paso más allá y decide contar una historia que la atraviesa no solo como artista, sino como mujer argentina en tiempos de lucha feminista. Y ese salto a la dirección no es tímido: es un salto frontal, de riesgo, que marca su entrada en el mapa de las cineastas latinoamericanas con voz propia.


La trama parte de un caso real que conmovió a la Argentina y trascendió fronteras: el de Belén, una joven tucumana que, sin saber que estaba embarazada, ingresa en un hospital con dolores abdominales. Allí, lejos de encontrar cuidado, despierta esposada a una camilla, acusada de haberse provocado un aborto. Lo que sigue es un proceso judicial kafkiano: dos años de prisión preventiva, una sentencia de ocho años por homicidio agravado y, sobre todo, el desamparo absoluto de un sistema que no ve a la persona, sino un cuerpo castigado por ser pobre, mujer y vulnerable. Fonzi, junto con Laura Paredes en el guion, logra trasladar este caso concreto a un relato universal sobre la violencia institucional, la desigualdad de género y la urgencia de los derechos reproductivos.


El guion equilibra con maestría el drama íntimo con la dimensión política. No es panfleto, porque jamás se reduce a consignas; pero tampoco es un relato aséptico: cada escena destila indignación, cada diálogo está cargado de implicaciones sociales. La construcción narrativa evita la trampa de convertir a Belén en mártir o símbolo vacío. Al contrario, la muestra como una joven real, desconcertada, a veces callada, a veces incapaz de comprender la magnitud de lo que ocurre. El guion respeta su silencio, su vulnerabilidad, y la convierte en el centro emocional de la historia. En paralelo, la figura de la abogada que toma el caso representa esa otra dimensión del relato: la posibilidad de transformar la injusticia en acción colectiva.


El ritmo es otra de las virtudes de la película. Fonzi maneja los tiempos como si fuesen una extensión del proceso judicial: lentos, agobiantes, desesperantes en ocasiones. El espectador comparte la experiencia de Belén no solo en lo que ve, sino en lo que siente: la espera, la falta de certezas, la cárcel como un limbo donde los días se diluyen. Sin embargo, a medida que la movilización social crece, el tempo narrativo se acelera. La película late con el mismo pulso que las calles: las marchas, los cánticos, las asambleas feministas. De esta forma, el film hace convivir la asfixia de la prisión con el aire fresco de la protesta.


En cuanto a las interpretaciones, Belén encuentra un equilibrio coral extraordinario. Camila Plaate encarna a la protagonista con una sutileza que emociona profundamente: no necesita grandes gestos ni explosiones dramáticas, porque lo que duele es su desconcierto, su silencio, sus ojos perdidos en medio de una maquinaria judicial que no comprende. Laura Paredes, como la abogada, es el contrapunto perfecto: una mujer fuerte, sensible y obstinada, que encarna a esas profesionales que ponen el cuerpo frente al poder patriarcal. Julieta Cardinali, Luis Machín y César Troncoso, en roles secundarios, construyen personajes que representan la frialdad institucional: jueces, médicos, burócratas que hablan con tecnicismos mientras arrasan vidas. Y Dolores Fonzi misma, en un papel contenido, aparece no para robar protagonismo, sino para aportar otra capa a este fresco colectivo.


La fotografía de Javier Juliá juega un papel fundamental. Sus encuadres transmiten encierro y deshumanización: planos cerrados en la celda, pasillos interminables en el tribunal, la luz artificial del hospital. La paleta cromática es gris, apagada, casi ceniza, y refuerza la idea de que la vida de Belén se ha detenido. Pero cuando la cámara se abre a las calles, la imagen cambia: los verdes de los pañuelos feministas, la fuerza de la multitud, el brillo de las plazas ocupadas por mujeres que gritan justicia. Es un contraste visual deliberado: la cárcel frente a la esperanza, la opresión frente a la liberación.


El diseño de producción y el atrezo se inscriben en la línea del realismo descarnado. No hay artificios ni reconstrucciones estilizadas. Todo lo que vemos podría estar sucediendo hoy mismo en cualquier hospital público, en cualquier cárcel latinoamericana. Esa fidelidad a lo real multiplica la fuerza de la historia: no estamos ante una recreación histórica, sino ante un espejo que refleja lo que sigue ocurriendo.


La música de Marilina Bertoldi, con su potencia eléctrica y su pulso contemporáneo, se convierte en un personaje más. No es un acompañamiento decorativo, sino un latido que intensifica cada escena. En los momentos de encierro, las notas transmiten angustia y tensión. En las secuencias de protesta, la música se abre como un himno generacional: un sonido que no busca la solemnidad, sino la rabia y la energía vital de un movimiento que no se calla. Es un acierto absoluto: la banda sonora respira el mismo aire que las calles argentinas de los últimos años.


Si pensamos la película en relación con el género, Belén dialoga con el cine político argentino de las últimas décadas. Tiene la solidez narrativa de La historia oficial, la energía colectiva de Argentina, 1985, pero se diferencia en algo esencial: su mirada feminista. Fonzi no coloca en el centro a un héroe masculino que viene a salvar, sino a una comunidad de mujeres que sostienen, acompañan y luchan. Es, en ese sentido, una obra que se hermana con películas como Que sea ley de Juan Solanas o con documentales feministas recientes, pero que también encuentra eco en tradiciones universales: desde 12 años de esclavitud hasta Nunca más, el cine que muestra cómo el poder convierte a las víctimas en culpables.


La conclusión de la película es doble. Por un lado, es un retrato particular: la historia de Belén y de su injusto encarcelamiento. Por otro, es una metáfora de todas las Belén que siguen existiendo en la Argentina, en América Latina, en cualquier lugar donde las mujeres pobres son criminalizadas por su cuerpo y su maternidad. Lo que nos transmite Fonzi es que la justicia nunca es neutral: tiene género, tiene clase, tiene color. Y que solo la movilización colectiva puede torcer ese destino impuesto.


Belén es, en última instancia, un acto de amor político. Amor por las mujeres que resisten, amor por la dignidad humana, amor por el cine como herramienta de transformación. Dolores Fonzi, en su debut, no se limita a dirigir: se entrega. Y consigue una obra que emociona, incomoda y moviliza. Un cine necesario, un cine que incomoda a los cómodos y que da voz a quienes han sido silenciadas.


Lo que nos queda al salir de la sala no es solo indignación, sino también esperanza. La esperanza de que el arte puede ser motor de cambio, de que una historia contada con verdad y coraje puede convertirse en chispa de conciencia. Y esa es la mayor victoria de Fonzi: haber demostrado que el cine todavía puede cambiar vidas.


Xabier Garzarain 

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