Maspalomas: la luz que atraviesa el silencio.
Hay películas que no se limitan a contar una historia, sino que se convierten en un espejo incómodo y al mismo tiempo luminoso, en un recordatorio de lo que significa ser humano más allá de las edades, los márgenes y los silencios. Maspalomas, de Aitor Arregi y José Mari Goenaga, es justamente eso: una experiencia cinematográfica que empieza como un susurro y acaba erigiéndose en un grito sereno, imposible de ignorar.
Arregi y Goenaga llevan más de una década escribiendo un mapa de las vidas ocultas, esas que suelen quedar fuera del foco. Desde la poesía contenida de Loreak hasta la monumentalidad íntima de Handiao la asfixia de La trinchera infinita, sus películas siempre han sabido encontrar el lugar donde lo privado se convierte en universal. Con Maspalomas, dan un paso más: ya no se trata de contar cómo alguien sobrevive a una dictadura o a un secreto, sino de observar qué ocurre cuando, después de haber conquistado la libertad, uno se ve obligado a negociar de nuevo con la vergüenza y el silencio.
Vicente, interpretado por un José Ramón Soroiz en estado de gracia, es el corazón de esta historia. Soroiz no “actúa” a Vicente: lo respira. Cada silencio, cada ironía lanzada como escudo, cada gesto de vulnerabilidad reprimida hablan de un hombre que ya peleó demasiado y que ahora, al entrar en una residencia, se enfrenta a un dilema tan viejo como injusto: ¿callar para encajar o resistir siendo uno mismo? Su Concha de Plata en San Sebastián no es un galardón; es la constatación de que estamos ante una de esas interpretaciones que marcan época, que no se olvidan.
A su lado, un coro de intérpretes afilados: Nagore Aranburu como la hija herida por ausencias que aún pesan, Kandido Uranga, Zorion Eguileor y Kepa Errasti como ecos de un entorno que encarna la norma, la rutina, la presión del “sé como los demás”. Nadie busca el lucimiento individual; todos construyen la textura áspera de una comunidad que vigila y corrige.
El guion de Goenaga, depurado hasta la osadía, evita el melodrama y apuesta por la elipsis. Lo que no se dice retumba más que lo que se enuncia. El ritmo es deliberadamente pausado, casi clínico, y sin embargo la tensión se mantiene intacta: ¿hasta qué punto puede Vicente ceder sin perderse a sí mismo? La trama no juega a la sorpresa, pero genera un suspense ético: el del espectador que acompaña cada renuncia como si fuera propia.
Visualmente, la fotografía de Javi Agirre Erauso articula la película en dos mundos que dialogan: la luz cálida y abierta de Canarias, sinónimo de deseo y plenitud, y la paleta fría y repetitiva de la residencia, donde cada pasillo parece un recordatorio de lo que debe reprimirse. El arte y el atrezo prolongan esa idea: objetos impersonales, mobiliario idéntico, rutinas que borran las singularidades. Frente a ello, pequeños destellos de resistencia: una camisa con demasiada vida, una postal que trae la memoria del mar, un frasco de colonia que es también memoria del cuerpo amado.
La música de Aránzazu Calleja es el reverso de la tentación sentimental: sobria, contenida, deja que el silencio pese y se convierta en la verdadera banda sonora de esta lucha íntima. No hay violines que empujen a la lágrima, sino una respiración sonora que acompaña la dignidad del protagonista.
Maspalomas no aparece sola en el mapa del cine: dialoga con 80 egunean, aquel primer acercamiento de los Moriarti al deseo maduro, y con títulos internacionales como Love Is Strange o Supernova, que también rehusaron reducir a sus personajes a víctimas o mártires. Aquí, como allí, se afirma con firmeza que el deseo no se jubila, que la identidad no se archiva a los setenta años, y que los espacios de cuidado no deberían exigir la renuncia como moneda de aceptación.
Lo que la película quiere transmitir es tan simple como devastador: salir del armario no ocurre una vez y para siempre, sino que puede convertirse en una negociación constante, marcada por contextos que cambian y entornos que obligan. Y, al mismo tiempo, proclama algo urgente: nadie debería tener que renunciar a ser quien es para poder envejecer con dignidad. En este sentido, Maspalomas no es solo cine: es una llamada a revisar cómo concebimos las residencias, los cuidados, la vejez misma. No con pancartas, sino con la fuerza de la verdad encarnada en un personaje.
Al llegar al final, lo que queda no es un giro inesperado, sino algo mucho más poderoso: la sensación de haber acompañado a un hombre en la batalla más íntima y más política a la vez, y la convicción de que su lucha es también la nuestra. Porque la verdadera revolución de Maspalomas no está en lo que denuncia, sino en lo que afirma: que incluso en la última etapa de la vida, todavía puede haber espacio para la valentía de decir “esta vez no me escondo”.
Eso es lo que convierte a Maspalomas en una de las películas imprescindibles de nuestro cine reciente: no solo porque está impecablemente construida en lo técnico, ni porque su reparto brille en cada línea, sino porque toca un nervio colectivo y lo hace con una serenidad que desarma.
Y quizá ahí radique la grandeza de Maspalomas: en recordarnos que la vida, como el propio cine, es un haz de luz que atraviesa la oscuridad para proyectar en nosotros la pregunta esencial. ¿Qué parte de nuestra identidad estamos dispuestos a silenciar y cuál decidimos defender hasta el último aliento? Esa pregunta no pertenece solo a Vicente, ni a una generación: nos pertenece a todos. Y mientras siga viva, seguirá siendo posible elegir la valentía.
Xabier Garzarain

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