“Nouvelle Vague”: la rebeldía eterna.

 La historia del cine está llena de mitos fundacionales, pero pocos tan potentes como la irrupción de la Nouvelle Vague a finales de los años cincuenta. De repente, París se convirtió en un laboratorio donde jóvenes críticos convertidos en cineastas decidieron que las películas no tenían que obedecer a nadie más que a su propio pulso. Jean-Luc Godard, François Truffaut, Claude Chabrol o Éric Rohmer entendieron que con una cámara ligera, un par de amigos, calles reales y actores con hambre bastaba para crear un nuevo lenguaje. Esa sacudida todavía se siente hoy: cambió la gramática del cine para siempre.



Richard Linklater, un director que siempre ha sabido dialogar con el tiempo, asume en Nouvelle Vague la tarea imposible de volver a ese instante primigenio. Su carrera, tan diversa como coherente, lo ha preparado para ello: la paciencia monumental de Boyhood, los diálogos suspendidos en el aire de la trilogía Before, la ligereza contagiosa de Dazed and Confused. Linklater no viene a embalsamar a Godard: viene a enfrentarse a él, a mirarlo como a un hermano lejano, alguien que, en otra época, también decidió rodar contra todo.


La película no sigue un camino lineal. Es un collage, un mosaico nervioso que respira a través del humo de los cigarrillos, de los gritos entre técnicos, de los silencios cargados en un café nocturno. El guion de Vince Palmo y Holly Gent Palmo evita el academicismo y abraza la ruptura: saltos bruscos, escenas que empiezan a mitad de una conversación, fundidos que no llevan a ninguna parte salvo a un nuevo comienzo. El espectador no asiste a una narración ordenada, sino a un torbellino donde lo importante no es el qué, sino el cómo: el nacimiento de À bout de souffle como acto de rebeldía pura.


Guillaume Marbeck, en el papel de Jean-Luc Godard, logra un retrato que evita tanto la caricatura como el respeto excesivo. Su Godard es joven, nervioso, a veces arrogante, a veces frágil, alguien que tropieza constantemente y que, sin embargo, se niega a dejar de caminar. Es un hombre que improvisa guiones en servilletas, que rueda sin permisos, que se inventa reglas a cada paso. Frente a él, Zoey Deutch encarna a Jean Seberg con una delicadeza luminosa: más que imitar sus gestos, transmite su condición de extranjera en un París que nunca termina de pertenecerle, su mezcla de frescura y desamparo. Aubry Dullin, como Jean-Paul Belmondo, es pura insolencia y magnetismo: basta una mirada suya para recordar por qué aquel joven actor se convirtió en el rostro de toda una generación.


Pero el filme no se queda en el trío protagonista. Bruno Dreyfürst como el productor Georges de Beauregard encarna al hombre que duda, que calcula, que sufre cada improvisación como si fuera un riesgo de quiebra. Matthieu Penchinat, como Raoul Coutard, es la sombra silenciosa que sostiene el caos con su cámara, recordándonos que sin técnicos visionarios, los sueños de los directores nunca llegan a existir. Y los cameos de Truffaut, Chabrol o Rohmer, lejos de ser guiños decorativos, funcionan como un recordatorio de que la Nouvelle Vague no fue un gesto individual, sino una conspiración colectiva de jóvenes que querían incendiar las viejas formas.


El montaje de Catherine Schwartz mantiene la película en un estado permanente de vértigo. Nada fluye con suavidad, y ahí está la belleza: saltos de eje, cortes abruptos, falsos raccord. El cine se convierte en una sucesión de fragmentos que se encadenan más por energía que por lógica. David Chambille, en la dirección de fotografía, alterna el blanco y negro granulado con ráfagas de color, como si quisiera mostrarnos que toda reconstrucción histórica es también un acto de imaginación. La música, lejos de la cita literal, opta por recrear la pulsión del jazz, sus improvisaciones, su caos controlado: como si el propio Miles Davis hubiera decidido acompañar a Godard en la aventura.


El atrezo y la ambientación de Katia Wyszkop huyen de la postal parisina: cafés oscuros, habitaciones húmedas, calles con carteles semidesgarrados. Todo respira autenticidad, incluso en su artificio. Hay una coherencia estética que hace que el espectador no sienta que está mirando una recreación, sino que está dentro de una época que palpita.


Comparada con películas que también han explorado los mitos del cine —Mank de David Fincher, Me and Orson Welles de Richard Linklater, El artista de Hazanavicius—, Nouvelle Vague se desmarca porque no quiere homenajear con distancia, sino contagiar el desorden de un nacimiento. El filme nos recuerda que los grandes momentos del cine no surgen de la seguridad, sino del riesgo.


Y aquí llegamos al corazón: ¿qué quiere transmitirnos Linklater con esta película? Que el cine no es una herencia muerta, es un fuego que debe prenderse de nuevo en cada generación. Que detrás de cada obra maestra hay noches de duda, cafés interminables, discusiones con productores, actores que no entienden su papel, técnicos que improvisan soluciones imposibles. Que el arte no nace de la comodidad, sino de la urgencia y del amor ciego por una idea. Godard lo vivió en 1960; Linklater nos lo recuerda en 2026.


La conclusión es clara: Nouvelle Vague no es un museo ni un monumento. Es una película viva, que respira, que late, que tropieza y que se levanta. Es un homenaje y a la vez una declaración de principios: el cine, cuando se atreve a ser libre, sigue siendo capaz de cambiar nuestra manera de mirar. Y en un mundo saturado de fórmulas y secuelas, Linklater nos susurra —con la misma intensidad con la que Godard gritaba— que la rebeldía sigue siendo la única manera de mantener vivo el séptimo arte.


Xabier Garzarain 

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