“Historias del buen valle:”José Luis Guerín y la épica de lo invisible.

 Hay cineastas que trabajan contra el ruido, contra la velocidad y contra el olvido. José Luis Guerín, nacido en Barcelona en 1960, es uno de los más singulares y persistentes. Su trayectoria ha sido siempre la de un explorador de los márgenes, alguien que se mueve con libertad entre la ficción y el documental, pero que en el fondo trabaja con una única materia: la memoria de los lugares y las huellas humanas que los habitan. Desde su aclamada Innisfree, donde dialogaba con John Ford y el mito de El hombre tranquilo, hasta En construcción, obra mayor que retrató la transformación del Raval y ganó el Premio Especial del Jurado en San Sebastián, pasando por GuestLa academia de las musas o Unas fotos en la ciudad de Sylvia, Guerín ha sido un cineasta fiel a la observación paciente, a la escucha de lo cotidiano y a la convicción de que lo pequeño encierra siempre una verdad universal.

Con Historias del buen valle, presentado en la Sección Oficial del Festival de San Sebastián 2025, Guerín regresa al espacio que mejor conoce: el de los barrios periféricos, esos enclaves que parecen quedar fuera de la gran narrativa urbana, pero que en realidad condensan los cambios históricos, sociales y culturales de todo un país. El barrio de Vallbona, aislado por autopistas, vías férreas y un río, se convierte en el escenario de un fresco coral que abarca lo rural y lo urbano, lo antiguo y lo nuevo, lo local y lo global. Guerín filma este pequeño rincón de Barcelona como si fuera un crisol del mundo: allí conviven las casas humildes levantadas por los migrantes de posguerra con los bloques impersonales de la migración más reciente, allí se enfrentan las memorias rurales con los desafíos de la modernidad.


El ritmo de la película es una declaración de principios. Frente a la urgencia del cine comercial y las narrativas prefabricadas, Guerín apuesta por el tiempo real, por planos largos que permiten que las vidas se desplieguen ante la cámara sin prisas ni atajos. Durante 122 minutos, la película se convierte en un ejercicio de contemplación, una invitación a detenernos en gestos mínimos: una conversación en la calle, un huerto improvisado, una anécdota familiar. El montaje rehúye la linealidad clásica y construye un mosaico donde cada pieza, cada testimonio, cada imagen, se suma a un relato colectivo.


Las “interpretaciones” de los personajes no son tales: los protagonistas son los propios vecinos, que se convierten en narradores de su vida. Cada testimonio es único, pero juntos dibujan un retrato coral que abarca lo generacional, lo social y lo identitario. Guerín escucha con respeto, sin manipular ni dramatizar en exceso. La cámara observa, acompaña, pero nunca invade. El resultado es una obra profundamente humanista, donde cada persona retratada aparece con su dignidad intacta, lejos de estigmatizaciones. Hay dureza en lo que cuentan —precariedad, conflictos, desarraigo—, pero también humor, orgullo y memoria.


El guion, escrito por Guerín, es en realidad un andamiaje invisible. Su fuerza está en articular la aparente dispersión de las voces y darles un sentido unitario. La película no narra una trama, sino un proceso: cómo un barrio periférico, nacido del desarraigo, se convierte en un lugar con identidad propia. La suma de historias individuales se transforma en el retrato de una comunidad. En este sentido, Historias del buen valle es una película sobre la colectividad en un tiempo marcado por el individualismo.


La fotografía de Alicia Almiñana aporta una dimensión poética esencial. Su mirada convierte los espacios marginales en escenarios cargados de sentido: las vías del tren como frontera, las autopistas como murallas modernas, los huertos como último reducto de lo rural en la ciudad. No embellece artificialmente, pero encuentra en cada plano una vibración estética que trasciende lo puramente documental. La luz mediterránea, filtrada entre estructuras de hormigón, adquiere un tono casi crepuscular, como si el barrio estuviera siempre en el filo entre dos mundos.


El sonido refuerza esa tensión. Se escuchan las voces de los vecinos entremezcladas con el rumor constante del tráfico, con el paso de los trenes, con el canto de los pájaros que sobreviven en este entorno hostil. Guerín compone con estos elementos una sinfonía urbana donde la modernidad y la memoria colisionan en cada instante. La música es mínima, apenas un susurro que subraya sin imponerse, porque aquí son las voces humanas las que marcan el verdadero ritmo.


El atrezo no es un decorado inventado, sino la vida misma del barrio. Las fachadas desgastadas, las sillas en la calle, los juguetes improvisados en solares, los huertos urbanos que recuerdan al campo perdido: cada objeto, cada espacio, habla de un pasado y de un presente en tensión. Guerín convierte esos objetos cotidianos en reliquias de un tiempo compartido, en signos de una memoria material que resiste a pesar de todo.


La película dialoga inevitablemente con En construcción, pero también con otras obras que han hecho de la periferia y de la marginalidad un centro narrativo. Se puede pensar en Los espigadores y la espigadora de Agnès Varda, en Colossal Youth de Pedro Costa, incluso en el cine de Straub y Huillet, donde la historia colectiva se filma a través de voces y paisajes. Sin embargo, Guerín mantiene una voz propia: no filma la desesperación absoluta ni la idealización naïf, sino un equilibrio delicado entre la dureza de lo real y la dignidad de quienes lo habitan.


Lo que Guerín transmite con Historias del buen valle es una certeza incómoda y necesaria: los barrios periféricos son la memoria viva de la ciudad, espacios donde se concentran las luchas por la supervivencia y las formas de solidaridad que aún resisten en un mundo fragmentado. La película nos recuerda que el futuro no se juega en los centros relucientes de las metrópolis, sino en estos márgenes donde lo rural y lo urbano, lo viejo y lo nuevo, lo local y lo global, se entrelazan en una batalla silenciosa.


La conclusión de la película, lejos de la amargura, es un canto a la resistencia. Guerín no ofrece soluciones fáciles ni discursos redentores, pero sí la certeza de que el cine puede convertirse en un acto de cuidado, en un espacio donde lo invisible se hace visible y donde la memoria se preserva contra el olvido.


Historias del buen valle es, en definitiva, una obra monumental disfrazada de humildad. Un bálsamo humano y cinematográfico que, en medio de un tiempo marcado por la prisa y la crueldad, nos recuerda que todavía existen lugares donde la comunidad, la memoria y la dignidad siguen vivas. Con 122 minutos de duración, Guerín firma un documento poético y social que se lee como un archivo del presente, pero también como una carta de amor al cine entendido como acto de escucha y de resistencia.


Xabier Garzarain 

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