“Karmele”:un Cold War en color, donde el amor se convierte en patria.

 Había una vez —aunque la frase pertenezca más a los cuentos que al cine político— una joven enfermera vasca llamada Karmele Urresti que, al borde de la derrota y el exilio, decidió no rendirse. Asier Altuna convierte esa frase en una película de una belleza hipnótica, donde cada plano parece tejido con la delicadeza de la memoria y la firmeza de quienes nunca renunciaron a su dignidad.



Karmele, basada en la novela de Kirmen Uribe La hora de despertarnos juntos, no es solo una adaptación: es un hechizo cinematográfico. Nos conduce de un País Vasco fracturado a los cafés parisinos donde la esperanza baila entre humo y jazz, de allí a Caracas, tierra de promesas y distancia, para volver a casa con el peso de dos hijos, un amor inquebrantable y la pregunta más difícil de todas: ¿cómo se sostiene una familia cuando la Historia exige militancia y sacrificio? Desde su propio rodaje, Altuna asumió este proyecto como un desafío monumental, trabajado con calma y mimo, y esa dedicación se percibe en cada encuadre y cada silencio.


Jone Laspiur encarna a Karmele con la serenidad de quien camina sobre el filo: firme, luminosa, vulnerable. Su rostro guarda todas las contradicciones de una mujer que cura cuerpos mientras intenta salvar también los sueños. Frente a ella, Eneko Sagardoy convierte a Txomin, trompetista y militante, en un personaje inolvidable: su música no es acompañamiento, es arma, es grito, es refugio. La complicidad entre ambos actores trasciende la pantalla: no parecen interpretarse, parecen reconocerse. Lo más especial está en ellos, en la manera en que sostienen la película incluso cuando el peso de la Historia amenaza con eclipsar lo íntimo.


A su lado, Nagore Aranburu y Javier Barandiaran aportan una hondura serena. Interpretan a los padres de Karmele, figuras de otra época, de otras formas de pensar, testigos de un mundo más sencillo en apariencia pero emocionalmente no menos complejo. Aranburu compone a una madre que acompaña con esa naturalidad que la define, sin necesidad de grandes gestos, y Barandiaran, con nobleza y sobriedad, convierte al padre en una presencia que dice mucho con muy poco. Sus vidas, tejidas de lirismo cotidiano, se vuelven un espejo donde resuena el viaje de Karmele y Txomin: dos héroes de su tiempo, cada uno a su manera. Esa lírica discreta de lo doméstico, encarnada con tanta verdad, acompaña y sostiene la épica de los protagonistas, anclando la historia en un realismo que la hace aún más conmovedora.


El guion de Altuna se despliega como una partitura en tres movimientos. París es el prólogo encantado, la ciudad donde todo parece posible; Caracas, la segunda estrofa, vibrante y expansiva, donde la familia encuentra respiro y arraigo; el regreso al País Vasco, el tercer acto, es la confrontación inevitable con los fantasmas de lo perdido y con la pregunta que lo desgarra todo: ¿qué pesa más, los ideales o los hijos? Es ahí donde Karmele se eleva: no responde con consignas, responde con humanidad.


La fotografía de Javier Agirre ilumina este viaje como si se tratara de un sueño en fuga. Venezuela aparece bañada en una claridad expansiva, como si el futuro estuviera todavía en blanco; el País Vasco se sumerge en tonos grises, cargados de memoria y heridas abiertas; París, en cambio, es frontera: humo, música, melancolía. La dirección artística de Zaloa Ziluaga da vida a los objetos que acompañan el exilio: maletas gastadas, partituras arrugadas, manteles compartidos, banderas clandestinas escondidas en cajones. Nada es museo, todo respira como si aún estuviera habitado.


Y luego está la música. La trompeta de Txomin no es un accesorio narrativo: es la voz más pura de la película. Cada nota es una declaración de resistencia, cada improvisación jazzística un recordatorio de que, incluso en el exilio, la vida puede reinventarse. El sonido se convierte en poesía en fuga, en puente entre Caracas y Euskadi, en hilo invisible que une a quienes fueron dispersados. Pero la música es también una máquina del tiempo: sus saltos nos arrastran de un escenario a otro, de la luz de París con sus cafés y bares de jazz, a los cabarets coloridos de las casas coloniales de Caracas, para finalmente precipitarnos en la Euskadi reprimida, oscura y lluviosa. En cada tránsito, la trompeta abre una puerta y nos entrega otra emoción, como si el tiempo entero pudiera comprimirse en una melodía.


La banda sonora compuesta por Aitor Etxebarria es la que termina de dar forma a esa máquina del tiempo: no solo acompaña, sino que nos transporta de una época a otra y de un lugar geográfico a otro. Su música respira con los personajes, deja espacio a los silencios y sabe cuándo estallar en intensidad. Gracias a Etxebarria, la película encuentra un latido que une lo íntimo y lo épico, lo histórico y lo poético, convirtiendo el viaje de Karmele y Txomin en una experiencia sensorial total.


Karmele se inscribe en la tradición del gran cine europeo de amores atravesados por la Historia. Como sucedía en Cold War de Pawlikowski, aquí también es la música la que marca los compases de un amor que sobrevive a la distancia, al exilio y a la represión. En ambas películas, cada acorde es más que acompañamiento: es memoria compartida, pasaporte y latido. Pero si Cold War respiraba en blanco y negro, atrapada en la imposibilidad romántica de su tiempo, Karmele estalla en color y amplitud, con escenarios que van de París a Caracas y de Caracas a Euskadi, recordándonos que la belleza también puede ser resistencia y que algunos amores, incluso los más heridos, se convierten en patria.


Lo que Altuna nos entrega no es solo un relato de época, sino una reflexión atemporal: que los cuentos de hadas no son siempre historias de princesas salvadas, sino de mujeres que eligen sostener la vida incluso cuando el mundo se desmorona; que los héroes no llevan capa, sino trompeta; que el amor, cuando se conjuga con la dignidad, se convierte en una patria secreta.


Y sin embargo, más allá del exilio y de las pérdidas, Karmele deja en el aire la certeza de que hay amores que desafían al tiempo y a la Historia. Como una melodía que se resiste a apagarse, la vida de Karmele y Txomin nos recuerda que la verdadera patria no es un lugar en el mapa, sino el latido compartido, la complicidad que sobrevive a las tormentas. El espectador sale con el corazón herido y al mismo tiempo ensanchado: convencido de que la belleza, cuando se conjuga con la ternura y con la lucha, es capaz de vencer incluso al olvido.


Xabier Garzarain 

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