“La Romería:”la memoria como herida y como reconciliación.
Carla Simón ha convertido su cine en un mapa íntimo de la memoria. Estiu 1993, con la infancia huérfana aprendiendo a nombrar la pérdida, y Alcarràs, con la familia, la tierra y la herencia, trazaban ya una ética de lo cotidiano, una forma de mirar sin subrayados, confiando en los silencios y en el temblor de lo real. La Romería es el tercer movimiento de esa sinfonía familiar: la pieza donde la historia personal se cruza con la historia social, Galicia, la heroína, el sida, el estigma, y donde el cine se atreve a entrar en zonas que el pudor familiar a veces borra de las fotografías. Seleccionada en la Competición de Cannes 2025 y estrenada en España el 5 de septiembre de 2025, la película ha confirmado a Simón como una de las miradas europeas más firmes de su generación, e incluso ha entrado en la terna preseleccionada por la Academia española para representar a España en los Oscar.
Hay un hilo que conecta los tres largometrajes de Simón: la reconstrucción de la propia biografía y de la generación de los padres, pero sin caer en el autobiografismo de plató. Es una ética documental incrustada en la ficción. En La Romería ese gesto se afila: la directora parte de materiales íntimos, cartas y un diario materno, y reescribe la herencia con una protagonista que hace las preguntas que nunca se hicieron en voz alta. La cineasta lo ha explicado sin grandilocuencia: leer aquellas cartas fue sentir que conocía a su madre de verdad, y filmar en Vigo, donde sus padres vivieron su historia, tuvo algo de rito reparador. Esa decisión de volver a los lugares exactos de la memoria no es una mera localización, es el centro emocional del proyecto.
La premisa se formula con sencillez: en 2004, Marina viaja a Vigo para conocer a la familia de su padre biológico, muerto de sida como su madre cuando ella era niña. Lo que encuentra es un muro de vergüenza y silencios: tíos, tías y abuelos que prefieren no remover el pasado porque allí están la droga, la culpa, el qué dirán. El guion, también de Simón, evita el giro dramático convencional para optar por una estructura de capas: cada visita, cada conversación y cada objeto, una foto descolorida, un vaso heredado, una página del diario, suma información; no como pistas de thriller sino como destellos de memoria que exigen del espectador una participación activa. La película respira en presente, yuxtaponiendo el trabajo emocional de Marina con un fuera de campo social que asfixia: la Galicia posmovida, la ola tóxica de la heroína, el estigma del VIH. La familia lo ha convertido en tabú privado, y la cineasta lo devuelve al centro del relato. La inclusión de momentos casi musicales, evocaciones más que números en sentido clásico, potencia la idea de que cuando faltan palabras el cuerpo recuerda de otra manera.
Simón trabaja con una mezcla muy suya de intérpretes profesionales y rostros nuevos. Llúcia Garcia compone una Marina elocuente en lo callado: su mirada es archivo, sospecha y desvelo, y su cuerpo registra en miniatura el deshielo con los parientes. Mitch, como Nuno, el primo que se convierte en aliado, aporta luz y horizontalidad: su presencia desarma la solemnidad y abre a Marina una vía para imaginar a sus padres desde el amor, no solo desde el expediente del dolor. Tristán Ulloa, en el papel de Lois, condensa con sutileza al adulto atrapado entre la culpa y el deseo de proteger el honor familiar; sus escenas mínimas y tensas le dan espesor moral al relato. Janet Novás como Xulia y Celine Tyll como Denise aportan registros diferentes pero igualmente veraces, mientras que Miryam Gallego como Olalla y José Ángel Egido como el abuelo representan con fuerza dos polos: la resistencia a verbalizar el pasado y el peso pétreo de la represión. Ninguno busca un momentazo de lucimiento, todos suman capas de verosimilitud.
La música de Ernest Pipó es discreta, porosa, como si quisiera entrar y salir de las escenas con la misma fragilidad de los recuerdos. Son cuerdas tenues, motivos sostenidos que acompañan sin subrayar. Cuando la película se abre a lo coreográfico, la partitura cambia de función: no ilustra la emoción, la convoca, pide al espectador que se deje arrastrar por una memoria encarnada en el cuerpo.
La fotografía de Hélène Louvart, una de las miradas más sensibles del cine europeo, convierte la luz atlántica en un personaje más. Sus grises lechosos, los cielos bajos, los interiores de penumbra con destellos de ventana, generan un clima más que una postal. La cámara busca siempre la proximidad al rostro sin fetichismo y el cuidado por los espacios domésticos. Vigo aparece como memoria encarnada, no como decorado.
El trabajo de arte de Mónica Bernuy y el vestuario de Anna Aguilà reconstruyen 2004 con una precisión que no grita época. La hace presente. Muebles con vida, vajillas desparejadas, fotos veladas, camisetas, cazadoras y pendientes que llevan escritura social encima. El rodaje de las Festas do Carme en la Praza de Almeida del Casco Vello obligó a la ciudad a viajar en el tiempo: no fue solo una recreación cromática, sino la restitución de una atmósfera colectiva.
La película se rodó en Vigo en verano de 2024. Simón subrayó la dimensión casi ritual de filmar en los lugares donde sus padres habían vivido. Se trabajó con rostros locales, se mezclaron lenguas, castellano, catalán, gallego y francés, y hubo que limpiar el paisaje de señales contemporáneas para reconstruir 2004. En palabras de la propia directora, volver a esos espacios fue místico: la puesta en escena es, literalmente, un acto de duelo y de restitución.
La Romería dialoga con el propio cine de Simón, con su trilogía familiar, pero también con linajes más amplios. Se relaciona con los diarios íntimos filmados como The Souvenir de Joanna Hogg, con el cine del sida en clave doméstica frente a la militancia de 120 BPM, con las crónicas gallegas de la droga que van de Heroína a Fariña, y con el realismo poético de Alice Rohrwacher o Lucrecia Martel, sin copiar a nadie, absorbiendo influencias para devolverlas en clave propia.
Tras su estreno en Cannes, la película fue recibida con entusiasmo por la crítica internacional, destacando su distinción visual y su piedad sin azúcar. Ha pasado por festivales como Sydney, Sarajevo, Nueva York y Londres, y en España la distribuye Elástica. Ha sido preseleccionada junto a Sirât y Sorda para representar a España en los Oscar, confirmando que hay un público global dispuesto a escuchar historias locales si están contadas con verdad.
La Romería no es una investigación para resolver un misterio, sino un proceso de sanación, de reconciliación. Marina no resuelve un enigma, aprende a habitar una historia que otros prefirieron tapar. Ese aprendizaje, hecho de incomodidades, ternuras y pequeños actos de valentía, es el corazón de la película. Simón no moraliza a los padres, los vuelve humanos, y al hacerlo desactiva el veneno del estigma. El film ofrece una salida ética: no heredamos culpas, heredamos relatos, y los relatos, si se miran con amor y rigor, se pueden reescribir.
En lo real, la película nos recuerda que el sida y la heroína no fueron fallos individuales, sino fenómenos atravesados por la época, la clase, la desinformación y el miedo. Nombrarlos en familia es una forma de cuidado. En lo filosófico, La Romería propone una memoria no como museo, sino como acto vivo. Cada gesto presente modifica la lectura del pasado. Como quien camina en una romería, el sentido no está solo en llegar, está en la marcha, en las manos que te sostienen, en el rumor de quienes ya no están y sin embargo te acompañan. Cuando Marina por fin puede decir “estos fueron mis padres” sin bajar la voz, el espectador entiende que el cine ha cumplido su tarea: ha puesto luz donde había silencio.
Xabier Garzarain

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