“Nuremberg”:el juicio que nunca termina.

 James Vanderbilt, uno de los guionistas más reputados de Hollywood —Zodiac, The Amazing Spider-Man, White House Down, Truth— ha trabajado durante años diseccionando el poder, la verdad y sus deformaciones. Si Zodiac era su mirada al periodismo obsesionado con un asesino en serie y Truth su exploración del periodismo acorralado por la política, Nuremberg es la culminación natural de esa trayectoria: el momento en que Vanderbilt da el paso definitivo para dirigir su propia visión de un episodio que no solo pertenece a la Historia, sino que sigue proyectando su sombra sobre nuestro presente. No es casual que haya elegido este tema en 2025, cuando los discursos extremistas vuelven a crecer y los revisionismos históricos intentan blanquear atrocidades.



Lo que diferencia Nuremberg de otras aproximaciones al famoso juicio es su foco. Vanderbilt no se limita a reconstruir la sala del tribunal ni a dramatizar alegatos judiciales. Su cámara se adentra en las zonas grises del proceso: las celdas, los pasillos, los despachos, las miradas que no aparecen en las actas. Y sobre todo, se centra en un encuentro que podría parecer menor en términos institucionales, pero es decisivo en términos humanos: el del psiquiatra Douglas Kelley con Hermann Göring. Allí, en un espacio íntimo, sin público, se juega un partido igual de crucial que en la sala: el partido por la mente del enemigo.


Rami Malek compone a Kelley con una contención casi dolorosa. Es un hombre que llega a Nuremberg convencido de su rol científico, armado con test de Rorschach y cuestionarios, y poco a poco descubre que está metido en un terreno mucho más resbaladizo: un campo minado moralmente. Malek abandona aquí sus gestos más teatrales para construir un personaje contenido, casi hermético, que habla menos con palabras que con silencios y respiraciones. Cada vez que entra en la celda de Göring, parece más pequeño, como si el aire se hiciera más denso.


Frente a él, Russell Crowe regresa al terreno del gran villano histórico, pero sin caricatura. Su Göring es seductor, brillante, astuto. Crowe logra transmitir en una misma escena la jactancia de un dirigente que todavía se cree superior y la vulnerabilidad del hombre acorralado que sabe que el tiempo se le acaba. Sus diálogos con Malek son auténticos duelos verbales, donde cada frase es una trampa, cada pausa un golpe psicológico. Son momentos de altísima tensión dramática que recuerdan al mejor cine judicial y al mejor thriller psicológico.


El reparto secundario no es mero decorado: Michael Shannon, con su intensidad característica, da vida a un oficial aliado que encarna la frustración del aparato judicial ante la astucia de los acusados; Richard E. Grant aporta la mirada diplomática y cínica de un sistema que quiere justicia pero también necesita cerrar heridas; Leo Woodall, emergente, pone rostro a una generación de jóvenes oficiales que aún creen en los ideales por los que lucharon. Incluso papeles más pequeños —John Slattery, Colin Hanks, Wrenn Schmidt— están delineados con precisión para reforzar el mosaico humano de ese momento histórico.


El guion, escrito por Vanderbilt junto a Jack El-Hai, no cae en el exceso didáctico ni en el sentimentalismo. Comprende que la gran pregunta no es “qué hicieron” (eso ya lo sabemos), sino “cómo justificaron lo que hicieron” y “cómo miramos nosotros ese espejo”. Kelley, en el fondo, es nuestro alter ego: el espectador que escucha al monstruo y, al hacerlo, se pregunta hasta dónde llega la comprensión antes de convertirse en complicidad. Aquí resuena Hannah Arendt y su tesis de la banalidad del mal: Nuremberg muestra que el mal no siempre es un ogro de caricatura; a veces es un hombre de uniforme hablando con voz suave.


El ritmo narrativo es otro de los grandes aciertos. En 150 minutos, la película nunca se siente plomiza. El montaje alterna los interrogatorios íntimos con las escenas del juicio, las tensiones políticas entre aliados y las dudas personales de Kelley. Vanderbilt utiliza el crescendo dramático: cada sesión con Göring parece un paso más hacia un abismo moral. Al llegar al tramo final, el espectador ya no solo quiere saber la sentencia judicial, sino también cuál será la “sentencia” interna del psiquiatra.


La fotografía de Dariusz Wolski es, sencillamente, magistral. Acostumbrado a grandes producciones (The Martian, News of the World, Pirates of the Caribbean), aquí Wolski reduce la escala para trabajar la luz como discurso. En las salas del tribunal, los encuadres son amplios, geométricos, fríos; en las celdas, la cámara se acerca, las sombras se alargan, los rostros se fragmentan. Cada rayo de luz parece un bisturí que corta la escena. Es una fotografía que no busca embellecer el pasado, sino revelarlo en su gravedad.


El trabajo de arte y atrezo merece mención aparte. Uniformes, documentos, mesas, papeles, sellos, insignias: todo está recreado con una precisión casi obsesiva, pero sin la rigidez de la maqueta. El espectador siente que está dentro de un espacio vivo, no de un museo. Esa autenticidad refuerza la tensión dramática: no estamos viendo “reconstrucciones”; estamos viendo un momento que podría estar ocurriendo ahora mismo.


La música de Brian Tyler es uno de los elementos más sorprendentes. Conocido por partituras de gran músculo en películas de acción, aquí opta por cuerdas bajas, metales apagados y silencios. El silencio, de hecho, es tratado como un tercer personaje. Hay escenas enteras donde no suena música y, sin embargo, el peso del silencio es más inquietante que cualquier crescendo orquestal. Esta elección refuerza la idea de que Nuremberg no es espectáculo, sino examen.


En cuanto a sus relaciones con otras películas, Nuremberg dialoga directamente con Judgment at Nuremberg (Stanley Kramer, 1961), pero también con thrillers judiciales como El veredicto de Lumet y con dramas psicológicos contemporáneos como The Zone of Interest o El hijo de Saúl. Como en ellas, la cámara se aleja del campo de batalla para explorar el campo de la conciencia.


El contexto histórico y actual es el gran subtexto: Vanderbilt estrena esta película en un momento en que los populismos y extremismos resurgen, en que las redes sociales difunden teorías revisionistas y discursos de odio. Nuremberg no es solo un viaje al pasado, sino una advertencia para el presente: los juicios de 1945-46 no cerraron nada definitivamente; solo pusieron por escrito la lección que deberíamos haber aprendido. La película nos pregunta si de verdad la hemos aprendido.


La conclusión es devastadora y esperanzadora al mismo tiempo. Devastadora porque muestra que el mal puede ser inteligente, encantador y eficiente. Esperanzadora porque también nos recuerda que la justicia —imperfecta, tardía, frágil— es posible, y que hay personas que, como Kelley, se enfrentan a los monstruos para intentar entenderlos sin rendirse a ellos. Vanderbilt no entrega moralejas simplonas; nos entrega un espejo. El juicio de Nuremberg no terminó en 1946: sigue ocurriendo dentro de nosotros cada vez que elegimos mirar o no mirar, actuar o no actuar.


Nuremberg es, así, mucho más que un drama judicial histórico. Es un thriller moral sobre el poder, la fascinación del mal y la responsabilidad de comprenderlo sin justificarlo. Es una obra que reclama un lugar junto a las grandes películas que han intentado filmar la Historia no como un álbum de estampas, sino como un dilema vivo. Y, sobre todo, es una advertencia envuelta en cine: la memoria no es un monumento, es un ejercicio cotidiano.


En tiempos donde los discursos autoritarios vuelven a ganar terreno en el mundo, Nuremberg nos recuerda que los juicios de 1945-46 no fueron un cierre, sino una advertencia. La pregunta que lanza, con crudeza y belleza fílmica, es si estamos preparados para escuchar esa advertencia y actuar en consecuencia.


Xabier Garzarain 

Comentarios

Entradas populares de este blog

“Sirat”: un puente invisible entre la pérdida y el misterio.

“Emilia Pérez: Transformación y poder en un juego entre el crimen y la identidad”

“La Sustancia”: Jo que noche.