“ Ya no quedan junglas”: cuando la ciudad se convierte en selva.

 Hay películas que no se conforman con entretener. Te toman de la mano, te meten en una habitación oscura y no te sueltan hasta que miras lo que no querías mirar. Ya no quedan junglas es una de esas películas: un thriller que se disfraza de suspense para hablar de soledad, dignidad, pérdida y violencia. Un relato que convierte un ritual íntimo —los jueves de un viejo y una prostituta— en una declaración contra el olvido.



Gabriel Beristain dirige con el pulso de quien lleva toda una vida estudiando la luz. Se nota su trayectoria como director de fotografía: aquí cada sombra tiene intención, cada neón está colocado como una cicatriz y cada penumbra confiesa lo que los personajes callan. No hay exceso ni pirotecnia visual; hay encuadres que respiran, que escuchan, que nos dejan entrar en la mente de un hombre que ya no tiene nada que perder. El suspense de Beristain no nace de la acción, sino del silencio: del momento en que el Gentleman decide si sigue siendo humano o se deja arrastrar por la violencia.


Ese Gentleman es Ron Perlman, inmenso en su contención. No interpreta al héroe crepuscular ni al vengador invulnerable: es un cuerpo gastado, un rostro cansado que se ilumina solo cuando Olga aparece. Con gestos mínimos y silencios prolongados, Perlman compone un personaje inolvidable: el hombre que lo ha perdido todo y que, aun así, encuentra en un ritual diminuto la única razón para seguir vivo. Frente a él, Natti Natasha da vida a Olga con una mezcla de ternura y fuerza que evita cualquier cliché. Ella no es un símbolo, es una mujer real, con fragilidad y dignidad, y por eso su ausencia resuena como un vacío imposible de llenar.


En el terreno policial, Megan Montaner y Hovik Keuchkerian sostienen con solidez los roles de agentes que investigan el crimen. Sus personajes encarnan el rostro de un sistema que llega tarde, que nunca protege lo suficiente, y lo hacen con naturalidad, sin sobreactuar. Karra Elejalde, como amigo inseparable del Gentleman, aporta humanidad y complicidad: su figura es el contrapunto emocional, esa voz cercana que nos recuerda que incluso en la desesperación hay lugar para la lealtad.


El mundo del crimen tiene aquí rostros nítidos y poderosos. Itziar Ituño domina cada plano como dama del narcotráfico, elegante y feroz, con una presencia magnética que hiela y seduce al mismo tiempo. Unax Ugalde y Diego Anido, como los abogados asesinos, encarnan la impunidad con traje caro: uno más inquietante, otro más calculador, ambos recordándonos que la violencia también se ejerce desde los despachos. En el terreno de los sicarios, Marco de la O impone peligro solo con aparecer; cada gesto suyo convierte la pantalla en amenaza. Y a su lado, Damián Alcázar encarna al segundo secuaz, más mundano, menos pulido, pero igualmente atrapado en la maquinaria del crimen, completando un retrato coral de brutalidad y decadencia.


El guion de Juma Fodde y Teresa Trasancos, adaptando la novela de Carlos Augusto Casas, entiende que la venganza no es un fogonazo de adrenalina, sino una construcción paciente. La primera mitad muestra con delicadeza el refugio de los jueves, ese teatro íntimo donde dos personajes se inventan otra vida. La segunda despliega la arquitectura de la represalia, paso a paso, sin efectismo gratuito. Aquí la violencia no se glorifica: pesa, incomoda, deja cicatrices.


El ritmo es uno de los grandes aciertos. Noventa minutos exactos, medidos con precisión quirúrgica. La película nunca se alarga ni se precipita: cada escena sabe cuánto durar, cada secuencia respira lo justo antes de apretar. El suspense nace de lo que intuimos, no de lo que se nos grita, y eso es lo que hace que el clímax final golpee más fuerte: porque llega sin artificios, con la contundencia de lo inevitable.


La fotografía convierte la ciudad en una jungla de cemento: calles que devoran, bares que envejecen, portales húmedos donde todo parece posible. El atrezzo habla por sí mismo: un bolso, una llave, una taza, un arma. Son objetos cargados de memoria, más elocuentes que mil palabras. La música es discreta y sabia: entra como un susurro, se retira en los momentos decisivos y deja que los silencios sean el verdadero eco del dolor.


Como thriller, la película dialoga con títulos como You Were Never Really Here o el noir europeo tardío, donde la violencia no es redención sino espejo. Aquí no hay fantasía de justiciero: hay un retrato moral que incomoda y obliga a pensar. Que los sospechosos sean abogados no es casualidad: el film apunta con precisión a la impunidad sofisticada, la que no lleva pistola sino pluma.


La película no termina con un acto de redención, sino con un hombre que descubre que vengar a Olga no lo convierte en héroe, sino en alguien que vuelve a sentir la respiración de la vida. El gesto no es épico: es íntimo. En un mundo donde las ciudades han sustituido a las junglas, donde la indiferencia nos convierte en espectadores pasivos del mal, el Gentleman decide no resignarse. Rompe el letargo de los días tachados en un calendario, de esa rutina que nos mata antes de morir, y elige actuar.


Su venganza no arregla nada, pero le devuelve algo que había perdido: la sensación de estar vivo, de que todavía cuenta, de que todavía puede hacer que los días signifiquen algo. Esa es la lección más incómoda y más bella de la película: que incluso cuando todo parece acabado, aún podemos ejercer la justicia —aunque sea a nuestra manera—, y que lo contrario a la vida no es la muerte, sino la renuncia a sentir.


Ya no quedan junglas se cierra así con una verdad brutal: las junglas de hoy son las ciudades, donde nos hemos acostumbrado a convivir con la violencia, con la injusticia y con la indiferencia. El Gentleman nos recuerda que lo peor no es perder la batalla, sino dejar de luchar; que lo verdaderamente inhumano no es la muerte, sino pasar por la vida como si ya estuviéramos muertos. Y esa certeza, incómoda y luminosa a la vez, es lo que convierte esta película en una experiencia que no se olvida.


Xabier Garzarain 

Comentarios

Entradas populares de este blog

“Sirat”: un puente invisible entre la pérdida y el misterio.

“Emilia Pérez: Transformación y poder en un juego entre el crimen y la identidad”

“La Sustancia”: Jo que noche.