“Sentimental Value”:la herencia como herida y legado.

La filmografía de Joachim Trier se ha construido como un mapa de emociones contemporáneas, un territorio donde memoria, deseo y vacío conviven en frágil equilibrio. Desde Reprise hasta The Worst Person in the World, pasando por Oslo, 31 de agosto y Thelma, Trier ha demostrado una habilidad singular para captar el instante en que la intimidad se convierte en revelación política y en que las decisiones mínimas trazan un destino. Con Sentimental Value alcanza un grado de madurez distinto: se adentra en el terreno del cine dentro del cine para radiografiar no sólo las relaciones familiares sino también los modos en que el arte devora, transforma o salva a quienes lo practican.



El argumento es simple en su superficie, pero cargado de dinamita emocional: Nora y Agnes, dos hermanas unidas por un vínculo complejo y desigual, se reencuentran con su padre Gustav, un cineasta legendario que todavía ejerce un carisma devastador. Gustav ofrece a Nora, actriz de teatro, un papel en su regreso al cine. Ella lo rechaza, reclamando un espacio propio, y pronto descubre que su padre ha entregado ese mismo papel a una joven actriz estadounidense, una estrella emergente. Con este gesto, aparentemente trivial, el orden interno de la familia se resquebraja: la decisión expone resentimientos guardados, heridas antiguas y la dolorosa evidencia de que el amor y el poder, en este núcleo, han sido siempre dos caras de la misma moneda.


El guion, escrito por Trier junto a Eskil Vogt, se articula como un tejido de capas. Cada escena funciona tanto en el plano literal como en el simbólico. Los diálogos, afinados hasta la respiración, no buscan lucimiento literario sino verdad. Un “estoy orgulloso de ti” dicho con media sonrisa funciona como abrazo envenenado; un “haz lo que quieras” lleva incorporada la obligación tácita de obedecer. La escritura captura el modo en que las palabras familiares, en lugar de sanar, hieren bajo la apariencia de ternura. El humor, siempre presente en el cine de Trier, surge como válvula de escape: no alivia, sino que desnuda el filo de la ironía en las relaciones donde cada gesto es también un ajuste de cuentas.


El reparto sostiene la complejidad con interpretaciones memorables. Renate Reinsve entrega a Nora con la misma profundidad emocional que ya desplegó en The Worst Person in the World, pero aquí con un registro distinto: la lucha no es contra el vértigo de las decisiones románticas, sino contra el peso de una herencia que amenaza con anular su identidad. Su cuerpo, su mirada y sus silencios transmiten la resistencia de alguien que se niega a ser material maleable en manos del padre. Elle Fanning, como la actriz estadounidense, elude la caricatura y ofrece un retrato de inteligencia instintiva: una joven que entiende pronto la dinámica en la que ha sido arrojada y que aprende a moverse entre las tensiones familiares sin renunciar a su propio brillo. Stellan Skarsgård, en la piel de Gustav, concentra la esencia del patriarca seductor y destructivo: un hombre capaz de envolver a todos con la calidez de su voz al mismo tiempo que marca los límites del escenario vital. Inga Ibsdotter Lilleaas como Agnes aporta el contrapunto necesario, la hermana que observa desde la aparente periferia pero cuya presencia mantiene la balanza moral de la historia. Cory Michael Smith, Catherine Cohen y Jesper Christensen enriquecen la textura coral, dibujando con precisión los satélites que orbitan en torno a la familia y al rodaje.


El ritmo narrativo responde a la cadencia de una sinfonía en movimientos. Trier combina escenas de tensión sostenida, donde el espectador percibe cada inflexión de las palabras como cuchillada, con momentos de expansión lírica que otorgan respiro: un ensayo teatral, un paseo nocturno, un instante en que la música sustituye al diálogo. El montaje fluye con naturalidad, pero introduce rupturas deliberadas que recuerdan que los personajes viven en un mundo de representaciones: lo privado se filma como si fuera ensayo, lo artístico se contamina de la vida.


La fotografía de Kasper Tuxen convierte los espacios en proyecciones del conflicto interno. Los interiores familiares aparecen bañados en tonos cálidos que transmiten acogida y opresión al mismo tiempo: el calor de un hogar donde cada objeto recuerda deudas emocionales. Los exteriores, más fríos y distantes, reflejan la dificultad de encontrar un espacio neutral donde escapar de la sombra paterna. Los espejos y las puertas entreabiertas se repiten como recursos visuales que traducen el desdoblamiento de los personajes: lo que muestran, lo que ocultan, lo que interpretan.


El diseño de producción y el atrezo refuerzan con sutileza la dualidad entre arte y vida. En la casa de Gustav, los premios y carteles de películas anteriores convierten cada estancia en museo personal; las cenas familiares ocurren bajo la mirada silenciosa de fotografías que recuerdan la gloria pasada del patriarca. En el set de rodaje, las cintas en el suelo, los focos y los storyboards a medio colgar marcan la imposición del orden del padre: el cine como prolongación de su autoridad. Frente a ello, los espacios de ensayo de Nora, desnudos y frágiles, revelan una práctica artística que es resistencia y búsqueda de autenticidad.


La música de Hania Rani funciona como pulso interior de la película. Su piano minimalista, sus motivos delicados, nunca invaden la emoción, sino que la acompañan desde el subsuelo. La partitura establece una dialéctica entre la contención y la intensidad: cuando la trama roza el desgarro, la música no se impone, ofrece oxígeno. La composición no conduce al espectador, lo acompaña, recordándole que la verdadera emoción surge de los cuerpos y las palabras, no de los violines que dictan cuándo llorar.


Sentimental Value dialoga con las grandes películas de cine dentro del cine, pero se aparta de la nostalgia complaciente. No busca celebrar los rodajes caóticos ni homenajear la mitología del oficio. Lo que pone en escena es el modo en que el arte se alimenta de las vidas privadas, cómo los vínculos más íntimos pueden ser utilizados como materia prima, y qué precio implica esa apropiación. El cine no aparece como espacio de magia, sino como campo de batalla donde se dirimen amor, poder y herencia.


La conclusión a la que conduce Trier es clara: el amor sin responsabilidad no es amor, sino poder disfrazado. La autoridad artística, cuando no se acompaña de cuidado, se convierte en mecanismo de dominio. Crecer bajo la luz de un padre que no concede sombra propia obliga a reinventar la relación entre herencia y libertad. Nora encarna esa necesidad de afirmar una voz sin pedir permiso al patriarca; Agnes muestra la alternativa silenciosa pero firme de resistir desde los márgenes; la joven estrella estadounidense ilustra cómo la transparencia puede ser táctica de supervivencia.


En definitiva, Sentimental Value es una obra de madurez que afirma que el arte no justifica el sacrificio de las personas que lo sostienen. Es una película que desnuda las dinámicas familiares con la misma precisión con que disecciona los mecanismos de la creación cinematográfica. Y, sobre todo, transmite que la verdadera libertad nace cuando uno aprende a separar el legado del padre de la voz propia, cuando decide dejar de ser material en manos de otro y se atreve a escribir su propio guion.


Joachim Trier entrega aquí un retrato demoledor y luminoso de lo que significa heredar un amor envenenado y, al mismo tiempo, encontrar en esa herencia la fuerza para transformarla en otra cosa. El valor sentimental no se encuentra en los recuerdos enmarcados, ni en los premios, ni en la memoria oficial. Se encuentra en el instante en que alguien decide ser él mismo, aunque tiemble. Ese es el verdadero legado que deja la película.


Xabier Garzarain 

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