“Six Days in Spring:”la fragilidad luminosa de Joachim Lafosse.
El director belga Joachim Lafosse vuelve a competición en la Sección Oficial del Festival Internacional de San Sebastián en su 73ª edición con Six jours ce printemps-là. No es un recién llegado: ya ganó la Concha de Plata a la mejor dirección en Donostia con Les Chevaliers Blancs y, con esta nueva película, suma de nuevo la Concha de Plata a la mejor dirección, además del premio al mejor guion. Su regreso confirma a Lafosse como un autor fiel al festival y como uno de los grandes cronistas de la intimidad quebrada en el cine europeo contemporáneo.
La trayectoria de Lafosse ha estado siempre marcada por la voluntad de explorar las grietas de lo familiar y lo íntimo. Desde sus primeras obras hasta El hijo (L’Enfant), que lo situó en el mapa, y títulos tan intensos como A perder la razón (À perdre la raison) o Las invasiones cotidianas, ha abordado una y otra vez las tensiones entre amor, dependencia, culpa y libertad. Su cine nunca ha buscado la espectacularidad externa, sino el filo interno: ese punto donde lo cotidiano se torna insoportable, donde la emoción se vuelve campo de batalla. En Six Days in Spring retoma esa tradición, pero con un aire más depurado, casi minimalista, que recuerda a un Lafosse en plena madurez creativa.
La historia parte de una premisa sencilla, casi frágil: Sana, madre que atraviesa una mala racha, quiere que sus gemelos tengan unas vacaciones de primavera dignas de recordar. Al fracasar sus planes, decide improvisar y ocupa sin permiso la villa de lujo de sus exsuegros en la Riviera francesa. Durante seis días de sol, juegos y aparente felicidad, se instala un espejismo: el paraíso prestado que, a la vez, marca el fin de la inocencia. La tensión dramática no surge de un gran acontecimiento, sino de la certeza de que todo es temporal, de que la felicidad construida sobre el silencio y la mentira no puede sostenerse.
El guion, firmado por Lafosse junto a Chloé Duponchelle, funciona como un lienzo casi invisible. No se apoya en giros espectaculares ni en grandes discursos, sino en lo que calla y en lo que deja en el aire. La escritura de Lafosse se parece a su puesta en escena: retira todo exceso y deposita en el espectador la responsabilidad de leer entre líneas. Esa renuncia a la obviedad convierte cada gesto, cada silencio, cada mirada en material dramático de primer orden.
El ritmo de la película es hipnótico. Lafosse, fiel a su estilo, apuesta por planos largos, cadencia contenida y una cámara que observa con distancia justa, sin inmiscuirse, pero sin apartarse nunca. Esa paciencia en la observación, heredera de la tradición del cine europeo de los Dardenne o de Maurice Pialat, le permite capturar lo efímero: la carcajada de un niño, el gesto cansado de una madre, la belleza fugaz de un día soleado que ya empieza a oscurecerse.
Las interpretaciones son uno de los grandes logros de la película. Eye Haidara, como Sana, entrega un retrato complejo de maternidad. En su rostro conviven la ternura y el miedo, la ilusión de regalar felicidad a sus hijos y el desgarro íntimo de saber que todo lo que ofrece es robado. Sus registros son sutiles, sin aspavientos, y por eso resultan tan veraces. Los gemelos Leonis y Teodor Pinero Müller son una revelación: su espontaneidad frente a la cámara, su forma de jugar, de callar, de mirar, aportan autenticidad pura. Lafosse logra extraer de ellos un naturalismo que recuerda a lo mejor del cine de infancia en Europa, desde Ponette de Jacques Doillon hasta las películas de los Dardenne. Jules Waring, en un papel más contenido, representa la frontera de lo prohibido, la voz de un mundo adulto que no perdona.
La fotografía de Jean-François Hensgens es otro pilar. La villa de la Riviera se presenta como un escenario idílico: cielos azules, piscina resplandeciente, jardines verdes. Una luz casi publicitaria, limpia y seductora. Pero bajo esa postal se esconde una vibración inquietante: cada plano está atravesado por la conciencia de que todo es prestado, de que esa belleza no pertenece a los protagonistas. La luz se convierte en metáfora: aquello que ilumina también ciega, aquello que brilla anuncia su propia caducidad. Es un recurso que recuerda, por momentos, a Force Majeure de Ruben Östlund, donde la naturaleza y el entorno funcionan como juez implacable.
La música se mantiene discreta, casi oculta, dejando espacio a la sonoridad del lugar: chapoteos en la piscina, pasos en corredores silenciosos, el viento rozando los árboles. El silencio funciona aquí como partitura emocional, marcando los contrastes entre momentos de euforia y momentos de angustia. Ese uso del sonido refuerza la sensación de tiempo suspendido: seis días que parecen un paréntesis fuera del mundo, pero que al mismo tiempo avanzan inexorablemente hacia un final inevitable.
El atrezo y los objetos cotidianos tienen un papel narrativo fundamental. La villa, con sus muebles de diseño y su orden impoluto, encarna el lujo ajeno, la vida a la que no se tiene derecho. Los juguetes improvisados de los niños, dispersos en un espacio que no les pertenece, son la metáfora perfecta de la inocencia en terreno prestado. Todo el decorado grita “temporal”, “prestado”, “a punto de desaparecer”, y en ese grito silencioso se concentra el corazón de la película.
Comparada con otras obras del género, Six Days in Spring establece un diálogo con cineastas que han explorado lo doméstico como espacio de tensión. Está la huella de Chabrol, siempre atento a los vínculos entre familia y poder; está el eco lejano de La Ciénaga de Lucrecia Martel, con su representación de lo familiar como microcosmos en decadencia; está la sombra de los Dardenne, en el retrato austero de la infancia. Pero Lafosse aporta su propia marca: un humanismo implacable que combina ternura y devastación en un mismo plano.
Lo que Lafosse transmite con esta película es claro: la inocencia es un territorio frágil, condenado a perderse. La precariedad no solo vacía bolsillos, también roba certezas, corroe vínculos y obliga a improvisar gestos desesperados. Y, a pesar de todo, esos seis días robados en primavera son un tesoro: una chispa de luz antes de la tormenta, un refugio que, aunque efímero, queda grabado para siempre en la memoria de unos niños.
La conclusión no es amarga, aunque duela. Lafosse nos recuerda que la felicidad existe, pero rara vez está garantizada. Que lo más luminoso de la vida a menudo surge en los márgenes, en los intersticios de lo permitido. Y que, como espectadores, también somos cómplices: deseamos que Sana y sus hijos disfruten de esos días, aunque sepamos que están edificados sobre una mentira.
Six Days in Spring es, en última instancia, un poema sobre la fragilidad y la resistencia: sobre la belleza de los momentos robados y la crudeza de las consecuencias. Una obra que, pese a su brevedad (apenas 94 minutos), se siente inmensa por dentro. Y una confirmación de que Lafosse, al volver a Donostia y a su propio territorio creativo, ha entregado una de sus películas más hondas y universales.
Xabier Garzarain

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