“Aroa Berria”:la utopía después de la huelga.
La trayectoria cinematográfica de Irati Gorostidi Agirretxe, aunque todavía breve, ha estado marcada por una obsesión constante: explorar la memoria colectiva, la dimensión política de lo cotidiano y la capacidad de las imágenes para iluminar huecos en la historia reciente del País Vasco. Sus primeros cortometrajes —entre ellos San Simón 62 o Euritan— ya mostraban un interés por retratar las tensiones entre lo personal y lo político, siempre desde una mirada íntima, sensible y nada panfletaria. A través de espacios concretos y personajes aparentemente anónimos, Gorostidi ha construido una filmografía en la que cada plano funciona como una ventana hacia una memoria que se resiste a ser olvidada.
Con Aroa Berria (Anekumen), la directora da un paso adelante y ambicioso: abandona el terreno del cortometraje y se sumerge en un largometraje que condensa y expande todas sus preocupaciones previas. Situada en Donostia en 1978, la película toma como punto de partida el fracaso de una huelga en una fábrica de contadores de agua. En lugar de quedarse en la crónica obrera, Gorostidi conduce la narración hacia lo que ocurre después de la derrota: un grupo de jóvenes que decide huir del desencanto industrial para reinventar su vida en una comuna en las montañas. La directora convierte este desplazamiento en un viaje hacia lo íntimo, lo espiritual y lo comunitario, un terreno donde lo político deja de ser consigna para transformarse en experiencia vital.
El título original, Anekumen, cobra aquí una fuerza especial. Procede del griego oikouménē, que significa “lo habitado, lo común, lo compartido”, y en euskera se utiliza con esa connotación de comunidad universal. No es un simple nombre: es una declaración de intenciones. La película, en efecto, busca preguntarnos qué ocurre cuando los individuos dejan de ser islas y se atreven a imaginar un modo de vida basado en lo colectivo.
El guion, escrito por la propia Gorostidi, se articula con una claridad contenida: cada escena busca la densidad emocional más que la explicación narrativa. El ritmo pausado, casi ritual, refleja la dificultad de los personajes para encontrar un sentido a su vida tras la derrota política. No hay épica de victoria ni derrota, sino un retrato de cuerpos cansados que buscan nuevas formas de respirar y de convivir.
El reparto sostiene con naturalidad esta atmósfera. Maite Ronse encarna con fuerza callada a una joven que encuentra en la comuna no tanto respuestas como un espacio para existir de otra manera. Óscar Pascual López aporta dureza y fragilidad a la vez, recordándonos que el cambio nunca es lineal, y Aimar Uribesalgo Urzlai encarna la duda como motor narrativo. Los secundarios —Jon Ander Urresti, Jan Cornet, Edurne Azkarate, Oliver Laxe y Javier Barandiaran— construyen un mosaico coral que evita jerarquías: cada gesto, cada mirada, forma parte de un tapiz colectivo.
La fotografía resulta esencial para el discurso de la película. La ciudad aparece gris, saturada de ruido y derrota, mientras que la montaña se abre como espacio de posibilidad. No es una naturaleza idílica, sino dura y exigente, que obliga a los personajes a enfrentarse a sí mismos y a reinventarse. El atrezo, trabajado con minuciosa autenticidad, refleja tanto la precariedad obrera como la vida improvisada de la comuna: desde la ropa gastada hasta los objetos colectivos que se convierten en símbolos de una vida alternativa.
La música, discreta y precisa, acompaña sin subrayar. Lo verdaderamente sonoro en Aroa Berria son las voces de los propios personajes, los cánticos compartidos, los silencios densos que se convierten en la verdadera banda sonora del film.
En cuanto a filiaciones cinematográficas, la película dialoga con el cine político europeo de los setenta, con Costa-Gavras o Ken Loach como referentes lejanos, pero se acerca más a la línea radical de Straub-Huillet y al pulso espiritual de Oliver Laxe. Como en Mimosas o O que arde, aquí la colectividad se funde con el paisaje en un intento por recuperar la dimensión sagrada de lo cotidiano.
Lo que la directora transmite con esta obra es claro y a la vez complejo: el fracaso político no es el final, sino el inicio de otra búsqueda. La película habla de la urgencia de construir sentido en un mundo desencantado, de la necesidad de colectividad frente al aislamiento, de la imposibilidad de separar lo íntimo de lo político. No hay moraleja, sino una pregunta que se nos devuelve como espectadores: ¿cómo queremos vivir juntos?
La conclusión de Aroa Berria (Anekumen) no es el cierre de un relato, sino la apertura de un espacio de reflexión. Gorostidi nos recuerda que los jóvenes del 78 no encontraron todas las respuestas, pero su intento por transformar la vida sigue siendo un gesto profundamente actual. La película es, en ese sentido, tanto un ejercicio de memoria como un llamamiento a imaginar futuros posibles.
Irati Gorostidi se confirma así como una de las voces más potentes y necesarias del nuevo cine vasco y europeo: rigurosa en la forma, radical en el fondo, capaz de convertir un episodio local en una pregunta universal. Con Aroa Berria, no solo firma su debut en el largometraje, sino que plantea una obra que permanecerá como referente en el cine histórico y político de esta década.
Porque lo que late bajo cada plano no es nostalgia, ni arqueología, ni siquiera melancolía: es la certeza de que en cada fracaso colectivo se esconde una semilla. Que aquellos jóvenes de 1978, al abandonar la fábrica y buscar refugio en la montaña, nos dejaron algo más que un recuerdo: nos dejaron una tarea. Aroa Berria nos mira directamente y nos susurra que aún no es tarde para reinventar la vida, para construir de nuevo lo común, para recordar que lo íntimo también puede ser revolucionario.
Y al salir de la sala, esa pregunta queda suspendida en el aire, como un eco que no se apaga: ¿qué vamos a hacer nosotros con nuestra propia derrota? Una pregunta que no señala al pasado, sino al presente. Porque en ella se condensa el verdadero mensaje de la película: que nuestras derrotas, individuales o colectivas, no tienen por qué ser un final. Pueden ser, también, un comienzo.
Xabier Garzarain

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