“Un fantasma en la batalla:”la luz en la sombra.
Un fantasma en la batalla llega con la responsabilidad de entrar en un terreno ya explorado recientemente por el cine español, y no cualquier terreno: el del infiltrado en ETA. Porque si hace apenas un año Arantxa Echevarría sorprendió con La infiltrada, una película que arrasó en los Goya y que convirtió a Carolina Yuste en la encarnación más premiada y mediática de esa figura, ahora es Agustín Díaz Yanes quien decide volver tras años de silencio para mirar esa misma herida con otra cadencia, otro pulso, otra temperatura narrativa. Y ahí está la diferencia esencial: donde Echevarría se inclinaba hacia un relato más directo, más visceral y con un ritmo cercano al thriller político de denuncia, Díaz Yanes opta por el susurro frente al grito, por la crónica íntima frente al alegato, por la memoria dolida frente al retrato de urgencia.
El regreso de Díaz Yanes, tras Oro, suena a ajuste de cuentas con el tiempo y con su propio cine. Desde Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto había demostrado que no le interesaba la violencia como espectáculo, sino como fractura moral. En Un fantasma en la batalla esa obsesión alcanza quizá su expresión más depurada: cada plano está al servicio de la pregunta de qué ocurre con alguien que vive demasiado tiempo bajo una máscara. No hay pirotecnia, no hay un decorado de acción, lo que hay es la erosión de una vida a fuego lento.
El ancla de la historia es Amaia, una Susana Abaitua en estado de gracia. Su interpretación es un viaje hacia dentro: más que palabras, transmite respiraciones, gestos fugaces, silencios que pesan toneladas. Amaia es la sombra de sí misma, alguien que empieza fingiendo y acaba atrapada en el papel, y Abaitua lo muestra sin subrayados, con una sobriedad que convierte cada mínima grieta en un terremoto. A su lado, Andrés Gertrúdix como el Teniente Coronel Castro aporta la rigidez de un militar que ve en ella una pieza de su ajedrez, y sin embargo deja filtrar la duda de si es consciente del precio humano de su estrategia. Iraia Elias compone a Begoña desde la naturalidad magnética que ya es marca de la casa, y logra que el espectador sienta la tentación, el riesgo, la cercanía de una amistad que puede estallar en cualquier momento. Ariadna Gil, Raúl Arévalo, incluso en apariciones más breves, aportan capas que impiden que ningún personaje caiga en la caricatura.
La trama se construye desde lo mínimo: llamadas telefónicas, cafés en bares anodinos, recorridos en coche por carreteras húmedas, conversaciones aparentemente triviales que en realidad son cuchillos de doble filo. El guion rehúye la tentación de lo espectacular y se decanta por la tensión de lo cotidiano, esa rutina que desgasta más que una persecución. El ritmo es deliberado, casi de reloj de arena, y en esa paciencia radica su poder: el espectador aprende a temer cualquier alteración del patrón, cualquier silencio prolongado, cualquier mirada sostenida más de lo necesario.
La fotografía de Paco Femenía cubre todo de un velo grisáceo, como si la película estuviera permanentemente envuelta en la llovizna vascofrancesa. No busca el contraste ni el dramatismo visual, sino una naturalidad húmeda que transmite opresión. El diseño de Alain Bainée y la dirección artística de Jaime Anduiza reproducen con un verismo brutal los escenarios de la clandestinidad: pisos impersonales, carreteras desiertas, bares que podrían estar en cualquier esquina. Todo habla de invisibilidad, de vidas que no quieren dejar huella. El vestuario de Saioa Lara también insiste en ese camuflaje: ropa que no dice nada, porque de eso se trata, de no ser visto.
La música de Arnau Bataller apenas se deja sentir. Está ahí como un rumor, una vibración contenida, una cuerda tensa que parece a punto de romperse pero nunca lo hace. Lo que manda es el silencio, un silencio lleno de respiraciones, de llaves en cerraduras, de pasos en la escalera. Es un diseño sonoro que se convierte en el verdadero hilo de suspense, mucho más eficaz que cualquier explosión o persecución.
Y si hay que hablar de películas hermanas, la comparación con La infiltrada es inevitable. Ambas parten de la misma raíz, pero los frutos son muy distintos: Echevarría hizo un cine de impacto inmediato, que buscaba conmover y remover conciencias desde el presente más político, mientras que Díaz Yanes construye un tapiz de memoria y desgaste que se siente más literario, más introspectivo, casi existencial. En esa diferencia está la riqueza del género: dos miradas sobre un mismo tema que no se anulan, sino que dialogan y amplían nuestro entendimiento de lo que significó infiltrarse en ETA.
Y cuando se apagan las luces, lo que queda no es solo la memoria de una operación encubierta, sino la huella de esos seres que, sin pertenecer al conflicto vasco, decidieron adentrarse en él para defender la libertad de otros. Amaia es una sombra que eligió cargar con un destino ajeno, aceptar un riesgo que no le correspondía y convertirlo en deber, en servicio, en causa. Son héroes sin nombre, fantasmas que caminaron en silencio, dispuestos a perderse a sí mismos para que los demás pudieran encontrarse. Y en ese sacrificio sin aplauso, en esa entrega sin testigos, hay una grandeza que el cine de Díaz Yanes capta con un respeto hondo: la grandeza de quienes, escondidos en la penumbra, sostuvieron la luz que aún hoy nos ilumina.
Xabier Garzarain

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