Un poeta: el eco de los sueños incumplidos.

 Simón Mesa Soto pertenece a esa rara estirpe de cineastas que logran convertirse en promesas cumplidas sin haber tenido tiempo de ser promesas. Con Leidi (2014), un corto de apenas veinte minutos, se llevó la Palma de Oro en Cannes; con Madre (2016) volvió a la Croisette, confirmando que lo suyo no era un golpe de suerte sino una voz genuina, áspera y tierna al mismo tiempo. Y cuando parecía que el listón ya no podía subir más, estrenó Amparo (2021), una película que capturaba con sobriedad y emoción la desolación de una madre en la Colombia de los años noventa. Desde entonces, Mesa ha estado en el radar de la crítica internacional como uno de los directores más prometedores de su generación. Lo interesante es que, en lugar de repetirse o recrearse en el prestigio, decidió dar un giro inesperado: con Un poeta abandona la solemnidad de lo social explícito para adentrarse en el territorio resbaladizo de la tragicomedia. Y ahí es donde su cine se hace más libre, más arriesgado y, paradójicamente, más honesto.

La historia parece sencilla: Oscar Restrepo, poeta venido a menos, alcohol en mano y autoestima en saldo, conoce a Yurlady, una adolescente de origen humilde con un talento natural para la palabra. Podría ser el inicio de un drama edificante al estilo clásico —el maestro desencantado que redescubre la vida a través de la alumna—, pero Mesa no cae en esa trampa. En su guion, escrito con bisturí, cada intento de “enseñanza” se convierte en un boomerang que le devuelve a Oscar su propia miseria. Es como si el director jugara a dinamitar la idea romántica del mentor literario, recordándonos que, muchas veces, detrás de la figura del sabio hay un narcisista con resaca. Y el humor surge precisamente de ahí: de la distancia entre lo que Oscar cree que es (un gran maestro incomprendido) y lo que la película nos muestra que es (un hombre que apenas puede con su sombra).


La actuación de Ubeimar Ríos es clave para que este juego funcione. No lo interpreta como un monstruo ni como un santo, sino como un ser humano patético y entrañable al mismo tiempo. Su forma de recitar versos, entre solemne y ridícula, provoca vergüenza ajena y ternura a partes iguales. Frente a él, Rebeca Andrade dota a Yurlady de una presencia que corta el aire: no necesita impostar, ni subrayar, ni mirar con arrobo al maestro. Sus silencios son más contundentes que los discursos de Oscar. La química entre ambos es de choque y fricción, no de admiración y legado. Y ahí está la chispa de la película: en esa guerra callada entre la experiencia fosilizada y la frescura que aún no sabe que lo es.


El ritmo narrativo se contagia de ese vaivén. Hay escenas que parecen avanzar con la lentitud de una resaca —un taller literario desganado, una lectura en un bar con cuatro gatos—, y de pronto una chispa cómica o un estallido emocional dinamitan la quietud. Mesa no se deja arrastrar por la urgencia del relato clásico: prefiere dejar que los silencios hablen, que las miradas se crucen, que la incomodidad se alargue hasta que el espectador no sepa si reír o taparse los ojos. Ese control del tiempo, heredado quizá de su experiencia en los cortos, convierte cada escena en un microcosmos donde puede pasar cualquier cosa.


La fotografía de Juan Sarmiento G. es otro de los pilares. No hay colorín ni postal de Medellín: los interiores de Oscar son un museo de fracasos —libretas apiladas, vasos repetidos, papeles que nadie leerá—, mientras los espacios de Yurlady están abiertos, llenos de aire y movimiento. La luz separa y une, como si dibujara en la pantalla la diferencia entre alguien que se ha encerrado en sí mismo y alguien que apenas empieza a descubrir el mundo. En paralelo, la música de Matti Bye aparece con la discreción de un cómplice que sabe cuándo retirarse: sus notas de piano no embellecen, sino que incomodan, como si cuestionaran los gestos de los personajes. Hay momentos en que la ausencia de música pesa más que cualquier partitura.


El vestuario y el atrezo, en apariencia mínimos, cuentan una historia paralela. La ropa arrugada de Oscar, siempre al borde de la dejadez, habla de un hombre que ha dejado de cuidar la forma porque ya no confía en el fondo. En cambio, la vestimenta de Yurlady, sencilla pero viva, transmite la dignidad de quien no necesita adornos para imponerse. Los objetos cotidianos —una fotocopia mal impresa, una libreta usada, un micrófono prestado— funcionan como pruebas materiales de una precariedad que no es decorado, sino parte esencial del relato.


Lo más fascinante es cómo Un poeta dialoga con otras películas. En Colombia, su vínculo más directo está con Víctor Gaviria, maestro en retratar la marginalidad con realismo ético y sin concesiones. Pero Mesa va un paso más allá: mientras Gaviria muestra el drama social en bruto, Mesa lo tiñe de ironía, casi de humor negro, para recordarnos que la tragedia y la farsa son dos caras de la misma moneda. En un plano más internacional, es inevitable pensar en Barton Fink de los Coen o en Birdman de Iñárritu, películas que cuestionan el mito del artista. Sin embargo, la diferencia es crucial: Mesa no se recrea en el artificio ni en el virtuosismo formal, sino que ancla todo en lo cotidiano, en lo pequeño, en lo que ocurre en una biblioteca de barrio o en un salón comunal. Esa decisión le da a la película un aire mucho más fresco y cercano.


Podríamos llegar a pensar que Un poeta se limita a ridiculizar al creador derrotado, pero lo que late en cada escena es algo más complejo: la paradoja de que enseñar es, muchas veces, aprender a callar; de que transmitir no siempre es guiar, sino apartarse. Oscar Restrepo, en su ocaso, lo descubre con una torpeza conmovedora: su legado no será el libro que nunca publicó, sino el espacio que deja para que Yurlady escriba los suyos. Y, al mismo tiempo, Mesa nos recuerda que incluso cuando hay buenas intenciones —cuando un profesor desea que su alumna cumpla el sueño de ser una gran poetisa— lo verdaderamente importante no es que los otros carguen con nuestras frustraciones, sino que ellos mismos puedan decidir qué significa para ellos la felicidad. Yurlady, con su frescura, parece tenerlo claro: quizás no quiera pasar la vida entera creando versos, sino formar una familia, casarse, tener hijos y vivir sin la angustia de la inspiración. Ese gesto, en apariencia sencillo, redefine lo que entendemos por éxito: no todos tenemos los mismos sueños, ni las mismas urgencias, ni las mismas batallas.


En esa revelación final está la hondura de la película: la felicidad no se impone ni se hereda como un legado artístico, sino que se escucha y se respeta. Y ahí, en ese cruce entre fracaso y semilla, entre renuncia y libertad, Un poeta nos deja con la certeza de que el arte no consiste en proyectar nuestras carencias sobre los demás, sino en aprender a mirar lo que cada uno desea ser.


Xabier Garzarain 

Comentarios

  1. ¡Fantástica crítica, Xabier! Soy Rick Deckard de twitter y quería dejarte un mensaje porque, tras leer tu texto, me ha parecido que merecía todos los elogios que pudiera darle. Comunicas de maravilla; da gusto leerte. Sobre la película, Mesa Soto deconstruye el mito del artista suicida, esclavo de sus lamentos y autodesprecio para crear, y lo reformula desde el amor y la responsabilidad del que toma control de su vida. Al final, Óscar recupera una parte del orgullo perdido en esa meta loable de servir como mentor para Yurlady y por el camino, aprende a ejercer de padre; no sin sus tropiezos u errores, pero siempre desde el corazón de poeta que tiene...y de ahí que termine con la fantástica canción de Jeanette. Una genialidad de Mesa Soto.

    P.D. ¡Me apunto el nombre de Gaviria!

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    1. Querido Rick,
      me ha encantado leer tus palabras y encontrar en ellas esa mirada apasionada y lúcida que compartimos los que seguimos creyendo en el cine como espejo y refugio. Tienes toda la razón: Mesa Soto logra reconciliar la herida con la esperanza, el talento con la humanidad, y lo hace sin impostura, desde un lugar muy hondo.
      Tu lectura del final, y esa mención a Jeanette, me ha emocionado especialmente: ahí está el alma del personaje, y quizá también la del propio director.

      Gracias por acompañar la crítica con tanta sensibilidad y por seguir defendiendo el buen cine con corazón y criterio.
      Un abrazo enorme,
      Xabier

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