“El cautivo”: la libertad que nace en la imaginación de Cervantes.

Alejandro Amenábar siempre ha sido un cineasta de preguntas profundas escondidas bajo envoltorios de género. Desde que sorprendió con Tesis en 1996, aquel thriller académico que era a la vez una reflexión sobre la violencia y la mirada, hasta Los otros, donde el terror gótico se convertía en una meditación sobre la ausencia y la fe, su cine se ha caracterizado por no conformarse con la superficie. Abre los ojos cuestionaba la percepción y la identidad; Mar adentro se sumergía en la dignidad y la elección frente a la muerte; Ágora reivindicaba la razón en un mundo devorado por la intolerancia; Mientras dure la guerra miraba de frente a la fractura política española desde la conciencia de la Historia. Amenábar nunca se ha repetido, pero siempre ha seguido una brújula clara: la búsqueda de sentido en territorios donde parece reinar el vacío o la oscuridad. El cautivo encaja en esa línea como una consecuencia inevitable. Aquí no hay fantasmas ni universidades ni atalayas filosóficas, pero sí hay un hombre que, enfrentado a la cadena y la amenaza de la muerte, encuentra en la narración un poder más fuerte que cualquier espada.



Cervantes aparece en esta película no como estatua de mármol ni como el mito consagrado de las letras, sino como un joven soldado, frágil y obstinado, que descubre su capacidad creadora en el peor de los escenarios. Julio Peña asume ese reto con una entrega que sorprende: lejos del artificio, construye a un Cervantes vibrante, vulnerable, con miedo y esperanza a partes iguales. Su mirada transmite tanto la fatiga del cautiverio como la chispa del narrador que no se resigna. Cada palabra que pronuncia a sus compañeros se convierte en acto de resistencia, y en sus gestos mínimos late ya la semilla del escritor que cambiará la literatura.


Al otro lado de la celda está Hasán, el Bajá de Argel, interpretado por Alessandro Borghi con una mezcla inquietante de brutalidad y magnetismo. Su personaje encarna el poder absoluto del carcelero, pero también la fascinación por aquel prisionero capaz de inventar mundos de la nada. La relación entre ambos trasciende el esquema de opresor y víctima: es una afinidad peligrosa, un juego de espejos donde el deseo y la curiosidad conviven con la amenaza constante. Amenábar filma sus encuentros con tensión medida, dejando que el espectador sienta esa extraña intimidad que brota en los márgenes del horror.


El guion, escrito por el propio director, combina la fidelidad a los hechos históricos con la libertad creativa necesaria para dar forma a un relato cinematográfico. No se limita a reconstruir el cautiverio, sino que utiliza ese contexto como escenario para hablar del poder de la palabra. La narración avanza en tres movimientos: el apresamiento en alta mar, el encierro colectivo y la lenta gestación de la fuga. Pero lo esencial no está en la acción externa, sino en el viaje interior del protagonista y en cómo la narración se convierte en arma. Los relatos que inventa para sus compañeros no solo les devuelven la esperanza, sino que transforman el propio espacio carcelario, que deja de ser únicamente un lugar de muerte para convertirse en un teatro de lo imaginado.


El reparto coral refuerza esa dimensión comunitaria. Miguel Rellán aporta sabiduría y cansancio, como un eco del futuro que amenaza con repetirse; Fernando Tejero ofrece la rabia y la energía de quien no acepta su destino; Luis Callejo y Roberto Álamo llenan de fuerza telúrica cada aparición, creando personajes que parecen arrancados de la tierra misma. Todos ellos, junto a un nutrido grupo de intérpretes secundarios, construyen un microcosmos humano donde cada gesto cuenta. El cautiverio, en sus manos, se convierte en espejo de la condición humana: esperanza, rencor, miedo, deseo, lealtad y traición.


La fotografía de Álex Catalán es uno de los grandes logros de la película. Conocido por su capacidad para domesticar la luz natural en títulos como La isla mínima o El reino, aquí despliega un trabajo donde cada sombra, cada haz de sol filtrado, adquiere peso dramático. La textura de los muros, la densidad del aire, la suciedad en la piel, todo contribuye a transmitir la asfixia y la vibración del encierro. Y cuando la cámara se abre al mar o a los patios exteriores, el contraste potencia aún más la sensación de encierro. Catalán convierte la imagen en un lienzo donde la belleza no es complaciente, sino dolorosa y necesaria.


Amenábar firma también la música, y esa doble condición le permite articular una partitura que respira en sintonía exacta con la narración. Los acordes no buscan imponerse, sino acompañar la respiración de los personajes. Hay pasajes solemnes, casi litúrgicos, que evocan la gravedad de la época; y otros más íntimos, construidos con cuerdas y silencios, que subrayan la fragilidad de los prisioneros. La música aparece como un rumor constante, un eco interior que recuerda que, incluso en la oscuridad, hay una vibración de vida que no se extingue.


El atrezo y la recreación histórica alcanzan aquí un grado de verosimilitud que enriquece la experiencia. No se trata de mostrar un catálogo de época, sino de hacer que cada objeto, cada vestidura, cada arma, cada cadena, se sienta usado y verdadero. Los tejidos gastados, la madera astillada, el metal oxidado, construyen un mundo que parece respirado, que no se limita a ilustrar, sino que transmite la rugosidad del tiempo. Amenábar consigue así que el espectador se sienta dentro de ese universo áspero, como si pudiera oler la humedad de las celdas o sentir el calor abrasador del sol en la piel.


El contexto histórico refuerza la lectura política y cultural de la obra. Estamos en el siglo XVI, en pleno choque entre imperios, religiones y formas de vida. Pero la película evita convertirse en un tratado académico: la Historia está ahí como telón de fondo, pero lo que importa son los hombres y las mujeres que la atraviesan. El cautivo recuerda que la Historia no es una sucesión de fechas y batallas, sino la suma de experiencias individuales. En ese sentido, la figura de Cervantes se convierte en símbolo de la capacidad de resistencia y de creación del ser humano en cualquier época.


En relación con otras películas, El cautivo dialoga con el cine de aventuras de época, con los dramas carcelarios que han hecho del encierro una metáfora universal, y con aquellas historias donde la imaginación es la última arma. Se perciben ecos de La misión, de Lawrence de Arabia, de Ben-Hur, pero también de dramas íntimos como La vida es bella, donde la narración se convierte en acto de supervivencia. La película se nutre de todas esas tradiciones, pero mantiene una voz propia, reconocible en la sobriedad y el humanismo de Amenábar.


Y quizá ahí reside la grandeza de El cautivo: en recordarnos que, incluso en la prisión más dura, el ser humano conserva la capacidad de inventar mundos más grandes que su celda. Que no hacen falta héroes invencibles ni mártires perfectos, sino personajes que se parezcan a nosotros, que tambaleen, que tropiecen, que usen la imaginación como su arma última frente a la adversidad. Alejandro Amenábar ha vuelto a hacer cine sobre lo invisible, sobre esa fuerza íntima que apenas se dice y que, sin embargo, transforma vidas enteras. Y al salir de la sala, cuando uno se sorprende repasando en silencio las historias que todavía podría contar, entiende que esa es la verdadera lección de la película: que nunca es demasiado tarde para volver a inventar el mundo, aunque hacerlo implique arriesgarlo todo.


Xabier Garzarain 

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