L’attachement”: cuando amar es aprender a quedarse.

 Carine Tardieu pertenece a esa generación de cineastas franceses que aprendieron a filmar lo cotidiano sin convertirlo en banal. Su cine no grita, no embellece, no busca la perfección formal: busca la verdad. Nacida en París en 1973, comenzó escribiendo guiones para televisión, pero su voz ya contenía una sensibilidad singular por los personajes comunes, por las personas que viven entre el deber y el deseo. En 2007 debutó con La tête de maman, un retrato fresco y melancólico sobre la adolescencia y las heridas del paso del tiempo. En Du vent dans mes mollets (2012) consolidó su tono: una mezcla de humor tierno y melancolía que nunca se regodea en el dolor. Con Otez-moi d’un doute(2017) encontró su primera plenitud autoral: un cine hecho de heridas, pero también de reconciliaciones. En Les jeunes amants (2021), con Fanny Ardant y Melvil Poupaud, filmó el deseo maduro sin clichés, con la naturalidad de quien ya no necesita demostrar nada.

Con L’attachement (2024) alcanza una madurez distinta. Aquí no busca resolver el pasado, sino acompañar el presente. Es su película más depurada, más silenciosa, más esencial. Sandra, una librera independiente, vive rodeada de libros pero cada vez más lejos de sí misma. Su vida ordenada cambia cuando conoce a Alex, un arquitecto viudo con dos hijos pequeños. Lo que podría parecer una historia romántica se convierte en una meditación sobre el apego, la pérdida y la necesidad —a veces incómoda— de los otros.


El guion, escrito junto a Raphaële Moussafir, Agnès Feuvre, Agnès de Sacy y Alice Ferney, evita el melodrama y las fórmulas del sentimentalismo. Todo avanza con naturalidad, como si la cámara respirara al mismo ritmo que los personajes. No hay giros ni clímax: hay tiempo. Tardieu filma los silencios, los gestos que duran un segundo más de lo habitual, las miradas que se desvían antes de decir la verdad. La emoción está ahí, latente, pero nunca subrayada. Es un cine de observación y escucha, un cine que confía en la madurez del espectador.


Valeria Bruni Tedeschi ofrece una interpretación que pertenece al territorio de lo sagrado. Su Sandra es una mujer que resiste la vida sin dramatismo, con esa mezcla de lucidez y cansancio que solo da el tiempo. Cada gesto suyo contiene un mundo interior, una batalla silenciosa. Pio Marmaï, por su parte, aporta una calidez frágil, la humanidad de quien ha amado y ha perdido, pero aún se atreve a mirar hacia adelante. Entre ambos construyen un amor sin posesión, hecho de silencios y de respeto. Sus escenas juntos —una cena improvisada, una conversación a medias, una risa inesperada— tienen la textura de la vida real. Vimala Pons, Raphaël Quenard y Marie-Christine Barrault completan el reparto con delicadeza y luz. Barrault, en especial, introduce una dignidad casi rohmeriana, un eco de la tradición del cine francés más humano y menos ruidoso.


La fotografía de Elin Kirschfink y Yann Maritaud es una lección de sensibilidad. La luz, siempre templada, nunca busca impresionar. Se filtra por las ventanas, acaricia los rostros, envuelve los cuerpos en una niebla cálida. Hay planos que parecen respiraciones: un libro abierto, una taza abandonada, una calle húmeda al amanecer. Cada encuadre contiene algo de melancolía, pero también de esperanza. La cámara observa, no invade. Filma desde la ternura.


La música de Éric Slabiak es casi imperceptible, pero decisiva. Un violín que asoma como una brisa, un acorde que se confunde con el sonido del viento. Tardieu le pidió que compusiera “una música que pareciera un pensamiento”, y el resultado es justamente eso: una presencia emocional, un murmullo que acompaña sin imponerse. Los silencios se vuelven música, las pausas se transforman en respiración. Es un trabajo sonoro lleno de alma, que sostiene la película sin reclamar atención.


El rodaje, entre Bretaña, Nantes y Bruselas, se mantuvo en un clima de intimidad. Tardieu quiso un equipo reducido y pidió a los actores convivir semanas antes de filmar, para que los vínculos fueran reales. No hubo ensayos rígidos ni marcas de cámara; solo tiempo compartido. Bruni Tedeschi contaba que la directora le pedía “no actuar, sino vivir a Sandra”. Esa verdad se percibe: no hay interpretación impostada, hay presencia.


L’attachement dialoga con el cine más sensible del presente —Mia Hansen-Løve, Stéphane Brizé, Céline Sciamma, Claire Denis—, pero también con la delicadeza de Rohmer o Tavernier. Es una obra que rehúye las etiquetas. Su romanticismo no es idealista: es cotidiano. No hay redención, hay acompañamiento. Y eso, en tiempos de ruido, es un gesto revolucionario.


En el fondo, la película es una reflexión sobre la soledad contemporánea. Sandra representa la independencia moderna, esa que muchas veces se confunde con aislamiento. Alex encarna la fragilidad masculina en un mundo que no deja espacio para la vulnerabilidad. Ambos buscan un lugar donde poder ser sin necesidad de fingir. Tardieu los observa sin moral ni distancia, sabiendo que amar —hoy— es un acto de resistencia.


Cuando termina, L’attachement deja un silencio. No el vacío, sino ese tipo de silencio que queda después de haber sido comprendido. Es una película que no enseña, acompaña. No impone emoción: la provoca. En un mundo que corre, se detiene. En un cine que grita, susurra. En un tiempo de desconexión, recuerda que los vínculos —aunque duelan— son lo único que nos mantiene humanos.


Carine Tardieu ha hecho su película más madura y más sincera. Un retrato de lo invisible, una oda a la ternura y al coraje de permanecer. Porque, a veces, amar no es avanzar: es quedarse. Y ahí, en ese gesto pequeño y luminoso, está todo su cine.


Xabier Garzarain 

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