“Ciudad sin sueño”: memoria en llamas de un mundo al borde del derribo.
Guillermo Galoe llega con una ópera prima que se inscribe de lleno en la mejor tradición del cine social europeo, pero con un sello propio que lo distingue desde el primer minuto. Formado en España y con experiencia en documentales y cortos centrados en márgenes urbanos, Galoe ha transitado de la no ficción a la ficción sin abandonar la ética de quien mira con respeto. Su colaboración con Víctor Alonso-Berbel en el guion refuerza esta intención: construir un relato que no imponga un discurso, sino que se deposite como experiencia. Al elegir a Rui Poças para la dirección de fotografía, confirma que su apuesta estética es seria: Poças, habitual de cineastas como Miguel Gomes o Lucrecia Martel, aporta una mirada capaz de volver materia lo intangible. Ciudad sin sueño es, en ese sentido, el debut de un autor que se coloca inmediatamente en el mapa internacional, presentado en la Semana de la Crítica de Cannes y estrenado en España con respaldo de Filmin, RTVE y coproducción francesa.
El reparto funciona como la médula del film. Antonio Fernández Gabarre encarna a Toni con una naturalidad desarmante: su adolescencia está filmada no como metáfora, sino como vida en presente. Junto a él, Jesús Fernández Silva construye un abuelo orgulloso y terco, que se niega a abandonar su parcela aunque sepa que el derribo es inevitable. Sus silencios, la manera de sostener un gesto, transmiten más que cualquier discurso. Bilal Sedraoui y Luis Bértolo completan un entorno que rodea, tensa y empuja al protagonista, sin robarle el foco. El uso de actores no profesionales no busca el exotismo, sino una autenticidad radical que sostiene cada plano.
El ritmo del film es lento, insistente, marcado por la repetición de los días y las noches. En esa cadencia, Galoe encuentra su fuerza: el espectador atraviesa los mismos caminos de tierra, ve encenderse las mismas hogueras, escucha las mismas voces, hasta que lo cotidiano se vuelve monumental. La falta de electricidad es clave en la puesta en escena: la noche nunca es silencio, es territorio de sombras, linternas y brasas. En esas penumbras, las leyendas de la infancia de Toni cobran vida, como si la oralidad de la comunidad se filtrara en la película misma.
La trama es mínima y, por eso, contundente. Un asentamiento irregular, el más grande de Europa, está a punto de desaparecer por los derribos. El abuelo se niega a marcharse, y Toni debe decidir entre el apego al mundo que se deshace o el salto a un futuro incierto. El guion evita la tentación del panfleto o la denuncia explícita: se construye a base de gestos, de silencios, de pequeños acontecimientos que van sumando un destino. La elipsis y el fuera de campo son esenciales: las oficinas y los papeles que deciden la vida de los protagonistas nunca aparecen, pero se sienten. Lo que sí está, con toda su fuerza, es la dignidad cotidiana de quienes levantan un hogar con lo que otros desechan.
La fotografía de Rui Poças convierte el asentamiento en un espacio vivo. Los días son ásperos, bañados por una luz apagada que subraya la precariedad sin estetizarla. Las noches respiran con luces mínimas: bombillas robadas, faros de coche, fuegos improvisados. La cámara nunca embellece ni humilla: se mantiene a una distancia justa, dejando que la vida se deposite en el encuadre. Poças refuerza la mirada de Galoe: la oscuridad no es ausencia, es materia dramática.
El trabajo de arte y atrezo es profundamente narrativo. Cada objeto tiene un peso emocional: la chatarra no es solo un oficio, es el paisaje identitario de una familia. Puertas que hacen de muros, lonas que se transforman en techos, electrodomésticos abiertos convertidos en bancos. La mudanza, en este contexto, no es logística, es cirugía de la memoria: elegir qué se guarda y qué se pierde.
La música es mínima, pero el sonido construye la película. Perros ladrando a lo lejos, excavadoras acercándose como una amenaza, trenes que pasan como promesas de escape, el chisporroteo de un fuego. Galoe entiende que en este universo el sonido es el verdadero narrador: la banda sonora no acompaña, el mundo mismo resuena.
Ciudad sin sueño dialoga con el cine social europeo de los Dardenne o de Ken Loach, en su retrato de comunidades desplazadas por un sistema que nunca las ve. Pero se diferencia en su capacidad poética: las sombras, los silencios, la mirada infantil acercan más la película a Sean Baker o a un Kore-eda en clave periférica. También conecta con cierta tradición española reciente que mira la marginalidad con respeto, como Arantxa Echevarría en Carmen y Lola o Isaki Lacuesta en Entre dos aguas, aunque Galoe opta por un tono más áspero, menos cercano a la luminosidad y más a la penumbra.
Como obra, Ciudad sin sueño ocupa un lugar importante en el cine español contemporáneo. Su relevancia no está solo en lo que cuenta, sino en cómo lo cuenta: sin sentimentalismo, sin manipulación, con ética en cada decisión formal. Es una película que devuelve visibilidad a un mundo oculto, pero sin convertirlo en decorado. Su valor radica en situar a un adolescente gitano no como objeto de mirada, sino como sujeto que decide y carga con la historia. En un momento en que las narrativas sobre marginalidad suelen caer en el cliché o la explotación, este film apuesta por la honestidad radical.
Y al final, lo que transmite Galoe es nítido: que la dignidad no se negocia, aunque la tierra tiemble bajo tus pies. Que la pertenencia a una familia y a un oficio no se borra con un derribo. Que el crecimiento es siempre un cruce doloroso entre memoria y futuro. Ciudad sin sueño es una obra que no busca resolver, sino acompañar. Nos hace entender que las comunidades no existen para ilustrar una denuncia, sino porque están vivas.
La última impresión es la de haber entrado en un lugar real, haber sido testigos responsables y haber aprendido a no apartar la mirada. Cuando vuelven las luces —las del amanecer o las de la maquinaria— entendemos que Toni ha crecido sin dejar de ser él. Y que, aunque cambien las parcelas y los planos urbanísticos, hay cosas que nunca deberían desahuciarse: la memoria, el cuidado y la dignidad de quienes construyen su casa con lo que otros tiran.
Xabier Garzarain

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