“La deuda:” cuando el hogar se convierte en el último refugio del alma.
Daniel Guzman regresa al cine con una película que parece escrita desde las tripas y filmada desde el corazón. La deuda no es solo una historia, es una confesión, un espejo donde se refleja un país entero que sobrevive con lo justo, que carga culpas ajenas y que sigue buscando un lugar donde poder descansar. Desde sus primeros minutos se intuye que no estamos ante un drama más, sino ante algo más profundo, más íntimo, más verdadero. Guzman no dirige desde la distancia, lo hace desde dentro, encarnando a Lucas, el hombre que intenta sostener un mundo que se desmorona mientras todo alrededor se compra y se vende. Dirige y actúa, observa y siente, como si no pudiera separarse de su propia historia. Su interpretación, contenida y física, se apoya en la mirada, en los silencios, en la respiración entre frases, en ese temblor que tienen los hombres que ya han perdido demasiado. No hay heroísmo, hay humanidad. No hay artificio, hay carne y alma.
Frente a él, Rosario Garcia, esa anciana de noventa y un años descubierta en una residencia, ilumina la pantalla con una autenticidad imposible de fingir. Ella no interpreta, vive. En su rostro se concentra la memoria de una generación entera que lo dio todo y que ahora asiste, desde la cocina o desde la ventana, al derrumbe de la vida que construyeron. Entre ambos se establece una relación de amor silencioso, una ternura sin palabras que sostiene toda la película. Y alrededor de ellos, un reparto en estado de gracia. Luis Tosar se convierte en la presencia que altera el equilibrio, un hombre que entra en la historia con la gravedad de quien sabe demasiado. Su voz, su respiración, su modo de mirar construyen una figura que simboliza el poder sin rostro, la presión del sistema, la deuda que no se puede pagar. Itziar Ituno aporta la calma herida de quien observa la ruina desde dentro, una mujer que entiende antes que nadie que todo se está resquebrajando, pero que aun así resiste. Y Susana Abaitua es el destello, la vida que se cuela entre las grietas, la chispa que impide que todo sea oscuridad. Juntos crean una coreografía invisible de emociones, una orquesta sin director en la que todos tocan la misma nota de verdad.
Guzman construye su relato con la paciencia de quien sabe que el cine, como la vida, necesita respirar. La primera mitad avanza despacio, casi como una caricia, dejándonos conocer los rincones del piso, las rutinas, los gestos pequeños. Nada parece urgente, y sin embargo todo late bajo la superficie. Cuando la amenaza del desalojo llega, el film se transforma en un torbellino silencioso. La cámara no corre, se aproxima. No hay persecuciones, hay respiraciones entrecortadas. No hay gritos, hay miradas que se sostienen porque ya no queda otra cosa. El ritmo se acelera sin moverse, y de pronto el espectador siente que no puede escapar.
El guion, escrito por el propio Guzman, no pretende construir una trama de giros ni de sorpresas, sino un viaje emocional hacia lo que somos capaces de hacer cuando nos empuja la desesperación. Es un texto lleno de aire, de silencios que pesan, de frases a medias que revelan más de lo que ocultan. Cada escena tiene el pulso de lo vivido. Las decisiones no se explican, se sienten. Y en ese lenguaje de lo no dicho está la grandeza del film. Guzman no escribe desde la teoría, escribe desde el recuerdo. Desde esa certeza amarga de que todo se puede perder en un segundo. Su cine no enseña, comparte. No adoctrina, acompaña. No busca el discurso, busca la emoción desnuda.
La fotografía de Ibon Antuñano es una caricia áspera. No embellece, observa. La luz entra por las ventanas como si buscara consuelo. Los interiores se tiñen de tonos cálidos, como si el hogar fuera lo único que aún respira, mientras la calle, los pasillos, los bancos y los portales se visten de frialdad impersonal. Todo está en el color, en la distancia, en la respiración de la cámara que se mueve al ritmo de los personajes. Cuando Lucas se derrumba, la cámara se inclina con él. Cuando Antonia respira en silencio, el plano se detiene y nos obliga a mirar. Madrid se convierte en un cuerpo, en una ciudad que envejece junto a ellos, que conserva belleza en la ruina y ternura en la derrota. Es una fotografía que entiende que los personajes no habitan un espacio: son el espacio.
El diseño de producción y el atrezo son una obra de arqueología emocional. El piso donde transcurre la historia no parece construido, parece habitado desde hace décadas. Cada objeto tiene historia, cada mueble guarda una huella. Los libros apilados, la vajilla desparejada, las fotos enmarcadas, el polvo sobre los estantes, todo forma parte de una vida que se aferra a seguir siendo. Cuando el hogar se ve amenazado, la pérdida no es abstracta, es física. El espectador siente que le arrebatan algo propio. El arte del film transforma lo cotidiano en sagrado: una taza, una cortina, una lámpara encendida se convierten en fragmentos de una memoria compartida. En ese detalle reside la poesía del film, en esa forma de mirar lo pequeño con la solemnidad de lo eterno.
La música de Richard Skelton no acompaña la historia, la habita. Surge de los silencios, del aire, de los sonidos del piso, de los pasos, del rumor del agua, del eco de la calle. Son melodías que se insinúan y se apagan, que parecen no querer molestar. Su belleza está en la fragilidad, en esa cuerda que tiembla como si fuera un corazón. La partitura no subraya la emoción, la deja respirar. A veces el silencio lo llena todo, y entonces la música aparece solo para recordarnos que seguimos vivos. Es una banda sonora que no busca conmover, busca permanecer.
La deuda no se limita a contar una historia de desahucio o de pérdida, se adentra en el alma de un país. Dialoga con el cine social contemporáneo pero desde una voz propia, más emocional, más humana. Comparte con Ken Loach la empatía hacia los que resisten desde abajo, pero Guzman elige susurrar donde Loach grita. Habla de política sin mencionarla, de justicia sin proclamas. Hereda de los hermanos Dardenne esa manera de filmar la dignidad herida, la culpa y el perdón, pero la traslada a un paisaje español que tiene sus propias grietas, sus propios fantasmas. Su mirada también conversa con la de Pedro Costa, con la de Aki Kaurismaki, con esa tradición que encuentra belleza en la pobreza y luz en la penumbra. Pero su tono es distinto: más cálido, más corporal, más visceral. No hay distancia entre la cámara y los personajes, porque el director es uno de ellos.
Guzman no pretende pertenecer a una corriente, crea una. Su cine mezcla lo social con lo poético, lo político con lo íntimo. No hay héroes ni villanos, solo personas que intentan seguir respirando mientras el suelo se mueve bajo sus pies. La deuda es una película sobre la pérdida, pero también sobre el amor. Sobre la culpa, pero también sobre la ternura. Sobre el final de algo, pero también sobre la posibilidad de recomenzar. Habla del país, pero también de ti, de mí, de todos los que alguna vez sentimos que no podríamos sostenernos y aun así seguimos de pie.
Cuando termina, uno no sale del cine, sale de sí mismo. La pantalla se apaga, pero la historia sigue dentro, latiendo, preguntando. ¿Qué debo yo, a quién, por qué? ¿Qué deudas no se pagan con dinero? ¿Cuántas casas caben en un corazón? La deuda deja esas preguntas flotando en el aire y se va, sin cerrar nada, como la vida misma. Y ahí, en ese silencio final, en ese instante en que las luces de la sala se encienden y nadie se levanta todavía, es donde Guzman demuestra que el cine, cuando es verdad, no se ve: se siente.
Xabier Garzarain

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