“Bala perdida”: La trayectoria del caos.
Darren Aronofsky siempre ha filmado desde el borde. Sus personajes no habitan el mundo: lo padecen. Cada una de sus películas es una autopsia espiritual, una exploración del cuerpo como cárcel y del alma como incendio. Desde su debut con Pi, en el que las matemáticas eran un intento desesperado de darle sentido a Dios, Aronofsky ha levantado una filmografía donde la belleza y la destrucción son inseparables. Requiem for a Dream fue una sinfonía de adicciones, una de las películas más físicamente dolorosas que ha dado el cine moderno. The Wrestler convirtió el desgaste del cuerpo en una plegaria silenciosa. Black Swan hizo del perfeccionismo una enfermedad contagiosa, filmando la locura con la pureza de un ballet. Y The Whale cerró un ciclo de introspección con una ternura que no habíamos visto en él.
Pero fue Mother! la que condensó su universo en un solo gesto: un caos místico, religioso y terrenal, que lo contiene todo —el sacrificio, la creación, el amor, la culpa y la rabia del artista frente al mundo—. Es, hasta hoy, su obra más extrema y más pura, la más “aronofskiana” de todas: un delirio que convirtió el hogar en cosmos y el matrimonio en apocalipsis. Desde ahí, era casi inevitable que el director buscara una forma de volver a tocar tierra. Bala perdida nace de esa necesidad: un regreso al género, al asfalto, a la carne viva del thriller urbano. Pero incluso en esta aparente sencillez late la misma pulsión moral y existencial de siempre.
A primera vista parece su película más ligera, una incursión en la acción con aire de serie B, pero bajo esa superficie vibra la vieja obsesión: la caída del hombre común en un mundo que ya no entiende. Aronofsky traslada sus demonios a un Nueva York de los noventa, húmedo, mal iluminado, saturado de bares grasientos, apartamentos que huelen a tabaco y callejones donde el azar decide la suerte de los cuerpos. Aquí no hay dioses, solo ruido. Pero detrás de esa mugre se adivina la misma pregunta que recorría Mother!: ¿qué queda de nosotros cuando todo lo que amamos se derrumba?
El rodaje fue, como casi siempre en su cine, una prueba física. Austin Butler contó que Aronofsky lo llevó al límite, obligándolo a rodar con frío, con cansancio, con heridas reales. Su método consiste en no fingir la tensión, sino provocar la reacción verdadera. Butler, que venía de reinar como Elvis, se disuelve aquí hasta ser un tipo cualquiera: el antihéroe accidental que corre sin saber hacia dónde. Zoë Kravitz aporta el contrapunto emocional, un respiro breve de ternura en medio del derrumbe. Matt Smith, como el vecino punk que inicia la cadena del desastre, es pura energía desbordada, mezcla de humor y amenaza.
El guion de Charlie Huston, basado en su propia novela, tiene la precisión de un mecanismo que se va oxidando ante tus ojos. Cada acción de Hank lo encierra más, cada intento de arreglar algo destruye otra cosa. La trama se articula con una lógica implacable: nadie tiene el control, todos empujan sin saber a quién arrastran. No hay giros grandilocuentes ni heroísmos, solo supervivencia. La tensión no surge del movimiento, sino del tiempo detenido: una llamada que no llega, un ascensor que se abre, un gato que maúlla en la habitación contigua. Aronofsky filma esos segundos con una paciencia cruel, dejando que el espectador respire el mismo miedo que su protagonista.
La fotografía de Matthew Libatique, cómplice inseparable, convierte la ciudad en un cuerpo vivo. Las luces enfermas, los neones derramados, los reflejos que cortan el plano como cuchillas. Nada brilla, todo arde. La cámara tiembla, se acerca, se esconde detrás de los personajes como si también tuviera miedo. Cada plano parece cubierto de una capa de polvo y sudor. La estética del film no busca la nostalgia de los noventa, sino su textura: un Nueva York donde todo es demasiado pequeño, demasiado húmedo, demasiado humano.
El atrezo —uno de los grandes aciertos silenciosos de la película— da profundidad a ese universo. Las paredes del apartamento de Hank son un mapa emocional: fotografías descoloridas, latas apiladas, restos de una vida que alguna vez fue orden. El guante de béisbol, abandonado sobre una estantería, funciona como reliquia de un pasado que ya no sirve de nada. Los bares están llenos de vasos con huellas de otros, los baños públicos de espejos agrietados donde nadie se atreve a mirarse. Cada objeto parece arrastrar su propia biografía. El gato, que en teoría era un simple favor de vecino, se convierte en símbolo del azar: pequeño, caprichoso, inocente, pero capaz de poner en marcha una tormenta. Es un detalle mínimo, casi invisible, pero marca la diferencia entre una película de género y un universo moral.
La música de Rob Simonsen, acompañada por el rugido punk de Idles, mantiene la tensión sin asfixiarla. Un bajo que late como un corazón agotado, una percusión que se frena justo antes del estallido, un eco metálico que resuena entre los pasillos. El montaje acompaña ese pulso: cortes secos, silencios tensos, ráfagas de acción que duran lo justo. No hay exceso, sino ritmo. Lo que Aronofsky construye no es un espectáculo, sino una respiración entrecortada.
El reparto de secundarios aporta densidad y peligro. Liev Schreiber, Regina King, Vincent D’Onofrio, Griffin Dunne… todos encarnan el tipo de figuras que el cine de los noventa adoraba: caras que cuentan historias antes de hablar. Ninguno busca protagonismo, todos funcionan como satélites de un caos que gira sin centro. El conjunto recuerda por momentos a las primeras películas de los Coen o al Good Time de los hermanos Safdie: ese tipo de cine donde la adrenalina esconde una tristeza enorme.
Aunque Bala perdida parezca un desvío, es pura continuidad. Aronofsky no renuncia a su manera de mirar: la culpa como gravedad, la carne como frontera, la identidad como ruina. Y al mismo tiempo dialoga con el cine al que pertenece: el Nueva York claustrofóbico de Scorsese, la tensión moral de Friedkin, la desesperación acelerada de los Safdie, la comedia negra y violenta de Ritchie. Pero en su centro no hay ironía ni distancia; hay compasión. Un hombre que ha dejado de entender el mundo, pero aún quiere entenderse a sí mismo.
No todo funciona. Algunos tramos se alargan, ciertas transiciones se sienten pesadas, y el tono oscila entre lo trágico y lo grotesco. Pero incluso en sus tropiezos, Bala perdida conserva algo que el cine contemporáneo parece haber olvidado: el pulso del riesgo. Esa sensación de que algo puede salir mal, de que nada está asegurado. Aronofsky no busca gustar, busca agitar. Su cámara no acaricia: empuja. Su montaje no adorna: interroga.
Al final, lo que queda no es el crimen, ni el gato, ni el misterio. Lo que queda es un hombre tratando de entender en qué momento dejó de reconocerse. El título lo resume todo. La bala perdida no es la que atraviesa cuerpos, sino la que define destinos. Una vida desviada, un gesto sin intención que cambia todo.
Bala perdida es, por tanto, una reflexión sobre el azar y la culpa, sobre la imposibilidad de controlar el rumbo cuando la suerte decide por ti. Pero también es un recordatorio de que cada elección, por mínima que sea, nos pertenece. Que no basta con sobrevivir: hay que decidir cómo hacerlo. La violencia no desaparece; se hereda. La culpa no se borra; se aprende a llevar.
Hay una melancolía profunda escondida bajo los disparos. Es la tristeza de los hombres que ya no saben quiénes son, de las mujeres que se marchan porque no soportan verlos derrumbarse, del tiempo que siempre corre un paso por delante. Esa herida, silenciosa y constante, es la verdadera energía de la película. No la adrenalina, sino la pérdida. No el crimen, sino la conciencia.
Aronofsky demuestra que no necesita lo grandioso para ser grande. Con un guion afilado, un reparto en carne viva y una ciudad que respira como un animal, construye una parábola moral disfrazada de thriller. Es un viaje sin redención, pero lleno de verdad. Y cuando termina, uno se queda mirando los créditos con la sensación de haber visto algo sucio, tenso, honesto. Una película que no pide aplausos, sino atención. Que no busca gustar, sino incomodar.
Quizá lo más perturbador de Bala perdida es que no termina cuando acaban los créditos. Se queda contigo, en la piel, en el pulso. Como una pregunta que nadie hizo pero todos entendemos: ¿qué haces cuando tu vida se desvía y ya no puedes volver atrás? Esa duda, más que cualquier bala, es la que atraviesa la película.
Xabier Garzarain

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