“Jugar con fuego :”Las cenizas del silencio.
Delphine y Muriel Coulin son dos mujeres guionistas y directoras francesas, hermanas y cómplices creativas, que desde hace más de una década firman todas sus películas a dúo. Delphine fue reportera de guerra antes de dedicarse por completo al cine, una experiencia que marcó su mirada sobre el conflicto, la fragilidad y la supervivencia. Muriel, fotógrafa y montadora, aporta una sensibilidad visual contenida y minuciosa. Juntas forman un tándem femenino de enorme coherencia: su cine se adentra en los vínculos familiares, el cuerpo y la violencia social con una sensibilidad muy distinta de la de muchos directores masculinos con los que a veces se las compara, como Stéphane Brizé o Robert Guédiguian. Con 17 filles (2011), inspirada en un hecho real, revelaron un talento precoz para narrar la rebeldía colectiva desde la intimidad. Con Voir du pays (2016), premiada en Cannes, exploraron el trauma postbélico y el peso de la memoria en el cuerpo femenino. Con Jugar con fuego (Jouer avec le feu, 2024), las Coulin alcanzan su madurez artística: una obra sobria, política y profundamente humana que examina la fractura entre amor y convicción, entre la educación heredada y la violencia aprendida.
El punto de partida es sencillo, pero su resonancia es enorme. Pierre, ferroviario, viudo y exsindicalista, vive en la Mosela con sus dos hijos: Louis, un adolescente brillante que avanza en sus estudios, y Fus, el mayor, que busca un lugar en el mundo y acaba encontrándolo en la violencia. La radicalización no se presenta como un fenómeno ajeno o exótico, sino como una consecuencia directa de la soledad, del desencanto y del deseo de pertenecer. El hogar se transforma en un campo de batalla silencioso. Las Coulin filman esa grieta sin morbo ni retórica, conscientes de que lo político solo cobra sentido cuando pasa por el cuerpo.
Vincent Lindon interpreta a Pierre con una densidad moral extraordinaria. Su presencia, casi mineral, sostiene toda la película. Lindon no actúa, habita el personaje. Cada gesto suyo está cargado de la memoria de una Francia obrera que ya no existe. Su forma de encender un cigarrillo, de caminar por el pasillo, de contener la rabia frente al hijo mayor, revela un amor que no sabe cómo expresarse sin parecer autoridad. Benjamin Voisin, como Fus, es el reverso de esa contención: su cuerpo tiembla de exceso, su mirada busca un enemigo porque ya no sabe a quién amar. En él hay rabia, miedo, necesidad de ser visto. Stefan Crepon, el hijo menor, encarna la fragilidad del que se queda a observar mientras todo se derrumba. Entre los tres crean una geografía emocional de vértigo: la masculinidad herida, el padre agotado, el hijo extraviado, el hermano que intenta entender.
El ritmo de Jugar con fuego es el de la respiración humana. La película no acelera ni busca puntos de giro; avanza como lo hace la tristeza, poco a poco, hasta ocuparlo todo. Las Coulin tienen un sentido del tiempo narrativo que recuerda a los Dardenne o a Brizé, pero su mirada es más interior, más emocional que social. No hay grandes enfrentamientos, sino pausas, silencios, miradas que ya no se encuentran. Ese ritmo es, en sí mismo, un retrato de la descomposición: la vida sigue, pero cada minuto pesa más que el anterior. El espectador siente que el tiempo se espesa, como si cada plano fuera un recuerdo que se niega a desaparecer.
La fotografía de Frédéric Noirhomme es magistral. Trabaja con una luz que parece filtrarse por las heridas del alma. En los interiores predominan los tonos grises, verdes apagados y ocres industriales, como si la casa fuera una prolongación del paisaje exterior, una fábrica detenida en mitad del tiempo. En los exteriores, la cámara se abre a la neblina del amanecer, a la humedad de los trenes y a los destellos de fuego que dan título al film. Hay una coherencia pictórica que remite al realismo sucio de Bruno Dumont y a la fisicidad de los Dardenne, pero también a la poesía sombría de Claire Denis en 35 Rhums. Noirhomme filma los rostros con un respeto casi religioso: la piel se convierte en territorio, el ojo en frontera. Cada contraluz está cargado de sentido. Cuando el padre observa al hijo a través de una puerta entreabierta, la luz no solo divide el plano: divide el mundo.
El atrezo, minucioso hasta el extremo, traduce la historia social de una familia sin pronunciar una palabra. El uniforme del ferroviario, las herramientas oxidadas, las botas cubiertas de polvo, el calendario viejo del taller: todo forma parte de una memoria que se resiste a desaparecer. En el cuarto del hijo mayor, los símbolos de la radicalización aparecen de forma casi imperceptible: una camiseta con la bandera nacional, un póster deportivo, una frase escrita con marcador negro en la pared. Las Coulin no necesitan mostrar un mitin o una bandera; basta con un gesto, con un objeto mal colocado. En la cocina, el reloj que ya no marca la hora exacta parece repetir el mensaje de toda la película: el tiempo de la comprensión se ha detenido.
La música de Pawel Mykietyn actúa como una respiración invisible. El compositor polaco, habitual de Jerzy Skolimowski, evita cualquier sentimentalismo. Sus composiciones no subrayan, sino que tensan el aire. A veces apenas se percibe un murmullo, una nota grave que vibra como una advertencia. En otras escenas, el silencio absoluto sustituye al sonido, y ese vacío es más elocuente que cualquier orquesta. Mykietyn entiende que la emoción no nace del volumen, sino del espacio que deja. Su partitura se funde con el paisaje sonoro del tren, con el ruido de las ruedas sobre la vía, con el eco de una puerta que se cierra. Esa fusión convierte al sonido en una extensión del alma del padre: un rumor constante de algo que está a punto de romperse.
En cuanto al diálogo con otras películas, Jugar con fuego conversa con el realismo moral del cine social europeo, pero también lo trasciende. Su parentesco más evidente es con El joven Ahmed de los hermanos Dardenne, que también indagaba en la radicalización sin moralismo, pero las Coulin lo abordan desde el afecto, no desde la observación clínica. Hay ecos de Robert Guédiguian en su retrato de la clase trabajadora del este francés, pero sin la nostalgia de la militancia; aquí la lucha ha sido sustituida por la fatiga. Podría emparentarse con el Brizé de Un otro mundo o La ley del mercado, aunque las Coulin eligen la mirada femenina, más empática y menos ideológica. En su pulso íntimo hay algo de Ken Loach, pero sin su arrebato verbal, más cercano a la mudez de Lucrecia Martel. Y, sobre todo, Jugar con fuego recuerda a la primera Andrea Arnold por la forma en que la cámara se pega a los cuerpos sin invadirlos, registrando la temperatura de lo humano.
Durante el rodaje, las directoras mantuvieron un método de trabajo casi artesanal. Filmaban en orden cronológico para acompañar el desgaste real de los actores. Vincent Lindon, que pidió no conocer el desenlace exacto del guion, descubría el desarrollo emocional del padre al mismo tiempo que su personaje. Benjamin Voisin convivió durante semanas con jóvenes de la región para comprender su forma de hablar, sus códigos, sus gestos, sin caricaturas. Las Coulin, fieles a su método, rodaron con luz natural y eliminaron la música durante la filmación para no contaminar las emociones. Cada escena se ensayaba solo una vez: buscaban la verdad del primer intento, la emoción que aún no ha aprendido a fingir.
Jugar con fuego es, ante todo, una reflexión sobre la herencia. No sobre la sangre, sino sobre la memoria moral. Las Coulin muestran cómo el amor puede convertirse en campo de minas cuando los ideales chocan con la supervivencia. La película no busca culpables; busca causas. En ella, la política no aparece como ideología, sino como síntoma del vacío emocional de una sociedad que ha dejado de escuchar. Pierre, el padre, representa la vieja Francia del trabajo, del esfuerzo, de la dignidad silenciosa. Fus, su hijo, encarna la Francia desilusionada, la que busca refugio en la rabia y el orgullo identitario. Entre ambos, el abismo es mucho más que generacional: es ontológico.
En el fondo, las Coulin firman una obra sobre la educación emocional y la responsabilidad colectiva. Retratan una sociedad que abandona a sus hijos, y esos hijos, huérfanos de escucha, encuentran refugio en el odio porque es la única emoción que todavía les da identidad. Las directoras muestran cómo esa carencia afectiva se convierte en ideología, cómo la necesidad de ser vistos puede transformarse en violencia cuando nadie sostiene la mirada. No hay culpables en esta historia, sino consecuencias. Las Coulin, con la serenidad de quien comprende el peso del silencio, revelan que el extremismo no nace de la convicción, sino de la falta de ternura.
Jugar con fuego es también un retrato moral de nuestro tiempo. Una época en la que el cansancio sustituye al compromiso y la incomunicación se disfraza de opinión. La casa donde viven Pierre y sus hijos es una metáfora del cuerpo social contemporáneo: grietas invisibles, pasillos donde el eco sustituye a las voces, puertas que ya no se abren. En esa arquitectura íntima resuena el derrumbe de una comunidad entera. Y, sin embargo, dentro de esa ruina todavía arde algo: la dignidad de un hombre que decide seguir cuidando incluso cuando ya no queda nada que salvar.
Las Coulin no buscan consuelo ni redención, sino lucidez. Su película es una elegía sobre la fragilidad del amor en tiempos de crispación, pero también un acto de resistencia. Nos recuerdan que amar no es creer que el otro cambiará, sino acompañarlo en su caída sin dejar de reconocer su humanidad. Pierre no vence, pero su derrota es luminosa: al final, lo único que sobrevive es su decisión de no odiar.
Cuando termina la película, no queda espacio para el juicio. Solo un silencio que se expande, un eco que obliga a recordar a todos los que alguna vez se perdieron buscando pertenecer. Ese es el verdadero fuego que arde en el corazón del film: el que destruye, sí, pero también el que purifica.
Xabier Garzarain

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