Desde que irrumpió en el panorama cinematográfico español con Krámpack, Cesc Gay ha demostrado una sensibilidad muy poco común: la de encontrar en lo cotidiano una épica silenciosa, la de atrapar en las conversaciones más simples un universo entero de anhelos y frustraciones. Su cine ha sido siempre una cartografía de las emociones que rara vez encuentran palabras precisas, un territorio donde los silencios, los titubeos y las miradas valen más que cualquier declaración enfática. Con En la ciudad y Ficción, Gay perfeccionó esa capacidad de radiografiar a la clase media barcelonesa, diseccionando vínculos sentimentales con una mezcla de ternura y crudeza que lo convirtieron en uno de los grandes cronistas de la intimidad contemporánea. Con Truman alcanzó un grado de madurez que lo situó en el centro del reconocimiento internacional, demostrando que su cine, sin grandilocuencia ni artificio, podía emocionar en cualquier latitud. Y en los últimos años, con Sentimental y con Historias para no contar, jugó con la comedia como lupa de la fragilidad humana, capaz de oscilar entre la ironía más ligera y la melancolía más dolorosa.
Mi amiga Eva es el fruto natural de ese recorrido, pero también una nueva etapa en su trayectoria. Por primera vez, Gay coloca en el centro de la historia a una mujer de cincuenta años que decide reinventarse, y lo hace sin paternalismo, sin condescendencia, sin recurrir a tópicos sobre “la segunda juventud”. Eva, interpretada con maestría por Nora Navas, se convierte en un personaje que vive en constante tensión entre la vida ya construida y el deseo de no resignarse, de abrir la puerta a una ternura nueva, a una forma distinta de amar y ser amada.
La interpretación de Navas es, sencillamente, luminosa. Su Eva no es una figura idealizada ni una heroína de manual. Es una mujer que se contradice, que avanza y retrocede, que tropieza y se levanta. La actriz trabaja desde los matices, en los gestos mínimos, en las frases que se apagan antes de tiempo, en las sonrisas que llegan con retraso, en la mirada que se ilumina apenas unos segundos. A través de esos detalles, Navas construye un personaje de carne y hueso, alguien que podría ser cualquiera de nosotros, y lo hace con una honestidad que convierte cada escena en un espejo.
El resto del reparto contribuye a ese retrato coral que enriquece el viaje de Eva. Juan Diego Botto interpreta a un hombre dolido pero digno, que encarna la herida y la lucidez de quien comprende lo que ocurre aunque le duela. Rodrigo de la Serna aporta vitalidad, magnetismo y una energía renovadora que contrasta con los ritmos de Eva. Àgata Roca aporta complicidad y humor con la ironía justa, mientras Francesco Carril encarna la fragilidad de lo inesperado. Marián Álvarez, con su contundencia habitual, deja una huella profunda incluso en sus breves apariciones. Todos, bajo la dirección precisa de Gay, laten con la naturalidad de personajes que existen más allá del guion.
La narración avanza como un cuaderno íntimo escrito sin pretensión de trascender y, precisamente por eso, se vuelve universal. Roma aparece como detonante de una chispa que seguirá ardiendo en Barcelona: una ciudad que se transforma en mapa sentimental donde cada calle, cada bar, cada piso se resignifica a medida que la protagonista cambia. El guion de Gay y Eduard Sola rehúye la espectacularidad para apostar por escenas aparentemente pequeñas, pero cargadas de resonancias: un café compartido, una discusión a media voz, un silencio en la cocina. Es en esos instantes, y no en grandes giros narrativos, donde se revela el verdadero núcleo de la película.
La fotografía de Andreu Rebés acompaña con pudor y cercanía, sin estetizar en exceso ni caer en el artificio. Sus encuadres buscan la respiración de los personajes, manteniéndose a su lado como un testigo silencioso. Barcelona se muestra sin maquillajes turísticos, filmada con naturalidad, como un espacio que se modifica con la propia transformación emocional de Eva. El diseño de producción refuerza este enfoque: los objetos cotidianos —un perchero, un bolso fuera de lugar, una estantería reordenada— se convierten en huellas materiales del tránsito vital de la protagonista.
La música de Arnau Bataller es un susurro emocional que acompaña con discreción, evitando el subrayado obvio. Son melodías que regresan como pensamientos recurrentes, un murmullo constante que sostiene la atmósfera sin imponerse. Es un ejemplo de cómo la banda sonora puede sostener la emoción sin sustituirla, dejando que las escenas respiren y conserven su naturalidad.
La película se inscribe en la tradición europea de la comedia romántica madura, dialogando con Rohmer y con la ligereza melancólica de ciertas obras italianas, pero sin renunciar a la voz propia de Gay, reconocible en cada plano. Mi amiga Eva no ofrece fórmulas ni moralejas: se limita a mostrar la vida en su complejidad, con sus contradicciones, con su mezcla de alegría y de pérdida, con esa sensación de que empezar de nuevo nunca es una garantía, pero siempre es una posibilidad.
Y quizá ahí reside la grandeza de Mi amiga Eva: en recordarnos que no necesitamos héroes ni mártires, sino personajes que se parezcan a nosotros, que duden como nosotros, que se atrevan como a veces no nos atrevemos. Cesc Gay, fiel a sí mismo, ha vuelto a hacer cine sobre lo invisible, sobre lo que apenas se dice, sobre lo que cambia una vida sin que apenas lo notemos. Y al salir de la sala, cuando uno se sorprende pensando en sus propios silencios, entiende que esa es la verdadera lección de la película: que nunca es demasiado tarde para volver a elegir, aunque hacerlo signifique volver a perder.
Xabier Garzarain

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