“Die My Love:”maternidad, locura y un grito de vida en la penumbra.
Lynne Ramsay es una cineasta que nunca ha buscado el lugar cómodo. Desde su debut con Ratcatcher(1999), retrato de infancia en la Escocia obrera, hasta el estallido perturbador de We Need to Talk About Kevin (2011) y la violencia íntima de You Were Never Really Here (2017), cada paso suyo ha sido un viaje hacia lo incómodo, hacia las zonas donde lo humano tiembla y se descompone. Ramsay filma siempre desde la herida: no ofrece respuestas, abre cicatrices. Con Die My Love, basada libremente en la novela de Ariana Harwicz, firma su obra más personal y más arriesgada, un filme que convierte la maternidad en campo de batalla, el cuerpo en territorio en disputa y la imaginación en arma de supervivencia.
La llegada de Ramsay a este proyecto no es casual. En su carrera hay un hilo conductor: la obsesión por las vidas al borde, por personajes que parecen no encajar en los moldes sociales y que encuentran en la violencia, el delirio o la ternura desbordada un modo de existir. En Die My Love, ese hilo alcanza una nueva intensidad. Aquí la protagonista no es una madre santa ni una víctima impotente, sino una mujer atrapada en un torbellino de emociones que la sociedad prefiere callar. La maternidad, en su cine, no es icono ni cliché: es una experiencia física, mental, contradictoria, que puede llevar tanto a la ternura como a la destrucción.
El contexto que rodea a esta película también la convierte en acontecimiento. Jennifer Lawrence, que fundó su propia productora Excellent Cadaver, apuesta personalmente por el proyecto y se pone en manos de Ramsay en uno de los papeles más exigentes de su carrera. Robert Pattinson, en plena madurez interpretativa, se suma como contrapunto, y la coproducción reúne a compañías de prestigio como Black Label Media y Sikelia Productions de Martin Scorsese. Que Ramsay haya conseguido levantar una obra tan radical dentro de este engranaje es ya un triunfo: un recordatorio de que el cine de autor puede convivir con estrellas y estructuras industriales sin perder filo.
La trama parece sencilla: Grace y Jackson, pareja joven, se mudan al campo francés tras heredar una casa. Allí, con un bebé recién nacido, Grace empieza a desmoronarse. El guion, escrito por Ramsay junto a Enda Walsh y Alice Birch, se aleja del melodrama convencional para proponer una estructura espiralada, donde escenas cotidianas se deforman poco a poco en episodios de ansiedad, humor negro y delirio. No hay progresión lineal, hay oleajes: momentos de calma súbita seguidos de irrupciones violentas, instantes cómicos incrustados en la angustia. Esa forma narrativa traduce con exactitud lo que significa vivir una mente en desorden: lo imprevisible, lo inestable, lo contradictorio.
El personaje de Grace, interpretado por Jennifer Lawrence, es un torbellino. Lawrence ofrece quizá la mejor actuación de su carrera, una mezcla de vulnerabilidad y fiereza, de humor salvaje y desgarro físico. Cada gesto suyo es un mundo: cómo carga al bebé con ternura y lo deja caer con desesperación, cómo pasa de la risa al grito en segundos, cómo habita un cuerpo que parece demasiado pequeño para contener tanta energía. Ramsay la lleva hasta el límite, pero Lawrence nunca se quiebra: convierte el derrumbe en un acto de resistencia. Su Grace no es un monstruo, no es una mártir, es un ser humano real en estado de sobrecarga.
Robert Pattinson construye el necesario contraplano. Su Jackson no es un héroe ni un verdugo, es un hombre atrapado entre la voluntad de sostener y la incapacidad de comprender. Su mirada desconcertada es la del espectador que asiste a un desmoronamiento que no puede controlar. Lakeith Stanfield aporta una nota de extrañamiento y complicidad a la vez, mientras Sissy Spacek y Nick Nolte, veteranos de rostros tallados por la historia del cine americano, añaden gravedad y textura: figuras de otra generación que traen consigo el eco de películas pasadas sobre locura y vida rural. Cada uno suma capas a una historia que, en esencia, es un monólogo interior convertido en polifonía.
El ritmo de la película es un electrocardiograma alterado. Ramsay sabe jugar con la pausa y la explosión, con la repetición y la fractura. Una cena en silencio puede durar minutos hasta hacerse insoportable, y de pronto una carcajada rompe la tensión como un cristal estallando. El montaje alterna lo lineal y lo fragmentario: secuencias que parecen fluir con naturalidad se interrumpen por visiones, saltos de tono, pequeñas fugas oníricas. El resultado es una experiencia sensorial que transmite la ansiedad no solo como relato, sino como vivencia física.
La fotografía de Seamus McGarvey es uno de los grandes logros de la película. Rodada en formato académico (1.33:1), la imagen encierra a los personajes en un cuadro opresivo, como si la propia pantalla fuera una prisión. La luz natural del campo francés convive con interiores cargados de sombra, y el contraste entre lo abierto y lo cerrado multiplica la sensación de encierro mental. McGarvey, habitual colaborador de Joe Wright, despliega aquí un estilo más crudo, más nervioso, menos decorativo. Cada encuadre parece pensado para traducir el estado de Grace: cuando su mente se abre, el plano respira; cuando se cierra, el espacio se vuelve irrespirable.
El trabajo de arte y atrezo refuerza esta sensación de realidad desplazada. La casa heredada no es un hogar idílico, es un espacio pesado, lleno de objetos que parecen contener historias ajenas. Muebles viejos, mantas deshilachadas, utensilios de cocina que suenan demasiado fuerte: todo contribuye a una atmósfera enrarecida, donde lo cotidiano adquiere un filo inquietante. El campo francés se convierte en un escenario ambiguo: belleza pastoral por un lado, hostilidad silenciosa por otro. Ramsay no filma un paisaje de postal, filma un territorio extraño, desajustado, que se alía con la mente en desorden.
El sonido es el corazón oculto de la película. Ramsay ha demostrado siempre un oído preciso, pero aquí alcanza un grado de virtuosismo mayor. Los ruidos domésticos se amplifican hasta el absurdo: una tetera, una puerta que cruje, un insecto golpeando contra un cristal. El silencio se convierte en amenaza, y cuando la música entra, lo hace con sorna o con violencia. El diseño sonoro funciona como una extensión de la mente de Grace, como si oyéramos lo que ella siente. La música aporta, además, destellos de humor negro: canciones pop en momentos de derrumbe, riffs inesperados que abren ventanas de ironía.
En su diálogo con otras películas, Die My Love se inscribe en una genealogía potente: desde Rosemary’s Baby hasta Hereditary, pasando por Possession de Zulawski y El Babadook, todas ellas obras que usaron el terror psicológico para hablar de maternidad, deseo y locura. Pero Ramsay añade algo distinto: el humor. Esa capacidad de insertar un gag en medio del infierno convierte su película en un objeto único. No es solo horror, es tragicomedia feroz. Esa mezcla la emparenta con Cassavetes y con Zulawski, pero también la distancia: Ramsay busca un equilibrio propio entre crudeza y ligereza, entre el dolor y la chispa vital.
La conclusión se siente como una revelación sin moraleja. Die My Love no ofrece salvaciones fáciles ni condenas ejemplares: ofrece un retrato honesto de lo que significa vivir al límite de lo soportable. Lo que Ramsay nos transmite es que la maternidad no puede reducirse a icono ni a estigma, que la identidad se recompone incluso en los fragmentos, y que la imaginación es, en los momentos de colapso, una forma de resistencia. La película no nos pide compasión por Grace, nos pide que veamos en ella lo que somos: seres frágiles y desbordados, capaces de reír en mitad del llanto, de sostener vida aun cuando sentimos que no podemos más.
Die My Love es, en última instancia, un grito de vida en la penumbra. Jennifer Lawrence entrega una interpretación descomunal, Robert Pattinson ofrece el sostén necesario, y Lynne Ramsay confirma que su cine sigue siendo uno de los más incisivos de nuestro tiempo. No es un film fácil ni complaciente, pero en su aspereza late la belleza de lo verdadero. Y cuando se apagan las luces, lo que queda no es una cura ni una redención simple: es un fuego que arde y nos recuerda que sobrevivir, a veces, es el acto más feroz de amor.
Xabier Garzarain

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