“Lurker”: La soledad de ser mirados.

 Hay directores que debutan mostrando su talento. Y hay otros que, con su primera película, revelan algo mucho más grande: una manera de mirar el mundo. Alex Russell pertenece a esa segunda categoría. Su nombre no aparece aún entre los grandes, pero en Lurker hay una madurez que no se explica por la edad ni por la experiencia, sino por una sensibilidad que parece venir de más lejos. Russell entiende la cámara como una extensión del alma, como un instrumento que no solo observa, sino que confiesa. Su trayectoria antes de este primer largo ha sido discreta, casi invisible: cortos experimentales, asistencia de dirección, guiones que nunca se rodaron, colaboraciones con músicos que buscaban trasladar el ruido del escenario al lenguaje de la piel. Pero todo ese silencio previo, toda esa observación sin brillo, se transforma aquí en una mirada que corta como una cuchilla y, al mismo tiempo, acaricia con ternura.



Lurker no nace del deseo de contar una historia, sino de una pregunta: qué nos queda cuando todo lo que somos depende de la mirada de los demás. La película arranca en un Los Angeles que no brilla, un Los Angeles de neones cansados, de tiendas anodinas, de cafeterías sin glamour. En ese paisaje sin épica trabaja Matthew, un joven que parece haber aprendido a pasar inadvertido. Un día, por azar, se cruza con Oliver, un artista emergente que vive en la antesala de la fama, ese lugar donde el éxito todavía no ha llegado, pero ya empieza a deformar. Lo que en cualquier otra película sería el inicio de una amistad o una historia de ascenso aquí se convierte en algo más complejo, más turbador y más humano. Entre ambos surge una relación que se mueve entre la admiración, el afecto, la dependencia y la manipulación. Una relación que no explota, sino que se infiltra, que va creciendo entre miradas y silencios, hasta que la cercanía se convierte en invasión.


Russell dirige esa metamorfosis con un pulso que recuerda al cine de los años setenta, cuando los directores se permitían escuchar a sus personajes respirar. No hay prisa, no hay trucos, no hay golpes de guion que busquen distraer. Hay tiempo. Tiempo para que la tensión se vuelva orgánica. Tiempo para que el espectador sienta que algo se descompone delante de sus ojos sin que nadie diga nada. Es una tensión sin pirotecnia, más parecida a la de Antonioni que a la de los thrillers actuales. Lurker avanza como una marea lenta, donde el peligro no viene de fuera, sino del roce constante, del cariño que se transforma en vigilancia, del amor que se convierte en poder.


La interpretación de Théodore Pellerin es una de esas que se quedan grabadas en la memoria por su silencio. Hay algo en su forma de mirar que recuerda a los personajes de Alain Delon, esa mezcla de vulnerabilidad y amenaza. Matthew no necesita levantar la voz para imponer presencia. Está ahí, como una sombra, siempre dispuesto a ayudar, siempre disponible, siempre demasiado perfecto. Pero bajo esa docilidad late una necesidad salvaje de ser visto, de ser alguien. Archie Madekwe, en cambio, es pura energía contenida. Su Oliver es un joven que ha aprendido a fingir seguridad mientras se tambalea por dentro. La cámara lo adora y lo devora al mismo tiempo. Su belleza, su talento y su fragilidad se mezclan en un retrato de alguien que quiere gustar y teme no ser suficiente. Juntos forman una pareja que parece salida de un sueño febril: dos mitades que se necesitan, pero que solo pueden destruirse.


El guion está construido con una precisión milimétrica. Cada escena parece una pieza de un rompecabezas emocional donde lo importante nunca es lo que se dice, sino lo que se calla. Hay frases que caen como piedras y otras que se pierden en el aire, pero siempre hay una corriente subterránea que arrastra todo hacia un punto de no retorno. Russell escribe con la economía de los que confían en la imagen y con la sensibilidad de quien ha vivido lo que filma. No hay moral ni condena, solo una observación lúcida de cómo la intimidad puede volverse un territorio minado. El guion no busca explicar a los personajes, sino acompañarlos hasta el límite de su confusión.


La fotografía de Patrick Scola merece un capítulo aparte, aunque aquí se funde con todo lo demás. Su trabajo es de una delicadeza casi espiritual. Cada plano parece iluminado con una luz que viene de dentro de los personajes, no de los focos. La ciudad se muestra como un organismo vivo, respirando en tonos cálidos que esconden la podredumbre y sombras que envuelven lo que queda de pureza. La elección del 16 mm no es un gesto estético, sino una declaración de principios: en un mundo donde todo se filtra y se retoca, Russell y Scola eligen la imperfección como verdad. Los rostros tienen textura, el aire tiene peso, la luz se siente. Hay planos en los que la cámara se queda demasiado cerca, como si quisiera tocar. En otros, se aleja lo justo para que la soledad se haga visible. Esa combinación de cercanía y distancia convierte la película en un espacio respirable, casi táctil.


La música de Kenny Beats funciona como una corriente interior que recorre toda la película. No es una banda sonora convencional, sino un pulso. A veces apenas se percibe, como si la propia respiración de los personajes tuviera ritmo. En otras, las canciones que interpreta Oliver actúan como espejos de su estado emocional. Hay una melodía concreta que se repite a lo largo del metraje, cambiando de tono y de instrumentación, y que acaba funcionando como un reflejo de la degradación de los protagonistas. La música no impone emoción, la acompaña, la sugiere, la transforma en atmósfera. Y cuando desaparece, el silencio ocupa su lugar como un personaje más, tan necesario y tan incómodo como el aire en una habitación cerrada.


Hay momentos en los que la película roza lo místico sin dejar el realismo. Un concierto donde el público parece disolverse en una masa de sombras, un amanecer en la carretera donde el sonido de un motor se mezcla con la respiración de los protagonistas, un plano de una ventana empañada donde no se distingue si fuera está amaneciendo o anocheciendo. Son instantes en los que la película se detiene y el tiempo se pliega sobre sí mismo. Ahí es donde Russell demuestra que no solo está dirigiendo, está mirando el alma humana.


El rodaje de Lurker no fue fácil. Hubo incendios en California que obligaron a cambiar localizaciones y reescribir escenas enteras. Russell ha contado que ese caos real terminó impregnando la película, dándole esa sensación de inestabilidad, de algo que puede desmoronarse en cualquier momento. Los actores convivieron durante semanas antes del rodaje, sin cámaras, solo hablando, improvisando, conociéndose. De esa convivencia surgió la naturalidad de sus gestos, la autenticidad de sus silencios. Nada suena impostado porque todo nació del roce. En cada plano se percibe que no hay artificio, que el director buscaba capturar la fragilidad del instante antes de que se convirtiera en representación.


El ritmo de la película es el de una herida que no sangra pero no deja de doler. No hay acelerones ni pausas abruptas, solo una respiración continua que va cambiando de temperatura. El montaje es invisible, lo que le permite al espectador entrar sin darse cuenta y salir exhausto, como si hubiera vivido algo que no puede explicar del todo. Esa es la fuerza de Lurker: no se impone, se infiltra.


A lo largo de la película, las referencias a otros títulos flotan sin citarse. Está la sombra de El talento de Mr. Ripley en la construcción del impostor, la melancolía de Taxi Driver en el retrato de la soledad, la claustrofobia moral de Persona en los reflejos cruzados, la frialdad luminosa de Drive en el uso de la ciudad como piel. Pero Lurker no copia, dialoga. Pertenece a esa tradición de cine que no teme el silencio ni la lentitud, que confía en que la tensión puede construirse sin sangre ni gritos.


El desenlace llega sin estridencia, como si todo lo que había que decir ya estuviera dicho en los rostros. No hay castigo ni redención, solo la constatación de que ambos estaban condenados a confundirse. Lo más inquietante es que el espectador no puede juzgar. Comprende. Y en esa comprensión se abre un abismo.


Y entonces llega la verdadera conclusión, la que no está en la trama, sino en el espejo que la película nos pone delante. Lurker no habla solo de un hombre que invade la vida de otro. Habla de todos nosotros. De una sociedad que ha confundido la conexión con la exposición. De un mundo donde la intimidad ha sido sustituida por la visibilidad y donde la autenticidad ya no se busca en el encuentro, sino en la validación externa. Nos hemos acostumbrado a medir nuestra existencia en likes, en comentarios, en miradas digitales que duran un segundo y se olvidan al siguiente. Hemos dejado de mirarnos a los ojos para mirarnos a través de pantallas. Hemos convertido el amor en contenido y la soledad en tendencia.


Russell, desde su aparente modestia, firma con Lurker una de las críticas más poderosas al presente. Su película no es un alegato moral ni una advertencia tecnológica. Es un retrato humano y devastador sobre cómo el miedo a no ser vistos nos ha hecho desaparecer. Ya no sabemos ser sin testigos. Necesitamos ser grabados, aprobados, aplaudidos. Y cuando alguien nos mira de verdad, sin filtros, sin espectáculo, sentimos pánico.


Al salir de la sala queda un silencio extraño. No es el silencio del final de un thriller, es el de un espejo roto. Porque Lurker no termina en la pantalla, continúa en nosotros, en cada mensaje que mandamos, en cada historia que publicamos, en cada mirada que lanzamos esperando respuesta. Es un recordatorio brutal de lo que hemos perdido: la autenticidad de ser uno mismo, el valor del cara a cara, la belleza de existir sin necesidad de ser observados.


Y quizás esa sea su verdadera grandeza. Lurker no es solo cine, es una herida abierta en el alma de nuestra época. Una película que nos obliga a reconocer que, en un mundo donde todos queremos ser vistos, ya casi nadie se atreve a mirar.


Xabier Garzarain 

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