“Eddington”:El virus de la certeza.

 Ari Aster siempre ha filmado el temblor. No el susto, sino el temblor: esa vibración interior que aparece cuando el alma se quiebra y el cuerpo ya no puede sostenerla. Desde sus primeros cortometrajes —The Strange Thing About the Johnsons o Munchausen— se intuía en él una obsesión con la fragilidad del vínculo humano, con el desamparo disfrazado de orden. En Hereditary transformó la herencia emocional en maldición; en Midsommar, el duelo en rito comunitario; y en Beau Is Afraid, la ansiedad infinita en arquitectura mental. Pero Eddington es otra cosa. Es el salto del miedo íntimo al miedo colectivo, del individuo que se desmorona a la sociedad que se pudre creyéndose cuerda. Es su película más terrenal, la más política, y quizá la más desesperada.



Rodada en los mismos desiertos de Nuevo México donde antaño cabalgaban los héroes del western clásico, Aster levanta su pueblo como una maqueta moral: un escenario donde cada gesto se examina bajo una luz implacable. El horizonte ya no promete libertad; ahora es un espejismo. La frontera está dentro. Y el enemigo no llega de fuera, sino que se multiplica dentro de cada casa, en cada pantalla, en cada certeza.


La historia arranca en mayo de 2020, cuando el mundo entero parecía detenerse. En el pequeño pueblo de Eddington, un enfrentamiento banal entre el sheriff local —un Joaquin Phoenix de mirada agotada y temple quebrado— y el alcalde, interpretado por Pedro Pascal, político de sonrisa templada y verbo persuasivo, desata una espiral de desconfianza que terminará devorando al propio pueblo. Una orden mal entendida, una norma mal aplicada, un rumor sin autor… y la cadena se enciende. Lo que parecía una comunidad unida se convierte en un enjambre de certezas incompatibles. No hay virus en pantalla; lo que se contagia es el miedo, la sospecha, la necesidad de culpar a alguien.


Aster escribe el guion como si diseccionara una fiebre moral. Cada escena es un espejo deformante del 2020 que vivimos, pero también de lo que vino después: la polarización, la desconfianza institucional, la rabia silenciosa de quien ya no soporta dudar. Sus personajes discuten sobre normas sanitarias, pero lo que está en juego es mucho más profundo: fe, poder, pertenencia. Lo político y lo íntimo se confunden; la verdad se vuelve una cuestión de volumen. Y Aster, que siempre filmó el dolor como un lenguaje físico, aquí filma la retórica. El terror no viene del grito, sino de la palabra. De la palabra que convence, que impone, que cierra el mundo.


Phoenix construye un personaje devastador. Su sheriff no impone respeto, lo pide. Es un hombre que lleva el mando como quien lleva una cruz, que confunde autoridad con refugio. Habla como si se pidiera perdón a sí mismo. Pascal, en cambio, interpreta al alcalde como un seductor de salón: sonríe, promete, media, hasta que su discurso empieza a resquebrajarse y su voz suena hueca, como si se escuchara desde el fondo de una cueva. Entre ambos se abre el abismo moral de la película: dos hombres que creen proteger, pero que solo se protegen de su propio miedo.


Emma Stone, encerrada en su taller de muñecas, representa la parte más vulnerable del film: su personaje modela rostros de arcilla mientras el pueblo se desfigura afuera. Es una de las metáforas más inquietantes de Aster: intentar comprender al otro fabricando su réplica. Austin Butler, sustituto de Christopher Abbott tras un conflicto de agenda, aporta una energía imprevisible, casi animal. Su personaje —mitad soldado, mitad predicador— encarna la violencia latente de una sociedad que ya no sabe si obedece o se rebela.


Visualmente, Eddington es un prodigio. Aster cambia aquí de cómplice y confía la cámara a Darius Khondji, maestro de la luz orgánica (Se7en, Amour, Uncut Gems). El resultado es una película que respira polvo, luz y amenaza. Los exteriores abrasan, los interiores enferman. La luz del desierto castiga, la de los fluorescentes contamina. En algunos planos, la cámara observa desde lejos, como si temiera contagiarse. En otros, se acerca tanto que el aire se espesa. Cada encuadre parece contener un juicio invisible.


El rodaje fue, según los propios actores, una experiencia extrema. Phoenix y Pascal improvisaron gran parte de sus enfrentamientos, y Aster insistió en filmar cada discusión como si fuera una partida de ajedrez: sin pausas, sin cortes, hasta que uno de los dos se quebrara. Durante una de las secuencias nocturnas, una tormenta de arena arrasó el set, y Aster decidió aprovecharla: los técnicos se refugiaron tras los camiones mientras la cámara seguía rodando. Es la escena en que el polvo engulle el pueblo, y no hay efectos digitales. El caos es real. También fue idea suya mantener el uso de mascarillas verdaderas y las distancias entre actores durante buena parte del rodaje, para preservar la sensación de aislamiento. Lo consiguió: Eddington se siente filmada dentro de la misma asfixia que retrata.


El diseño de producción y el atrezo son un mapa simbólico. Los carteles de “Use mascarilla” descoloridos, las cintas amarillas que marcan los suelos, los botes de gel que se convierten en fetiches, los altares domésticos improvisados: cada objeto revela la necesidad humana de ritualizar el miedo. La América de Eddington no es la del mito fundacional, sino la del garaje, el supermercado, el salón de Zoom. El western, filtrado por la pandemia, se vuelve un teatro de claustrofobia moral. Ya no hay duelos al sol, sino reuniones por videollamada. Ya no hay caballos, sino discursos. Pero la violencia es la misma, solo más civilizada, más invisible.


La música, firmada por The Haxan Cloak y Daniel Pemberton, es una respiración que envuelve el film. Krlic aporta la sombra: los drones graves, los pulsos electrónicos, los sonidos que se confunden con el viento. Pemberton aporta la memoria: melodías truncadas que evocan una épica perdida. Aster los combina como si quisiera recordarnos que la armonía también se contagia, que incluso el silencio puede enfermar.


El ritmo de Eddington es el de un incendio que tarda en declararse. La primera hora es paciente, casi documental. La segunda, pura combustión. El montaje alterna calma y vértigo hasta que la película se vuelve un espejo roto. No hay explosión final ni moraleja; lo que hay es una implosión moral. En el último tramo, el pueblo entero se escucha a sí mismo gritar. Nadie oye nada. Y el sol, inmóvil sobre la plaza vacía, se convierte en un dios que no concede respuestas.


El humor negro atraviesa la historia como un hilo de vida. Hay escenas que rozan la farsa —el pleno municipal retransmitido por Zoom, un funeral con distancia social—, pero incluso en su ironía hay melancolía. Eddington no se ríe del miedo, se ríe con él. Aster encuentra belleza en el ridículo humano, ternura en la torpeza. Y esa mezcla de crueldad y compasión es lo que lo convierte en uno de los directores más singulares de su generación: un autor que no juzga, pero tampoco absuelve.


Ari Aster quiere transmitir con Eddington que el verdadero peligro durante la pandemia, y por extensión en nuestro tiempo, no fue el virus, sino la certeza absoluta. No la enfermedad, sino la rigidez mental con la que cada persona y cada institución creyó tener razón. La película no trata de quién tiene razón, sino de cómo la necesidad de tener razón destruye la posibilidad de escucharnos. En el fondo, el mensaje es que la comunidad se descompone cuando el miedo busca refugio en la certeza, cuando ya no soportamos dudar. Aster sugiere que vivimos en una época donde todo el mundo opina, dicta, sentencia y nadie se atreve a callar para entender al otro. Por eso no hay héroes ni villanos: todos tienen parte de culpa, porque todos están convencidos de su propia pureza. El sheriff cree proteger, el alcalde cree liderar, los vecinos creen sobrevivir, pero en esa suma de convicciones se pierde el sentido de comunidad. Lo que nos separó no fue el miedo, sino la convicción de que solo nosotros sabíamos qué era lo correcto.


Y así, cuando la cámara se detiene en los últimos minutos sobre el pueblo vacío, lo que vemos no es un paisaje después del apocalipsis, sino el espejo de una humanidad exhausta, que ha olvidado cómo escuchar, cómo dudar, cómo convivir. Eddington no busca redimirnos, solo recordarnos que la verdad no vive en ningún bando, que la duda no es debilidad sino un acto de amor. Ese es su golpe más duro y más hermoso: descubrir que el virus pasó, pero la certeza sigue entre nosotros, agazapada, esperando la próxima oportunidad para dividirnos otra vez.


Xabier Garzarain 

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