La misteriosa mirada del flamenco: infancia, deseo y pólvora en el desierto.

 El cine latinoamericano reciente ha demostrado que las historias íntimas pueden iluminar las heridas de una sociedad entera. Diego Céspedes, con apenas treinta años, se coloca en la primera línea de esa tradición con La misteriosa mirada del flamenco. Su nombre ya había sonado en Cannes gracias a sus cortometrajes, donde exploraba con audacia los ritos de paso, la fragilidad de la infancia y las tensiones de la identidad. Con su ópera prima confirma las expectativas y se convierte en una de las voces más prometedoras de la cinematografía chilena. El reconocimiento no se ha hecho esperar: la película ha sido seleccionada para representar a Chile en la carrera hacia los Óscar, respaldada por una coproducción internacional que une a Francia, Alemania, España y Bélgica. Ese entramado de apoyos no borra su identidad local, sino que la potencia, y convierte este western moderno en un relato con eco universal.

La trama se sitúa en los años ochenta, en un pueblo minero del desierto chileno, donde una familia queer vive acosada por el prejuicio. La pequeña Lidia, de once años, observa cómo la superstición se convierte en sentencia: se les acusa de portar una enfermedad que se transmite con la mirada, una “peste” que en realidad es la encarnación metafórica del VIH y del estigma del sida en aquellos años. Céspedes construye una historia que no se contenta con la denuncia: hace del rumor un arma dramática, del miedo una materia narrativa y del odio una maquinaria social que corroe desde dentro. La narración, guiada por la mirada de Lidia, oscila entre el coming-of-age íntimo y la tragedia colectiva, y se convierte en un espejo donde lo doméstico y lo político se confunden.


El guion avanza con una lógica implacable. Cada escena parece sencilla, pero encierra un eco mayor: una reunión en la plaza, una canción que se cuela por la ventana, una puerta que se abre en la penumbra. Céspedes escribe con elocuencia sin caer en el subrayado, confiando en el poder de la elipsis y del símbolo. La progresión dramática es lenta, como un fuego que se expande bajo tierra, hasta que estalla con violencia contenida. El mito de la mirada mortal se convierte en un mecanismo social, un rumor que justifica la exclusión y la violencia. Y al mismo tiempo, ese mito abre la puerta a una lectura universal: cualquier diferencia puede ser convertida en amenaza cuando la comunidad decide conjurar sus miedos con chivos expiatorios.


El ritmo es hipnótico. La tensión no se construye con persecuciones ni sobresaltos, sino con silencios, pausas y gestos. Un plano detenido medio segundo más de lo normal se transforma en cuchillo. El montaje confía en la paciencia del espectador, que no recibe descargas rápidas de información, sino una acumulación progresiva de atmósfera. El resultado es un suspense casi táctil: sentimos la opresión del pueblo, el miedo de la familia, la determinación creciente de Lidia. El western que Céspedes propone no busca duelos al sol, sino duelos de miradas. La épica se juega en lo invisible, en lo que late bajo la superficie.


Las interpretaciones elevan la película a un nivel de intensidad raro en un debut. Tamara Cortés, en el papel de Lidia, ofrece una actuación de madurez deslumbrante. Su rostro mezcla fragilidad y firmeza, inocencia y lucidez, y cada gesto suyo abre un universo. No actúa como una niña que imita a los adultos: actúa como alguien que aprende demasiado rápido el precio de ser distinto. Matías Catalán y Paula Dinamarca encarnan a los padres con una ternura firme que se convierte en refugio. Claudia Cabezas imprime en su personaje la dignidad de quien resiste aunque el aire se le niegue. Luis Dubó, con su rostro marcado por la vida, aporta el eco de los hombres endurecidos que todavía guardan un gesto de humanidad. Y alrededor, un coro de personajes secundarios completa el fresco de un pueblo que respira miedo y deseo reprimido. No hay caricaturas: cada personaje es un espejo de la ambigüedad de una comunidad que decide castigar lo que no entiende.


La fotografía de Angello Faccini convierte el desierto en un personaje vivo. La luz blanca del altiplano, casi cegadora, funciona como metáfora de una verdad que no se puede ocultar, aunque duela. Los planos abiertos dibujan horizontes infinitos que parecen promesas rotas, mientras los interiores estrechos refuerzan la sensación de asfixia. Los colores se mueven entre los ocres, los óxidos y los grises, como si la propia tierra estuviera marcada por la violencia. La cámara se acerca para registrar el temblor de una mano, el brillo de un ojo, la grieta en un labio: detalles mínimos que se vuelven monumentales. Cada encuadre refuerza la dualidad entre la amplitud del paisaje y la opresión social.


La música de Florencia Di Concilio se construye en torno al silencio. La percusión leve, las cuerdas que emergen como ráfagas de viento, los pasajes mínimos que apenas acompañan, todo parece diseñado para subrayar la respiración de los personajes. La partitura no impone, acompaña, y recuerda que a veces lo más poderoso es lo que no se oye. La música respira con la historia y la convierte en experiencia sensorial. Es sonido y, al mismo tiempo, es espacio emocional.


El trabajo de arte y atrezo refuerza la autenticidad de la época sin recurrir a clichés. Las telas gastadas, los utensilios domésticos, los pequeños aparatos eléctricos construyen un tiempo reconocible. Cada objeto parece usado, cargado de vida, y contribuye a la sensación de realismo. La casa de la familia se convierte en un refugio cálido, un corazón colectivo, frente al pueblo que aparece como escenario de dureza, polvo y sospecha. Los detalles son mínimos, pero cargados de sentido: un cartel arrugado, una silla vacía en medio de una reunión, una lámpara encendida a destiempo. El mundo está narrado desde lo material, desde los signos pequeños que sostienen lo invisible.


La película dialoga con múltiples tradiciones. Recoge del western su ética del territorio y del duelo, pero lo reescribe en clave íntima y queer. Toma del cine político latinoamericano la mirada crítica hacia la violencia estructural y la transforma en poesía visual. Resuena con Bacurau en su visión de comunidad sitiada, con Una mujer fantástica en la reivindicación de la identidad como resistencia, y con Priscilla, reina del desierto en su tono de himno a la diferencia y a la dignidad. Céspedes no copia: absorbe influencias y las devuelve transformadas, con un lenguaje propio, maduro y desafiante.


El clímax llega sin grandilocuencia, pero con una contundencia devastadora. La venganza no aparece como espectáculo, sino como afirmación de existencia. La violencia no se glorifica: se denuncia, se muestra como la reacción ruin de un orden masculino que no tolera la diferencia. Y frente a esa violencia, Lidia y su familia responden con vida, con presencia, con ternura. El final no se cierra con un portazo, sino con la certeza de que la resistencia se prolonga más allá de la pantalla.


La misteriosa mirada del flamenco es también una llamada urgente a aceptar lo nuevo, a abrazar lo distinto como parte de la misma comunidad humana. La película muestra con claridad cómo el miedo convierte la diferencia en amenaza, pero también cómo esa violencia es cultural y no natural. Los animales no atacan a los de su propia especie por ser distintos: es el ser humano quien, atrapado en sus miedos y en su rigidez, agrede y elimina lo que no entiende. Céspedes filma esa fractura con un eco contemporáneo: vivimos un tiempo de regresiones, de fascismos en alza y de un retorno a valores rígidos, cuando el futuro debería ser abrirse a nuevas formas de vida, de sexo y de expresión, multiplicando las posibilidades de ser felices. La película se convierte en un canto a la libertad frente a los hombres salvajes que, ante la antítesis de su propia masculinidad, responden con violencia. Y en ese canto resuena también la esperanza: la diferencia no destruye, la diferencia ilumina.


Lo que Diego Céspedes transmite no se agota en la denuncia del estigma. Su cine afirma que el amor, en contextos de hostilidad, es un acto de soberanía. La familia queer de Lidia no ocupa el lugar de víctimas ejemplares, sino de vida que insiste, de comunidad que se niega a desaparecer. El rumor que pretende matar se queda sin aire cuando se descubre que el deseo no contagia muerte, sino humanidad. La infancia no aparece como alegoría abstracta, sino como experiencia concreta que aprende, sufre y decide. El western se reescribe en clave íntima y política, con una ética de cuidado que desarma el mito y una estética de precisión que lo vuelve inolvidable.


Queda una película que camina con la frente alta entre la polvareda y el sol. Queda el retrato de una niña que entendió demasiado pronto el costo del miedo y eligió la valentía como lengua materna. Queda un territorio y una comunidad que, en su fragilidad, brillan. La misteriosa mirada del flamenco no pide permiso para existir: enuncia un mundo donde la ternura y la furia pueden ser la misma cosa cuando lo justo se defiende. Y, cuando termina, deja en el pecho una certeza nítida: el amor no enferma, el amor nos mantiene vivos.


Xabier Garzarain 

Comentarios

Entradas populares de este blog

“Sirat”: un puente invisible entre la pérdida y el misterio.

“Emilia Pérez: Transformación y poder en un juego entre el crimen y la identidad”

“La Sustancia”: Jo que noche.