“AsWeBreathe”: El aire está envenenado, pero lo que realmente falta es el oxígeno del amor..
El humo se ve. Se huele. Se toca. El incendio exterior que arrasa fábricas, tierras y ganado en Anatolia a principios de los 2000 es tangible, material, visible para todos. Pero el verdadero fuego de As We Breathe no está ahí fuera: se quema dentro de una casa, en los silencios de una mesa, en las palabras que nunca llegan, en los ojos de una niña de diez años que se consume en su propia soledad. Esa es la grandeza del debut de Seyhmus Altun: convertir una catástrofe natural en metáfora de una catástrofe emocional mucho más honda, en la que la infancia se convierte en un campo arrasado.
Altun no aparece de la nada. Nació en Diyarbakır, en 1988, y se graduó en Cine y Televisión en la Universidad Bilgi de Estambul en 2011, donde más tarde completó un máster en 2016. Trabajó durante años en Dinamo Istanbul, productora en la que se fogueó desde 2009 en distintos puestos, antes de dar un salto fundamental en 2018: fundar Mental Film, su propio espacio creativo, donde empezó a dar forma a una voz propia. Como muchos cineastas de su generación, exploró primero la publicidad, colaborando con gigantes como P&G, Unilever, Mercedes-Benz o Toyota, un terreno que le permitió dominar la técnica pero que nunca terminó de saciar su búsqueda personal. En 2020 dirigió el cortometraje All Lights We Can’t See, premiado en Turquía, Rusia, Italia y Canadá, y fue entonces cuando comenzó a perfilar lo que hoy es su primer largometraje. El proyecto llegó a WIP Europa en 2024 bajo el título Memento non mori, un nombre que ya anticipaba su obsesión por la memoria, la fragilidad y la muerte de la inocencia. Con As We Breathe, Altun da un paso firme hacia el cine internacional con una obra que respira verdad y dolor.
La película nos conduce al interior de una familia disfuncional, marcada por la ausencia de la madre, por un padre endurecido y ausente, y por una hija obligada a crecer demasiado rápido. Esma, interpretada con sobrecogedora naturalidad por Defne Zeynep Enci, es el pilar invisible de esa casa: cuida de sus hermanos pequeños, asume las tareas domésticas, atiende a los animales, incluso intenta suavizar los arrebatos de su padre. Pero lo que nunca recibe a cambio es aquello que necesita para seguir siendo niña: atención, afecto, reconocimiento. Ahí late la paradoja: se le exige madurar, ser adulta, cargar con responsabilidades que no le corresponden, pero sus necesidades más elementales como criatura —jugar, ser mirada, ser valorada en lo pequeño— son negadas sistemáticamente.
Lo que podría presentarse como un drama social sobre un pueblo amenazado por el fuego es en realidad un drama familiar soterrado, donde el padre, interpretado por Hakan Karsak, encarna una masculinidad rota. Perdido, obstinado en mantener a flote lo poco que queda, incapaz de procesar su propia frustración, este hombre canaliza su rabia y su silencio contra quien menos lo merece: la hija que todo lo da. Es un retrato incómodo porque no hay villanos claros: el padre no es un monstruo, sino un hombre que se ha vuelto incapaz de mirar, de reconocer, de amar en lo concreto. Y precisamente por eso duele más: porque la violencia no es un golpe espectacular, sino un goteo constante de indiferencia.
El guion de Altun construye la historia a partir de los vacíos: no lo que se dice, sino lo que se calla; no lo que se entrega, sino lo que se niega. La cámara se demora en los rostros, en los objetos cotidianos, en los gestos aparentemente banales que terminan por adquirir una fuerza devastadora. La niña quiere cosas simples: conservar sus libros intactos, tener pequeños detalles que marquen su crecimiento, sentirse reconocida en lo mínimo. Son deseos casi insignificantes para un adulto, pero fundamentales para quien está abriéndose a la vida. Y al ser sistemáticamente ignorados, lo que queda es un hueco que arde por dentro.
El ritmo de la película es denso, pausado, como una respiración entrecortada. Cada plano parece inhalar y exhalar con dificultad, reflejando la asfixia literal del humo exterior y la asfixia metafórica del vínculo familiar. La fotografía de Cevahir Şahin convierte el paisaje rural en un espacio clausurado: la luz natural filtrada por el polvo del fuego, los interiores sombríos, la sensación de que no hay horizonte. La música de Artem Litovchenko apenas aparece, pero cuando lo hace lo sentimos como un nudo en la garganta, un eco de esa respiración tensa que da título a la película.
El montaje evita toda catarsis fácil. No hay grandes estallidos dramáticos que resuelvan el conflicto, solo acumulación, espera, tensión contenida. Eso lo convierte en un film exigente, como ya apuntaron las primeras críticas en el TIFF, pero también en una obra profundamente honesta: no maquilla, no suaviza, no ofrece alivio.
El punto de no retorno llega en una escena que no conviene revelar, porque su potencia reside en la experiencia del espectador. Lo que sí puede decirse es que, llegado ese instante, comprendemos de golpe todo lo que Esma llevaba cargando, y sentimos el estremecimiento de una infancia que se rompe porque nadie la quiso cuidar. No es un giro gratuito, sino el desenlace lógico de la indiferencia. El verdadero incendio estalla dentro de la casa, dentro de esa niña que se niega a seguir siendo invisible.
La película dialoga con otras miradas sobre la infancia herida: El espíritu de la colmena, donde la inocencia se enfrenta al misterio y al vacío; La ciénaga, donde la decadencia familiar impregna cada rincón; o incluso con obras contemporáneas que examinan la disfunción familiar desde la óptica del niño, como Shoplifters de Hirokazu Kore-eda. Pero Altun no imita: su film posee un aliento propio, áspero, que nace de un contexto muy concreto —la Anatolia rural a inicios del milenio— y se universaliza en la experiencia de cualquier espectador que haya sentido la herida de no ser visto.
Lo más devastador llega con los créditos finales. La sensación no es de alivio ni de conclusión, sino de descorazonamiento. El espectador sale de la sala con el pecho oprimido, consciente de que el incendio exterior era apenas una excusa narrativa. Lo que de verdad quema es el incendio interior, la hoguera invisible de una familia incapaz de darse amor, de un padre perdido en su propio desierto emocional, de una hija que quería seguir siendo niña y se ve obligada a convertirse en adulta demasiado pronto. Y ese incendio, más que cualquier fábrica en llamas, es el que deja cicatriz.
Y al salir del cine lo único que queda es esa mirada perdida de Esma, grabada en nuestra memoria como un recordatorio imborrable de lo que significa crecer sin haber sido visto, valorado o amado. Es la llamada de atención más dura y más desgarradora que puede lanzar un niño: si no me miras, si no me escuchas, si no me reconoces, buscaré otra forma de existir aunque duela. Es triste que la infancia tenga que llegar a esos extremos, porque ahí se revela su vulnerabilidad esencial: el miedo a ser ignorado, a no pertenecer, a convertirse en un fantasma dentro de su propia casa. Y pese a todo, cuanto más se esfuerza, cuanto más da de sí misma, menos respuesta obtiene, hasta quedar frente al abismo de la muerte del yo, esa desaparición simbólica que es peor que cualquier herida física. Porque no hay nada que hiera más a un niño que ser invisible, nada que lo destruya más que la certeza de no importar.
Y sin embargo, en medio de esa oscuridad, la película deja entrever un resquicio, una grieta donde se cuela la posibilidad de un cambio. Esa mirada rota de Esma, por más dura que resulte, funciona también como toque de atención: un recordatorio de que incluso en la fractura hay posibilidad de aprendizaje. Es un final descorazonador, sí, pero también es un espejo en el que los adultos podemos reconocernos, y un llamado a no repetir el mismo error. Porque todos aprendemos de todos, incluso en el dolor. As We Breathe nos dice que siempre queda un espacio, mínimo pero vital, para entender, para reparar, para cuidar. Y que quizá el verdadero gesto de amor que podemos ofrecer, después de verla, sea atrevernos a mirar de frente a quienes nos piden, en silencio, lo más simple y lo más urgente: ser amados.
Xabier Garzarain

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