“Frankenstein”: la belleza que nace de la herida.

 Guillermo del Toro llevaba toda la vida escribiéndole cartas de amor al monstruo. Desde Cronos hasta La forma del agua, sus películas han sido variaciones de una misma plegaria: los monstruos no son los otros, somos nosotros cuando no sabemos amar. En Frankenstein, por fin, esa plegaria encuentra su icono definitivo. No hay gesto gratuito: del Toro convierte la novela de Mary Shelley en un espejo emocional donde creador y criatura se miran hasta romperse, y lo hace con la convicción de quien culmina una búsqueda personal que empezó en su infancia con las películas de James Whale.


El recorrido de Del Toro hasta aquí es esencial para entender la fuerza de esta película. En Cronos ya se intuía esa fascinación por la vida artificial y la imposibilidad de escapar de la fragilidad humana. Mimic fue su primer gran enfrentamiento con Hollywood, donde aprendió que los monstruos podían ser metáforas de sistemas crueles. En El espinazo del diablo y El laberinto del fauno encontró su lenguaje, mezclando la historia política con lo fantástico. Más tarde, La cumbre escarlata le permitió abrazar sin miedo el gótico puro, y con La forma del agua alcanzó un reconocimiento global que le dio carta blanca para levantar su proyecto más soñado: Frankenstein. No es una casualidad, sino una evolución natural. Todo su cine anterior parece un ensayo general para llegar a esta obra, donde el monstruo deja de ser secundario para convertirse en el corazón de la fábula.



La trama se despliega como un duelo moral. No estamos ante un relato de sustos ni de persecuciones, sino ante un interrogante íntimo: qué significa dar vida y qué compromisos exige ese gesto. El guion, escrito por el propio Del Toro a partir de Shelley, renuncia al efectismo para habitar el territorio del dolor lúcido. La criatura vaga entre la necesidad de ser amada y la urgencia de vengar su abandono, y la película se convierte en una tragedia compasiva donde cada escena arde con la intensidad de una plegaria oscura.


El reparto sostiene este edificio con interpretaciones que desbordan. Jacob Elordi encarna a la criatura con una fisicidad monumental, pero detrás de cada gesto se adivina un temblor íntimo que lo aproxima a los grandes héroes trágicos de la literatura. No es un villano ni una bestia: es un ser humano herido que no sabe pronunciar su dolor. Oscar Isaac, en cambio, da vida a un Victor Frankenstein brillante y ególatra, atrapado en la fascinación de su propio genio pero incapaz de sostener la ética del mundo que ha creado. Mia Goth aporta a Elizabeth un aire inquieto, una fragilidad que esconde una voluntad secreta, como si supiera desde el principio que su destino está marcado por las sombras. Christoph Waltz, en el papel de Harlander, es pura tentación: un murmullo venenoso que empuja a Victor hacia la perdición. Y en torno a ellos, los secundarios añaden capas de memoria y densidad, desde la autoridad de Charles Dance hasta la gravedad de Lars Mikkelsen, pasando por la melancolía de David Bradley y la juventud quebrada de Felix Kammerer.


El tono general de la película tiene la cadencia de una ópera gótica. Cada acto comienza con promesas y se cierra con heridas. Cada secuencia respira con la solemnidad de una procesión emocional que arrastra lentamente hacia lo inevitable. Su extenso metraje cercano a las dos horas y media no pesa, porque cada plano se instala con la densidad de una confesión imposible de apresurar. Del Toro apuesta por la acumulación sensorial, y todo lo que aparece en pantalla, el fuego, la nieve, el metal, los fluidos, se combina para crear una textura que no solo se contempla, sino que se incrusta en la memoria del espectador.


La fotografía de Dan Laustsen es un despliegue de claroscuro que convierte la penumbra en estado del alma. Los negros se vuelven terciopelo, las luces recortan los rostros como si fueran esculturas de mármol, las pieles tienen la textura del yeso húmedo. El diseño de producción de Tamara Deverell levanta un siglo XIX febril donde la ciencia parece tan clandestina como sacrílega, mientras el vestuario de Kate Hawley dota a cada personaje de una identidad marcada por la tensión entre lo humano y lo espectral. El maquillaje de Mike Hill, responsable de la criatura, no busca la deformidad grotesca, sino una belleza herida, una cicatriz escultórica que convierte al monstruo en icono y en herida a la vez. Todo lo que aparece en escena, desde un bisturí hasta un vendaje, habla del mito y del precio de desafiar a lo inalcanzable.


La música de Alexandre Desplat se mueve con la melancolía de un réquiem. A veces contenida, a veces expansiva, acompaña siempre la respiración de la criatura. Cuando el monstruo observa, la música suspira. Cuando toma una decisión, la armonía se tensa. No hay un solo compás que busque manipular, sino un acompañamiento íntimo que entiende que el verdadero horror no es el grito, sino el eco de un amor imposible. En este sentido, Desplat prolonga la tradición de sus colaboraciones previas con Del Toro, pero aquí alcanza una profundidad mayor, como si cada nota supiera que está acompañando no solo a un personaje, sino a toda la memoria del mito.


Las anécdotas del rodaje confirman que esta era la película más personal de Del Toro. Llevaba más de treinta años persiguiéndola, escribiendo versiones de guion y esperando el momento en que los estudios confiaran en él. Supervisó personalmente el diseño de la criatura junto a Mike Hill, incluso antes de tener la financiación asegurada. Eligió a Jacob Elordi en un movimiento que muchos consideraron arriesgado, pero que acabó convirtiéndose en uno de los mayores aciertos del proyecto. Y rodó parte de las escenas en paisajes naturales de Escocia e Islandia para recrear la sensación de exilio y soledad que respira la novela. Cada decisión confirma que Del Toro no abordaba un encargo, sino un sueño largamente gestado.


En relación con otras adaptaciones, Frankenstein dialoga con sus predecesoras pero no se somete a ellas. No compite con Boris Karloff ni con James Whale, sino que les rinde homenaje desde la distancia. Frente a la teatralidad de Whale o la grandilocuencia de la versión de Kenneth Branagh en los noventa, Del Toro opta por la compasión oscura. Incluso puede ponerse en diálogo con películas como Ex Machina o Blade Runner, donde la criatura busca identidad y amor frente a un creador que se desentiende. En todas late la misma pregunta: ¿qué nos hace humanos? Del Toro la responde con su ética de siempre: no el poder de crear, sino la capacidad de cuidar.


En el fondo, lo que Guillermo del Toro nos entrega no es una película de monstruos, sino una meditación sobre la herida original de la humanidad: el miedo a estar solos. La criatura nace de una chispa de ambición, pero lo que la hace eterna no es el fuego del laboratorio, sino el frío del abandono. Cada gesto, cada mirada, cada palabra que falta o llega tarde, es el recordatorio de que el verdadero horror no se mide en cicatrices ni en gritos, sino en la imposibilidad de ser acogido en un mundo que uno no eligió.


El monstruo de Del Toro no es un otro al que temer, es nuestro propio reflejo, un espejo incómodo en el que descubrimos que todos, en algún momento, hemos sido creados y dejados a nuestra suerte. Frankenstein se convierte así en un canto fúnebre y a la vez luminoso sobre la responsabilidad de amar lo que traemos al mundo, ya sea un hijo, una idea, una obra de arte o un vínculo humano. La chispa que anima a la criatura es la misma que sostiene nuestras relaciones: sin cuidado, sin acompañamiento, esa luz se apaga y deja tras de sí un desierto de sombras.


En esa verdad se esconde quizá el secreto último de un cineasta que ha hecho de los monstruos su casa: mostrarnos que la belleza surge cuando nos atrevemos a mirar lo que siempre quisimos ocultar. No en la chispa que crea la vida, sino en la ternura que sabe acompañarla, reside la grandeza de este cine. Y por eso el mito de Frankenstein no se apaga nunca: porque nos recuerda que incluso en nuestras heridas más hondas sigue latiendo la necesidad de ser amados.


Xabier Garzarain 

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