“Una batalla tras otra:”La revolución no se gana ni se pierde: se sostiene.
Hay películas que no se conforman con contar una historia: quieren abrir una herida en la conciencia colectiva. Una batalla tras otra es de esas. Paul Thomas Anderson regresa al corazón oscuro de Estados Unidos con una película que es a la vez un grito político, una elegía por los ideales traicionados y una sinfonía sobre la memoria. Su cine siempre ha sido el de los cuerpos que resisten, pero aquí esa resistencia se vuelve explícitamente moral: ya no se trata de amar o dominar, sino de recordar, de no dejarse domesticar por el olvido.
Anderson no ha filmado nunca dos veces la misma película, y sin todas hablan entre sí, como si fueran estaciones distintas de un mismo viaje hacia la verdad. Desde la exuberancia coral de Magnolia hasta la asfixia mística de The Master, desde la melancolía ácida de Licorice Pizza hasta la fiebre industrial de There Will Be Blood, cada film suyo ha sido una forma de explorar cómo los seres humanos se miden con lo que creen. Con Una batalla tras otra da un paso más: entra en el territorio de la política no para hacer discurso, sino para entender la moralidad como una experiencia física. Rodada en formato VistaVision, con una precisión de cirujano y una sensibilidad de poeta, la película respira como una gran novela americana filmada con el pulso del thriller y el alma de un réquiem.
La trama arranca como si lleváramos ya tiempo dentro de ella. Bob Ferguson, interpretado por un Leonardo DiCaprio en estado de gracia, fue un revolucionario en los años sesenta, alguien que creyó que el mundo podía cambiar a golpe de ideales y acción. Décadas después, vive retirado, cansado, casi invisible, hasta que un eco del pasado lo obliga a volver a moverse. Su hija, la joven Willa (Chase Infiniti), se ha visto envuelta en una red de violencia racial y corrupción institucional. Lo que empieza como un intento de rescatarla se convierte en una búsqueda interior: una batalla contra lo que uno fue, contra lo que el sistema te hace ser cuando ya no crees en nada. Anderson filma esa resurrección política sin épica, con una cámara que se acerca y se aparta como si respirara con los personajes, y convierte la acción en una experiencia íntima: cada paso, cada mirada, cada duda pesa.
DiCaprio ofrece aquí su interpretación más madura en años. Abandona los excesos de gestualidad que lo han caracterizado en algunos papeles recientes y se instala en una sobriedad dolorosa, casi contenida. Hay en su cuerpo algo del cansancio del veterano, pero también una dignidad feroz. Su Bob no busca redimirse: solo entender qué queda de él en el mundo que ayudó a construir. Frente a él, Sean Penn despliega uno de esos papeles que justifican toda una carrera. Su coronel Lockjaw es el rostro del poder: un hombre que ha aprendido a dominar con la sonrisa, a hacer de la represión una forma de estética. Penn interpreta al antagonista no como villano de manual, sino como un político con discurso, un estratega que cree de verdad en su misión. Su andar tenso, su voz modulada, su manera de medir cada gesto lo convierten en un símbolo de la violencia institucional que no necesita gritar para imponer miedo. En sus escenas con DiCaprio se respira algo más que tensión: se respira historia. Son dos maneras de entender América mirándose a los ojos. El idealismo derrotado frente al cinismo triunfante. El sueño que se desvanece frente al orden que lo entierra. Anderson los filma como si fueran reflejos de un mismo espejo: dos hombres que alguna vez creyeron en algo, ahora condenados a enfrentarse para recordar quiénes fueron.
Benicio del Toro, fiel a su magnetismo opaco, encarna a ese intermediario entre el pasado y el presente, el amigo traidor, la conciencia culpable. Su presencia tiene el peso de la culpa y el misterio. Regina Hall y Teyana Taylor aportan al film la energía y la memoria colectiva: son la voz de los que no tienen voz, los cuerpos que sostienen el relato cuando los héroes masculinos se agotan. Hall, con su mirada firme y silenciosa, y Taylor, con su mezcla de rabia y ternura, representan la verdadera fuerza de esta historia: la que no busca gloria, sino justicia. Alana Haim, por su parte, encarna la inocencia que aún no ha aprendido a rendirse, mientras que la debutante Chase Infiniti, como Willa, se convierte en el corazón palpitante del film. Su relación con DiCaprio no es la de una hija y un padre, sino la de dos sobrevivientes que buscan reconciliarse con la historia.
El rodaje, según contaron varios miembros del equipo, fue tan físico como espiritual. Anderson filmó durante meses en California, entre Sacramento, Humboldt y el desierto de Anza-Borrego, en jornadas agotadoras marcadas por la arena y el calor. El viento obligaba a repetir planos una y otra vez, pero Anderson insistía en rodar en exteriores reales, sin filtros digitales, para que la imagen respirara polvo y verdad. Jonny Greenwood, que componía la música a la vez que se rodaban algunas escenas, grabó los ruidos del desierto para integrarlos en la banda sonora. Se dice que en una noche de rodaje, Sean Penn improvisó un monólogo sobre la gloria y la obediencia que Anderson decidió filmar sin cortar: esa improvisación, seca y brutal, se ha convertido en una de las secuencias más comentadas del film. La película está dedicada a Adam Somner, el primer ayudante de dirección de Anderson, fallecido durante la producción, un gesto que añade una capa de melancolía al resultado final.
El guion, inspirado libremente en Vineland de Thomas Pynchon, es una sinfonía de densidades. Anderson traduce la paranoia literaria del autor en imágenes físicas, en atmósferas que respiran sospecha. El humor negro aparece como alivio y como arma, como si reírse del absurdo fuera la única manera de sobrevivir al sistema. No hay frases declamadas ni moralejas subrayadas: lo que hay son heridas abiertas, silencios largos y miradas que pesan más que cualquier discurso. El film no busca enseñar nada, sino hacer sentir el peso de lo que olvidamos. En el fondo, Una batalla tras otra no trata de política, sino de memoria: de cómo el poder borra, reescribe, domestica los recuerdos, y de cómo el cine puede devolvérselos a quienes los perdieron.
La fotografía de Michael Bauman es una de las más bellas del año. Los amaneceres tienen color de herida, los interiores están bañados en sombras que parecen espiar. La cámara se mueve con lentitud, como si temiera alterar el equilibrio del mundo que retrata. Cada plano tiene textura: el polvo, la piel, la luz del neón. Anderson filma el aire que respiran sus personajes y lo convierte en materia dramática. El atrezzo, los objetos, los trajes, los archivos y las armas tienen vida propia: hablan del paso del tiempo y del desgaste moral de una nación que lleva décadas repitiendo sus errores.
Y sobre todo está la música de Greenwood, ese rumor constante que vibra debajo de la película como un nervio. Greenwood no compone melodías, compone tensiones. Hay violines que parecen sirenas lejanas, cuerdas que tiemblan como si fueran respiraciones. A veces la música se retira y deja el silencio absoluto, y ese silencio es más inquietante que cualquier sonido. Cuando reaparece, lo hace como una oleada emocional que te atraviesa. La combinación entre la imagen de Bauman y la partitura de Greenwood produce momentos de pura hipnosis visual: el cine como trance, como memoria corporal.
En su estructura, Anderson dialoga con una tradición muy concreta: la del cine político y paranoico de los setenta. Hay en Una batalla tras otra ecos evidentes de The Parallax View y All the President’s Men, ese tipo de películas que nacieron del desencanto posterior a Vietnam y que entendían la conspiración no como género, sino como síntoma nacional. Como Alan J. Pakula o Costa-Gavras, Anderson filma el poder desde las sombras: los despachos, los micrófonos, los pasillos donde nunca entra la luz. Pero mientras aquellos autores buscaban revelar un complot, Anderson busca algo más inquietante: mostrar que el complot ya no se oculta, que se ha vuelto paisaje. En su mirada, la vigilancia es parte del aire, una condición de existencia.
En paralelo, la película conversa con el thriller contemporáneo, con esa línea de cine norteamericano que va de Traffic a Sicario y Zero Dark Thirty, pero invirtiendo sus códigos. Donde aquellas narraban la guerra contra el enemigo exterior, Anderson la traslada al terreno íntimo: la guerra dentro de casa, la violencia incrustada en la rutina, la frontera convertida en espejo. Incluso podría verse una resonancia con Joker en su modo de entender el malestar social como herencia estructural, no como excepción. Anderson se adentra en ese territorio, pero sin recurrir a la estética del caos: prefiere la serenidad inquietante, la calma que antecede al derrumbe.
Y dentro de su propia filmografía, Una batalla tras otra funciona como el punto de convergencia entre la paranoia luminosa de Inherent Vice y la ambición moral de There Will Be Blood. De la primera toma el desconcierto, la sensación de que todo está conectado por hilos invisibles; de la segunda, la ferocidad con la que el poder corrompe todo lo que toca. Si en The Master el conflicto era espiritual, aquí es ético. Si en Phantom Thread la violencia se escondía bajo la belleza, aquí la belleza se ensucia para que la violencia no pase inadvertida. Anderson ha logrado unir todas sus obsesiones —la culpa, la autoridad, la fe, la necesidad de pertenecer— en un único relato que funciona como radiografía de un país y como confesión personal. Es, en cierto modo, su gran película política, pero también su película más humana.
Y es imposible no leer la película en clave contemporánea. Aunque se rodó antes de la escalada actual de tensiones raciales y políticas en Estados Unidos, parece filmada ayer. El país que muestra —militarizado, dividido, saturado de miedo— es el mismo que en 2025 se pregunta qué significa todavía la palabra libertad. Anderson no predijo: entendió. Entendió que el fascismo moderno no llega con botas, sino con algoritmos; que la violencia no se grita, se normaliza; que el olvido es la forma más eficaz de censura. Por eso Una batalla tras otra no es solo un film sobre el pasado: es un espejo del presente. Y verla en una sala americana, hoy, es un acto político en sí mismo.
La película no busca redimir a nadie. Su final, abierto y sobrio, no ofrece victorias ni martirios. Solo una sensación de persistencia: la de un hombre que decide seguir luchando, no por ideología, sino por decencia. Esa decencia, tan simple y tan olvidada, es el verdadero núcleo moral del cine de Anderson. El último plano, una cámara fija, un cuerpo que respira y un horizonte incierto, es uno de los más hermosos de su filmografía. No porque cierre nada, sino porque deja abierta la pregunta esencial: cómo se sigue viviendo cuando el mundo te ha demostrado su mentira.
Una batalla tras otra no es una película más en la carrera de Paul Thomas Anderson: es su testamento momentáneo, la suma de todo lo que ha sido y la promesa de lo que vendrá. Es un film que nos recuerda que la lucha no se gana ni se pierde: se sostiene. Que la verdadera revolución es seguir mirando de frente. Que el cine, cuando es cine de verdad, no se conforma con entretener: nos obliga a pensar, a sentir y, sobre todo, a recordar.
Xabier Garzarain

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