“Nuestra tierra:”una cicatriz luminosa en la pantalla.
Hay películas que no solo se ven, sino que se sienten como un eco que atraviesa la historia. Nuestra tierra de Lucrecia Martel es una de ellas. Desde su estreno fuera de competición en Venecia hasta su paso por Toronto, San Sebastián, Londres, Nueva York y Vancouver, este primer largometraje documental de la gran cineasta argentina se ha convertido en un acontecimiento cinematográfico y político. No es un documental cualquiera: es un acto de memoria, un archivo y un gesto de resistencia filmado con una delicadeza feroz.
Martel lleva más de dos décadas explorando las grietas de Argentina: la decadencia burguesa de La ciénaga, el silencioso deseo en La niña santa, la culpa en La mujer sin cabeza, el colonialismo en Zama. Cada película parecía excavar más hondo en las capas invisibles del país. En Nuestra tierra se produce el viraje definitivo: Martel abandona la ficción para internarse en el documental, pero en realidad sigue haciendo lo mismo que siempre ha hecho: escuchar los murmullos de la historia, mirar donde nadie quiere mirar, traducir en imágenes la violencia invisible.
La película parte de un crimen real: el asesinato de Javier Chocobar, líder de la comunidad indígena Chuschagasta en Tucumán, en 2009. Chocobar fue abatido a tiros mientras defendía las tierras ancestrales de su comunidad frente a un terrateniente y dos ex policías. Todo quedó grabado en un video casero que se difundió en internet y se convirtió en prueba judicial. Sin embargo, durante nueve años no se abrió ningún procedimiento. Recién en 2018 comenzó el juicio. Ese largo paréntesis es el espacio que Martel filma: la herida abierta del despojo, la injusticia como sistema.
La estructura narrativa de Nuestra tierra se aleja del “true crime” televisivo. No hay suspense fácil ni giro final. Hay, en cambio, una paciente construcción de capas: archivos judiciales, fotografías familiares, reconstrucciones para el juicio, grabaciones con celulares y planos aéreos de drones. Martel y su coguionista María Alché elaboran un mosaico que entrelaza el presente del juicio con siglos de expropiación. Esa forma fragmentaria, lejos de diluir el drama, lo engrandece: el asesinato de Chocobar ya no es un hecho aislado, sino un símbolo de quinientos años de despojo.
Los “personajes” de la película no son actores, sino voces y cuerpos reales: los acusados en el tribunal, los abogados, la viuda y el hijo de Chocobar, los comuneros que escuchan en silencio. Martel filma sus gestos con una precisión que recuerda a su cine de ficción: los micro-movimientos, las miradas cruzadas, la solemnidad contenida. La ausencia de Javier Chocobar, su condición de protagonista muerto, es paradójicamente el corazón del relato. Cada imagen es también un duelo.
La fotografía de Ernesto De Carvalho y Federico Lastra dialoga con esa tensión. Por un lado, la textura íntima del material doméstico, casi tembloroso. Por otro, los planos de dron que sobrevolaron el territorio. Martel dudaba en usar esa tecnología de origen militar, pero la convierte en herramienta para cartografiar la belleza del lugar. La tierra, vista desde arriba, se muestra en su escala y su fragilidad: ya no es solo escenario de un crimen, sino testigo silenciado de su propia historia. Cuando se habla de tierras robadas, dice Martel, no solo se roba la materia prima, también se roba la belleza. La película lo demuestra.
El sonido y la música son otro eje esencial. Martel siempre ha trabajado el sonido como memoria corporal. Aquí, los murmullos del tribunal, los ecos de disparos, los cantos indígenas y la música sobria de Alfonso Olguín se entrelazan para crear una atmósfera ritual. No hay subrayados melodramáticos: hay duelo, dignidad, resistencia.
El montaje, a cargo de Jerónimo Pérez Rioja y Miguel Schverdfinger, es escritura pura. Saltos temporales, capas de archivos, inserción de testimonios. El tiempo no avanza en línea recta, sino en espiral. Así se siente la repetición histórica de la violencia: el pasado no pasa, vuelve.
Hasta los objetos —carpetas del juicio, documentos escaneados, fotografías ampliadas— se convierten en protagonistas. Martel los filma como reliquias, como si cada hoja contuviera no solo datos, sino memoria viva. Y de hecho es así: durante el rodaje, la directora escaneó todo y entregó los archivos a la comunidad. La película no es solo un testimonio: es, en sí misma, un archivo que devuelve imágenes a quienes se las quisieron arrebatar.
Nuestra tierra dialoga con la gran tradición del cine documental de memoria: Patricio Guzmán, Rithy Panh, Joshua Oppenheimer. Pero Martel no busca la épica ni la confesión. Su tono es sensorial, poético, inquietante. Filma el sistema legal heredero del colonialismo como una maquinaria que convierte títulos de propiedad en instrumentos de despojo. Filma a la comunidad indígena como un sujeto colectivo que persiste. Filma la tierra como un cuerpo herido.
La coproducción internacional —Argentina, México, Francia, Países Bajos, Dinamarca, Estados Unidos— es también un gesto político. Indica que esta no es solo una historia local, sino un problema global: la lucha por la tierra, el extractivismo, la negación de los pueblos originarios. Con Louverture Films, Piano, Snowglobe, Lemming Film, Pio & Co y The Match Factory en la producción y distribución, Nuestra tierracircula por los grandes festivales como un archivo que interpela al mundo.
¿Qué nos quiere transmitir Martel? Que la violencia no es un accidente, sino una estructura. Que robar la tierra es también robar la voz, la memoria y la posibilidad de narrar la propia historia. Que la justicia no llega desde arriba, sino desde la persistencia de quienes resisten. Y que el cine, aun siendo insuficiente, puede ser un acto de restitución: devolver imágenes, nombrar lo innombrable, abrir grietas en el relato oficial.
El final de Nuestra tierra no es un cierre. El juicio sigue sin resolverse plenamente, los asesinos estuvieron años libres, la comunidad continúa su lucha. Pero el documental deja una huella: ahora existe este archivo, esta película, esta memoria filmada. Martel no se erige en portavoz de los Chuschas, sino en aliada responsable que asume el peso de su mirada. Y en esa mirada hay respeto, cuidado, belleza.
Con Nuestra tierra, Lucrecia Martel firma su película más política y más íntima al mismo tiempo. Es un homenaje a Javier Chocobar y a todos los pueblos despojados, pero también una advertencia sobre el presente. No es solo la historia de un crimen en Tucumán: es la historia de quinientos años de despojo en América Latina. Y es, sobre todo, un recordatorio de que la tierra no se defiende solo con papeles ni con armas, sino con memoria, con imágenes, con relatos.
El cine no cambia el mundo de inmediato, pero puede abrir grietas en sus cimientos. Martel lo sabe y filma desde esa convicción. Por eso Nuestra tierra no es solo un documental: es una cicatriz luminosa en la pantalla. Una película que devuelve dignidad donde solo había olvido. Una obra mayor del cine contemporáneo.
Xabier Garzarain

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