“The Love That Remains:”permanecer es el acto más radical.
Hlynur Pálmason es un cineasta que no se explica desde la industria, sino desde la obstinación de un artista que ha hecho del tiempo, de la materia y del paisaje sus principales aliados. Nacido en Islandia en 1984, se formó primero como artista visual, con instalaciones y proyectos plásticos, antes de trasladarse a la Escuela Nacional de Cine de Dinamarca. Esa doble raíz, entre lo visual y lo narrativo, marca desde el principio su filmografía: cada una de sus obras es a la vez un relato y un objeto sensorial, una historia y un espacio para ser habitado. Tras cortos como A Painter, A Day or Two o Seven Boats, donde ya exploraba los límites de lo cotidiano y lo extraño, llegó su primer largometraje, Winter Brothers, en 2017. Ambientada en una comunidad minera, era una película sobre la repetición de rutinas, la alienación y la violencia soterrada, filmada con una densidad física y atmosférica que la convirtió en una revelación. Ganó los principales premios del cine danés y demostró que un debut podía ser áspero, minimalista y, al mismo tiempo, hipnótico.
Dos años más tarde llegó A White, White Day, estrenada en la Semana de la Crítica de Cannes, donde Pálmason desplazó la mirada del colectivo al individuo. La historia de un viudo que sospecha de la infidelidad de su esposa muerta se convirtió en una exploración obsesiva del duelo y la memoria. Allí, el director llevó al extremo su interés por el tiempo y el silencio: los gestos mínimos se volvían portadores de un peso insoportable, las pausas eran más elocuentes que los parlamentos. La crítica internacional lo confirmó como un autor a seguir. En 2022 estrenó Godland, una obra mayor en todos los sentidos: una odisea del siglo XIX, un sacerdote danés enfrentado al territorio islandés, una lucha entre fe y naturaleza. Rodada en formato cuadrado y con serenidad de época, la película consolidó su reputación mundial y lo situó como una de las voces más singulares del cine europeo contemporáneo. Entre medias, cortos como Nest, filmado con sus hijos mientras construían una cabaña, revelaban otra faceta: la intimidad, la infancia, el registro paciente de la vida familiar.
De ese recorrido surge The Love That Remains, estrenada en Cannes 2025. Un regreso a lo íntimo tras la épica de Godland, una película que retoma las preocupaciones de Nest y las expande en un largometraje sobre la separación de unos padres y el impacto en sus hijos. Pálmason no cuenta una ruptura como lo haría un melodrama convencional, con gritos y reconciliaciones, sino que filma un año en la vida de una familia como un proceso lento, erosionado, lleno de silencios, rutinas y pequeños sucesos extraños que revelan cómo se transforma el amor. Y lo hace, además, firmando él mismo la fotografía, como si necesitara recuperar el control directo sobre la mirada, sobre la textura misma de las imágenes.
Las interpretaciones están en absoluta sintonía con esta mirada. Sverrir Gudnason encarna al padre desde una vulnerabilidad física: sus gestos vacilantes, su cuerpo que parece inclinarse hacia delante como pidiendo disculpas, transmiten un hombre que no encuentra cómo estar en el mundo tras la separación. Ingvar Eggert Sigurdsson, actor fetiche de Pálmason, aporta su gravedad habitual: cada mirada suya parece contener décadas de experiencia no dicha. Saga Garðarsdóttir, en el papel de la madre, se aleja de los estereotipos para mostrarse frágil y concreta, capaz de sostener lo cotidiano y de mostrar sus grietas sin miedo. Y en el centro, Ída Mekkín Hlynsdóttir, hija del propio director, que ilumina la película con la transparencia de su presencia: no actúa, habita, y en ella se condensa la mirada más limpia y clara de todo el film.
El ritmo es el de las mareas: lento, repetitivo, siempre en movimiento. Pálmason estructura la película en viñetas que se repiten con variaciones mínimas, como estaciones que vuelven pero nunca son iguales. Una puerta que se abre, un coche detenido, una mesa en silencio. Lo importante no es lo que cambia de una escena a otra, sino lo que se sedimenta con la repetición. Así construye la experiencia del espectador: no hay giros de guion, no hay clímax previsible, sino la acumulación de emociones hasta que el cuerpo ya no puede más.
La trama es sencilla: un año en la vida de una familia que atraviesa la separación de los padres. Pero en esa sencillez está su fuerza. La película no busca narrar lo evidente de una ruptura, sino lo invisible: cómo persisten los recuerdos compartidos, cómo los objetos se convierten en testigos incómodos, cómo lo que parecía rutina se vuelve un abismo. Pálmason no filma una historia lineal, sino un mosaico de momentos que, puestos en conjunto, revelan lo irreparable y lo que, a pesar de todo, sobrevive.
El guion, escrito también por él, es austero y preciso. Los diálogos son escasos y nunca buscan cerrar un conflicto: abren heridas, dejan resonancias. El verdadero peso dramático está en los silencios, en lo que queda sin decir, en la fuerza de las elipsis. Pálmason confía en que el espectador complete lo que falta, que habite los huecos. Y es en esos huecos donde la película encuentra su profundidad.
La fotografía, esta vez firmada por el propio director, es un regreso a sus raíces. Los interiores se filman en penumbra, obligando al ojo a acostumbrarse, a convivir con la oscuridad. Los exteriores respiran con una claridad casi mística, donde la luz natural y la meteorología mandan. No hay artificio: el paisaje no está embellecido, sino ofrecido tal cual. Pálmason entiende la imagen como un cuerpo vivo: paredes húmedas, madera gastada, nieve que se derrite lentamente. Los encuadres se cierran cuando la tensión es insoportable y se abren cuando el relato necesita oxígeno. La fotografía no es ilustración: es el corazón mismo del film.
El atrezo y el trabajo de arte refuerzan este tono sin subrayarlo. Los objetos son depósitos de memoria: una taza rota que cambia de casa, fotos que se desplazan milímetros, cajas que aparecen y desaparecen, abrigos colgados en lugares donde ya no deberían estar. Cada objeto encierra un recuerdo, un vínculo, una pregunta. No hay decorado neutro: todo lo que aparece en pantalla pesa emocionalmente.
La música de Harry Hunt es discreta y sobria, con predominio de cuerdas tenues y silencios que se convierten en respiraciones del film. El diseño sonoro, como siempre en Pálmason, es decisivo: el viento que atraviesa la isla, una puerta que golpea, el zumbido de una lámpara se vuelven protagonistas invisibles. El sonido no acompaña la imagen, la expande, la completa, la vuelve experiencia sensorial.
Relacionada con otras películas del mismo género, The Love That Remains dialoga con el cine de Bergman, en su capacidad para mostrar el desgaste del amor sin artificios, con Kore-eda, en su atención a los rituales mínimos de la familia, y con Ozu, en esa serenidad para filmar la disolución de lo cotidiano. También se inscribe en una tradición del cine nórdico contemporáneo que mezcla lo realista con lo poético y que sitúa siempre al ser humano frente al peso del paisaje y de la memoria. Pálmason, sin embargo, es probablemente el más radical y poético de todos: su cine no se conforma con retratar, quiere transformar la percepción del espectador.
¿Qué quiere transmitir aquí el director? Que el amor no desaparece: se transforma, se redistribuye, cambia de lugar. Que una separación no anula lo vivido, sino que lo ordena de otra manera. Que una familia no es una foto fija, sino un organismo en constante negociación. Y, sobre todo, que aprender a habitar la pérdida no significa resignarse, sino encontrar nuevas formas de escucha.
La conclusión final es que The Love That Remains es una obra íntima y madura, quizá la más personal de Pálmason. Una película que no busca la espectacularidad ni la épica, sino la adherencia silenciosa. Una obra que confirma al director como una de las voces más coherentes y necesarias del cine europeo contemporáneo, alguien capaz de habitar lo épico y lo íntimo, lo monumental y lo doméstico, sin perder nunca la coherencia de su mirada.
Y ahí, en esa mirada, late lo esencial: que el amor nunca se extingue, sino que encuentra nuevas formas de permanecer. Que los vínculos humanos no son una foto fija, sino un tejido en perpetua transformación. Que incluso en el desgarro hay continuidad, incluso en la pérdida hay memoria, incluso en el silencio hay escucha. The Love That Remains nos deja precisamente eso: la certeza de que, más allá de todo, siempre queda algo que nos sostiene.
Xabier Garzarain

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