“la voz de Hind Rajab”:la voz que no se apaga.

 Kaouther Ben Hania ha ido puliendo una ética de la mirada que hoy es reconocible a los dos minutos de película. Desde Le challat de Tunis, donde convertía la ironía en bisturí, pasando por Zaineb Hates the Snow, que le enseñó a escuchar el tiempo, y Beauty and the Dogs, construida como una noche de túneles morales sostenida por planos-secuencia, hasta The Man Who Sold His Skin, alegoría feroz sobre el cuerpo convertido en mercancía, y Las hijas de Olfa, su gran laboratorio de memoria y ficción, su cine ha girado en torno a una convicción: filmar es hacerse responsable de la realidad del otro. La voz de Hind es la radicalización de ese credo. Ben Hania adelgaza el artificio, desplaza el centro del encuadre hacia el fuera de campo y convierte el acto de escuchar en forma cinematográfica.

El punto de partida es casi nada y, por eso, lo es todo: 29 de enero de 2024, una llamada de emergencia, una niña de seis años atrapada en un coche bajo fuego, unos voluntarios de la Media Luna Roja que la mantienen al teléfono mientras intentan abrirse paso con una ambulancia por una ciudad en colapso. La directora construye con ese hilo un procedural de emergencia y, a la vez, un poema de la atención. No indaga retrospectivamente ni dramatiza hacia el espectáculo; acompaña. El relato se sostiene en la sala de coordinación, en los pasillos donde los trámites se atascan, en la cabina de la ambulancia que avanza y retrocede. Lo decisivo —la niña, su respiración, la oscuridad del coche— se mantiene fuera de campo por una decisión ética nítida: no poseer la imagen de quien ya está desposeída. El vacío organiza el sentido. Ese hueco donde el espectador imagina es el lugar exacto donde el cine se vuelve política.


Las interpretaciones responden a esa ética de contención. Saja Kilani, Motaz Malhees, Amer Hlehel y Clara Khoury no encarnan héroes, encarnan trabajadores de la urgencia. Sus cuerpos inclinados sobre pantallas, sus manos que repiten protocolos, sus voces que aprenden a templarse al otro lado del altavoz, componen una coreografía de la ayuda: hacer sitio, traducir, insistir, sostener. En su sobriedad hay una fraternidad sin consigna: la que nace al compartir una tarea cuando cada segundo pesa. Ben Hania dirige como si todos fuesen un solo organismo: un coro de respiraciones en el que la emoción no se derrama, se filtra.


El guion, firmado por la directora, es una pieza de ingeniería moral. Procedimiento, insistencia, obstinación: localizar coordenadas, recalcular rutas, negociar permisos, volver a llamar, volver a insistir. La dramaturgia no busca giros sorpresa, trabaja la acumulación. La burocracia aparece como un muro elástico que se levanta una y otra vez justo delante; la película lo muestra sin discursos, con fricciones concretas: una orden que se contradice, una autoridad que no contesta, un permiso que no llega. En ese choque de engranajes el drama no es una abstracción: es el tiempo perdido.


El ritmo se mide por pulsaciones. El montaje —Qutaiba Barhamji y Maxime Mathis junto a la propia Ben Hania— alterna la falsa calma del protocolo con oleadas de pánico silencioso. La duración de los planos no responde a una plantilla, responde al oído: sostener hasta que la esperanza duele, cortar un segundo antes del respiro para que la atención no se relaje. La tensión nace de esa respiración compartida. No hay persecuciones ni catástrofes a gran escala, pero cuesta parpadear: el film entrena al espectador en la escucha atenta, lo convierte en otra persona al teléfono.


La fotografía de Juan Sarmiento G. elige el realismo táctil. Fluorescentes planos que borran la épica, cristales donde se superponen rostros y mapas, pantallas que devuelven la imagen con un retardo imperceptible; todo habla de mediaciones. Cuando la cámara sale a la calle —interiores de ambulancia, patios, pasillos oscuros— la paleta vira a una noche espesa donde cada destello rojo o azul muerde. Nada está “embellecido”: la luz testifica. La profundidad de campo corta, los encuadres que dejan aire en los laterales, los reflejos en los vidrios construyen esa sensación de acuarios humanos: personas que trabajan, aisladas tras una membrana de interferencias.


El atrezo y el diseño de producción apuntalan la idea de que la épica de la emergencia es logística. Mesas de formica, walkies que chisporrotean, cables enrollados, termos, pegatinas en cascos, mapas impresos que ya no coinciden con la ciudad que se deshace. Objetos funcionales, no simbólicos. Su repetición conmueve porque revela una verdad incómoda: a veces el destino de alguien queda a merced de un cargador que no llega, un auricular que falla, una batería que se agota. La tragedia entra por rendijas así de pequeñas.


La música de Amin Bouhafa entiende el lugar exacto del subrayado: bordones, pequeñas resonancias que sostienen sin dictar, un tenue temblor que acompaña cuando el silencio podría quebrarse. La verdadera partitura es el sonido directo: respiraciones a través del altavoz, dedos que golpean teclados, puertas que se abren y se cierran, zumbidos eléctricos de salas en tensión. En una película sobre la escucha, el sonido se vuelve rostro.


La voz de Hind conversa con una genealogía clara sin perder singularidad. Está el “thriller de una sola línea” que popularizaron The Guilty (en sus dos versiones) y que aquí se depura; está el tiempo real usado como forma ética a la Paul Greengrass en United 93; está el fuera de campo moral que la ola rumana convirtió en método; y, dentro de la propia obra de Ben Hania, está el gesto de Las hijas de Olfa: devolver nombre y agencia a quienes la Historia o los medios han vuelto cifra. Pero aquí la operación se afina: no se reconstruye para explicar, se acompaña para sostener. El cine se reduce a lo esencial —compartir un tiempo— y desde ahí se vuelve radicalmente político.


Lo que la película transmite, sin pancartas, es que la voz es un cuerpo y escuchar es un trabajo. Que, en medio del colapso, hay personas que sostienen a otras solo con palabras y que ese gesto, minúsculo y titánico, también es acción. Que en las guerras de narrativa un nombre propio —Hind Rajab— desarma la estadística. Que una ética de la representación pasa por negarse a convertir el dolor ajeno en espectáculo, por poner a salvo la imagen de una niña que pidió ayuda. Que el cine, cuando se sitúa del lado del testigo y no del voyeur, puede ser memoria y presencia: una lámpara encendida para que lo real no se apague del todo.


El reconocimiento en Venecia con el León de Plata – Gran Premio del Jurado no es una anécdota de palmarés; es una lectura compartida: estamos ante un film que, con 89 minutos y sin grandilocuencia, recuerda para qué sirve todavía una sala oscura. Sales sin catarsis, con un silencio lleno. Y en ese silencio la película te entrega una responsabilidad: la llamada ha terminado, pero el eco continúa. Lo que haces con lo que escuchaste, dentro y fuera del cine, te define.


Xabier Garzarain 

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