“A Big Bold Beautiful Journey”: El tiempo como una forma de amar..
Kogonada ha construido una filmografía hecha de umbrales. En Columbus aprendimos a mirar las paredes como si respiraran; en After Yang el recuerdo se revelaba como un archivo vivo, un bosque de imágenes al que solo acceden quienes saben escuchar el silencio. Su estilo —composición geométrica, tiempos dilatados, fe en el fuera de campo— no es una coartada esteticista, sino una ética: filmar sin gritos, confiar en que la emoción llegue por decantación. A Big Bold Beautiful Journey prolonga esa poética y, al mismo tiempo, la abre a un gesto romántico y fantástico que le sienta sorprendentemente bien. El viaje “atrevido y maravilloso” del título es literal y metafórico: un mecanismo de puertas que se abren al pasado y una invitación a cruzarlas sin la ilusión de reescribirlo todo, sino con el deseo más humilde —y más revolucionario— de comprender.
La premisa es de una limpidez desarmante: Sarah y David se conocen en una boda, ese ritual donde el tiempo parece plegarse entre lo que fuimos y lo que podríamos ser. Por un accidente de destino —que Kogonada muestra con una sobriedad que evita el guiño fácil— descubren que pueden atravesar determinadas puertas y aterrizar en momentos decisivos de sus propias vidas. El dispositivo no se regodea en paradojas ni en trucos de guion: funciona como una gramática emocional. Cada “regreso” no está pensado para alterar la línea temporal, sino para afinar la escucha, para mirar otra vez aquello que dejamos pasar cuando éramos demasiado jóvenes, demasiado heridos, demasiado ciegos por el miedo o la inercia.
La interpretación sostiene esa delicadeza. Colin Farrell, en la cuerda íntima que ya exploró con Kogonada, compone a David desde la respiración: un hombre que parece pedir perdón por ocupar espacio y que, al volver sobre su historia, aprende a habitarla con menos culpa. Su rostro ofrece microvariaciones que cuentan el arco del personaje sin necesidad de que el guion subraye nada; hay una escena frente a una puerta que no se atreve a abrir —el pomo como termómetro del valor— donde Farrell convierte el temblor en decisión. Margot Robbie, por su parte, borda una Sarah luminosa y terrenal, con humor y gravedad. Su carisma —tan explotado en registros más expansivos— aquí se vuelve contención, mirada que mide el mundo antes de pronunciarlo. Cuando el relato le exige ironía, responde con una musicalidad que oxigena; cuando le pide hondura, sostiene el plano con una serenidad que teje la película por dentro. Alrededor, Kevin Kline deja un poso melancólico en pocas escenas; Phoebe Waller-Bridge aporta la inteligencia oblicua de la amiga que formula la pregunta incómoda; y un coro de secundarios (Hamish Linklater, Lily Rabe, Billy Magnussen) borda con precisión la textura social de los recuerdos: maestros, amantes, familiares, sombras que vuelven a ser cuerpo.
El ritmo es el de un péndulo que aprende. No hay prisa por llegar a los “instantes memorables”; Kogonada cocina la expectativa con planos que respiran, cortes elípticos y una economía de diálogos que confía en la potencia del gesto. En manos menos finas, la estructura de visitas al pasado podría volverse catálogo; aquí cada regreso tiene un propósito dramático exacto: desbloquear una pregunta, cambiar el ángulo de una escena que dábamos por definitiva, colocar una luz donde antes solo veíamos siluetas. La trama avanza como quien abre un álbum y descubre que la foto conocida es, en realidad, parte de una secuencia más amplia.
El guion de Seth Reiss entiende algo esencial: si el dispositivo fantástico permite cualquier cosa, la tentación del “gran giro” es letal. Por eso el libreto impone reglas claras —no todas explicitadas, muchas intuídas— que limitan el poder de las puertas. Ese límite produce ética: si no puedo corregirlo todo, lo único que puedo es mirar mejor. De ahí nace la emoción. Las líneas de diálogo rehúyen el ingenio vistoso; cuando hay humor, aparece como alivio respiratorio, no como coartada para negar el dolor. Y cuando irrumpe la gran cuestión del daño y la pérdida, el guion no ofrece moralejas, sino una posibilidad: hacer del presente un lugar más habitable porque hemos aprendido a narrarnos de otro modo.
La fotografía de Benjamin Loeb es un manual de cómo filmar el tiempo sin efectos ruidosos. Las puertas, ventanas y umbrales —obsesiones kogonadianas— organizan el encuadre como partitura de entradas y salidas. Hay una preferencia por la luz natural y por gamas suaves que recuerdan que la memoria casi nunca llega en forma de contraste radical; llega como penumbra que se aclara. El color no codifica moralmente el pasado y el presente, sino que los hace dialogar: tonos cálidos cuando la cercanía se merece, fríos respirables cuando la distancia protege. El movimiento de cámara, escaso y preciso, evita exhibirse; cuando se desplaza, lo hace para acompañar una decisión o señalar un vacío. Es cine de confianza: te da tiempo para que mires.
El diseño de producción y el atrezo trabajan en la misma sintonía de verdad tranquila. El film no fetichiza “lo retro”, ni convierte los objetos en museo. Las llaves, los pomos, una entrada de cine, un cuaderno castigado, una camiseta que vuelve, no gritan significados: están, se gastan con las manos de los personajes, envejecen con dignidad. Ese respeto por la materialidad —por lo que las cosas han tocado y por quienes las tocaron— hace que cada detalle funcione como tejido y no como adorno. La dirección de vestuario acompaña con pequeñas mutaciones que cuentan el aprendizaje sin necesidad de arcos subrayados.
La música de Joe Hisaishi es un milagro de tacto. No impone emoción; la convoca. Motivos breves para piano y cuerdas, apariciones que entran y salen como mareas, silencios donde la melodía asoma apenas. En vez de traducir en “tema” cada umbral, Hisaishi parece escuchar la respiración de la escena y ofrece un hilo para que el espectador atraviese sin tropezar. En un par de pasajes donde la película se permite una elevación lírica —no “números” musicales, sino expansiones del sentir— la partitura se vuelve brisa portadora, nunca oleaje invasivo. Es música que sabe desaparecer para que la imagen diga lo que tiene que decir.
Las filiaciones genéricas son claras y, a la vez, rebatidas con elegancia. Hay parentesco con Eternal Sunshine of the Spotless Mind en la voluntad de reconsiderar el pasado desde el amor; con About Timeen el gesto humanista que relativiza la grandilocuencia del viaje temporal; con La Jetée en la intuición de que el recuerdo es imagen fija que la imaginación anima; con el cine de Linklater —Before…— en la fe del diálogo como construcción de presente. Pero Kogonada rehúye tanto la gamberrada metafísica como el sentimentalismo. Su terreno es otro: el de la observación paciente, la ética de los encuadres, la coreografía mínima de cuerpos que se acercan y se retiran. Si en After Yang el archivo de memoria era literal, aquí la memoria aprende a ser práctica cotidiana: una forma de hablar, de escuchar, de pedir perdón, de agradecer.
En su último tramo, A Big Bold Beautiful Journey se desliza hacia una calma rara en el cine contemporáneo: la del amor que no necesita prometer eternidades para ser verdadero. Kogonada filma esa serenidad como quien enciende una luz al caer la tarde. Todo encuentra su lugar: los cuerpos, las palabras, las ausencias. No hay dramatismo, solo una aceptación profunda de lo vivido, una ternura que se expande como un aire nuevo.
La película se despide como se despiden las cosas importantes: sin hacer ruido, pero dejando un eco que acompaña. Es el eco de lo que no se olvida, de lo que transforma sin exigir aplausos. En ese silencio final, el cine recupera su poder más antiguo: reconciliarnos con lo que somos.
Al final, lo que Kogonada entrega no es un viaje en el tiempo, sino una forma de habitarlo. Y ese gesto —tan sencillo, tan humano— basta para recordarnos que cada instante puede ser un comienzo.
Xabier Garzarain

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