“La Grazia”:el peso de la duda.
Paolo Sorrentino siempre ha filmado como si la vida fuera un escenario donde lo sublime y lo grotesco conviven en la misma respiración. Desde sus inicios, con Las consecuencias del amor, donde la soledad se transformaba en un secreto mafioso, pasando por Il Divo, que convertía a Giulio Andreotti en una esfinge política sacada de un fresco barroco, hasta La gran belleza, que hizo de Roma un mausoleo brillante de vacío y deseo, su cine ha buscado constantemente ese lugar en el que lo íntimo y lo público, lo profano y lo sagrado, se rozan en un mismo encuadre. Con The Young Pope y The New Pope prolongó ese juego entre instituciones y fe, entre dogma y temblor interior, mientras que en Fue la mano de Dios se permitió una confesión autobiográfica, despojada de ironías, que lo devolvió a su Nápoles natal. Y justo antes de La Grazia llegó Parthenope, un peliculón que algunos vieron como su obra más libre: un retrato femenino en el que Nápoles se convertía en mito, un poema de belleza, melancolía y eternidad que demostraba que Sorrentino podía filmar lo femenino con la misma hondura con la que antes había retratado lo masculino. Esa película fue la antesala perfecta para La Grazia, porque revelaba a un director ya maduro, capaz de contener el exceso barroco para llegar a una desnudez más pura.
Con La Grazia, estrenada en Venecia 2025 como film inaugural, Sorrentino regresa al terreno de lo político y lo espiritual, pero lo hace con un tono mucho más sobrio y grave que en sus primeras aproximaciones. La película nos introduce en la vida de Mariano De Santis, presidente ficticio de la República italiana, interpretado por Toni Servillo, un veterano político demócrata, humanista y cristiano que se ve de pronto ante una decisión que lo desgarra: aprobar o no una ley de eutanasia. Lo que podría ser un conflicto legislativo se convierte en una grieta íntima, un examen de conciencia que atraviesa su fe, su sentido de humanidad y su responsabilidad como gobernante. Sorrentino filma ese dilema como si fuera un vía crucis silencioso, una sucesión de dudas que van minando a un hombre hasta reducirlo a lo esencial: un cuerpo que tiembla antes de firmar, una conciencia que sabe que cada gesto suyo arrastra consigo la vida y la muerte de miles de ciudadanos.
El ritmo es pausado, solemne, casi litúrgico. Sorrentino evita los estallidos narrativos fáciles para construir un film donde cada silencio cuenta. Vemos a De Santis rezando en iglesias vacías, caminando solo por Roma en noches interminables, deteniéndose en salones del Quirinal donde los retratos de presidentes pasados parecen vigilarlo con severidad. La respiración del film es lenta porque la duda no corre: pesa. El espectador termina contagiado por ese peso, atrapado en una atmósfera donde todo se reduce a la pregunta invisible de qué significa ser humano frente al dolor ajeno.
Toni Servillo, inseparable del cine de Sorrentino, entrega aquí una interpretación de madurez deslumbrante. Su presidente no es un monumento ni una caricatura: es un hombre cansado, lúcido, vulnerable. Servillo maneja el temblor como pocos actores: la voz que se detiene un segundo antes de quebrarse, las manos que dudan sobre la mesa, la mirada que esquiva para no derrumbarse. Cada silencio suyo encierra una tensión insoportable. Anna Ferzetti aparece como un contrapunto íntimo que humaniza al presidente y le recuerda que la política no se mide en leyes, sino en rostros. Orlando Cinque y Massimo Venturiello encarnan la presión de la política de partido, con su mezquindad y urgencia. Milvia Marigliano y otros secundarios completan un fresco donde la Italia social, religiosa y parlamentaria rodea al protagonista como un coro que lo arrastra en todas direcciones.
La fotografía de Daria D’Antonio, colaboradora habitual de Sorrentino, eleva la película a la categoría de arte plástico. Los claroscuros recuerdan a Caravaggio: cuerpos que emergen de la sombra como si fueran esculturas, interiores bañados por una luz dorada que engrandece y condena al mismo tiempo. Roma se convierte en un personaje central: sus calles vacías, sus palacios de mármol, sus iglesias solemnes funcionan como escenarios donde lo humano y lo divino se confunden. La cámara nunca es neutral: ilumina a De Santis como si estuviera atrapado entre ser rey y penitente, entre líder y hombre desnudo ante el abismo.
El guion de Sorrentino es quizá el más depurado de su carrera. No hay ironía, no hay exceso, no hay sarcasmo: solo duda. La eutanasia se convierte en el centro de un debate donde cada voz tiene legitimidad. La Iglesia habla de sacralidad, los enfermos hablan de dignidad, los partidos hablan de utilidad, y el presidente escucha. No hay respuestas fáciles, no hay moraleja explícita. El espectador siente la imposibilidad de una verdad única. Y en esa imposibilidad está la grandeza: el reconocimiento de que la política es insuficiente cuando se enfrenta al misterio de la vida y la muerte.
La música, sobria y contenida, funciona como un murmullo espiritual que nunca se impone sobre la imagen. El vestuario y el atrezo refuerzan el peso solemne de la historia: trajes oscuros, estancias cargadas de historia, iglesias monumentales. Todo comunica que el poder no es solo ejercicio, sino teatro, y que cada gesto del presidente es observado por fantasmas de tradición y de fe.
La Grazia dialoga con toda la obra anterior de Sorrentino, pero se distingue por su contención. Hay ecos de Il Divo en la representación del político como figura solitaria y cercada, de La gran belleza en los paseos nocturnos por Roma, de The Young Pope en el choque entre dogma y fragilidad. Pero aquí el tono es distinto: ya no hay ironía devastadora ni exceso estético, sino una gravedad que parece brotar de la madurez. Si Parthenope era un poema íntimo y melancólico, La Grazia es un réquiem solemne y político. Ambas, en conjunto, dibujan a un Sorrentino que ha dejado atrás la exuberancia para entrar en un periodo de desnudez moral y estética.
Lo que la película transmite es que la grandeza de un gobernante no se mide en la firmeza de sus decisiones, sino en su capacidad de dudar, de escuchar y de sufrir por lo que firma. El poder sin compasión es vacío, y la compasión no es un don divino, sino un aprendizaje en la fragilidad. Mariano De Santis encarna esa verdad: sus vacilaciones son más elocuentes que sus discursos, y en ellas se revela no la debilidad, sino la humanidad.
La Grazia es, en esencia, un réquiem político y espiritual que transforma la duda en un acto de fe, no hacia Dios ni hacia las instituciones, sino hacia lo humano. Sorrentino nos recuerda que la verdadera grandeza no está en la firmeza de una firma ni en la contundencia de una palabra, sino en la fragilidad de un gesto, en la vacilación de una mirada, en el temblor de un hombre que sabe que lo que haga o deje de hacer tendrá un eco que trasciende su propia vida. Esa fragilidad, tan despreciada en la política contemporánea, se convierte aquí en virtud: un presidente que se permite dudar se revela más humano que cualquier líder seguro de sí mismo.
El film, atravesado por silencios solemnes y encuadres que parecen oraciones visuales, nos enseña que la política sin compasión es apenas teatro vacío, y que la compasión no surge de los dogmas ni de las ideologías, sino de la capacidad de escuchar al otro hasta que su dolor se vuelve también el nuestro. En este sentido, Sorrentino no filma una historia sobre la eutanasia, sino sobre la vida como peso compartido, sobre la responsabilidad de existir unos con otros, sobre la necesidad de aceptar que la grandeza del poder está en cargar con la duda sin esconderla.
La película se despide como un poema que arde en la penumbra: Roma resplandece y se apaga, las estancias se llenan de ecos, las miradas se hunden en un silencio que pesa más que cualquier palabra. Y entonces entendemos que la gracia del título no es un don divino ni una victoria política, sino una condición frágil y luminosa del ser humano: la capacidad de reconocer nuestra vulnerabilidad, de abrazar la duda y, en ese gesto, abrir un espacio de compasión.
La Grazia se convierte así en una obra de madurez radical, donde Sorrentino ya no busca el exceso ni la ironía, sino la gravedad de un réquiem íntimo. Una película que no se cierra sobre sí misma, sino que queda abierta como una herida en el espectador, un recordatorio de que lo humano no está en la seguridad de las respuestas, sino en el temblor de las preguntas que nunca se resuelven. Al final, lo que perdura no es la certeza de un presidente, sino la imagen de un hombre que se atreve a vacilar, y en esa vacilación nos devuelve la conciencia de que la duda, lejos de debilitarnos, es la forma más alta de la gracia.
Xabier Garzarain

Comentarios
Publicar un comentario