“La primera escuela:”el coraje de enseñar cuando nadie quiere aprender.

 Éric Besnard pertenece a esa rara estirpe de cineastas franceses que saben combinar el clasicismo narrativo con una sensibilidad profundamente humanista. Desde sus inicios en el cine comercial de acción y comedia (Ca$h, 2008), hasta sus retratos más íntimos y rurales como Le goût des merveilles(2015) o Délicieux (2021), Besnard ha ido depurando un estilo muy personal: el del narrador que filma la generosidad sin ingenuidad, el progreso sin violencia y el cambio como un acto silencioso pero irreversible. En La primera escuela (título original: Louise Violet), se percibe un director que ha alcanzado su madurez artística. Si Délicieux exaltaba el placer y la cocina como símbolos de libertad individual, aquí la educación se convierte en la nueva mesa común: un espacio donde todos pueden sentarse si se atreven a mirar más allá de su miedo.

Rodada en paisajes naturales de la región de Auvernia y del sur de Bélgica, la película cuenta con un diseño de producción minucioso y un equipo que ya había colaborado con Besnard en sus filmes anteriores. Se rodó durante la primavera y el verano de 2023, alternando exteriores en granjas reales con recreaciones interiores construidas en viejos colegios comunales. La actriz Alexandra Lamy confesó en entrevistas que su mayor desafío fue aprender la caligrafía y la pronunciación que correspondían a una maestra de finales del siglo XIX; llegó a tomar clases con una calígrafa y una profesora de historia de la educación. Besnard, por su parte, pidió que el rodaje siguiera un ritmo “orgánico”, sin repeticiones exhaustivas, para que los niños reaccionaran de forma espontánea ante la cámara.


A finales del siglo XIX, en plena Tercera República francesa, Louise Violet —una maestra enviada desde París a una aldea aislada— representa la llegada de un nuevo mundo a un lugar donde la rutina está dictada por la tierra, las estaciones y la religión. Su misión es doble: educar y convencer. La escuela no es solo un edificio, es una revolución. Louise debe ganarse la confianza de las familias, enfrentar los prejuicios y sobrevivir a los rumores de su propio pasado. Besnard filma esa tensión con una mirada generosa. La película no busca héroes, sino pequeños gestos de transformación. En ese sentido, La primera escuela no es una epopeya de victorias, sino un retrato coral del cambio. El ritmo es pausado, casi naturalista, siguiendo el ciclo del campo: se siembra la desconfianza, brota la curiosidad y, poco a poco, germina la esperanza.


Alexandra Lamy brilla con una interpretación sobria, contenida, sin un solo artificio. Su Louise Violet combina firmeza moral y una ternura fatigada que le da profundidad. No hay en ella ni un gramo de heroísmo impostado; hay humanidad, contradicción y coraje. Lamy dota al personaje de una mirada que transmite siglos de resistencia femenina, pero también una pedagogía de la empatía. Grégory Gadebois, en el papel del alcalde, construye un contrapunto ideal. Su presencia corpulenta esconde una sensibilidad política instintiva: el hombre que entiende que el progreso no se impone, se acompaña. Los secundarios —niños, madres, sacerdotes, jornaleros— completan un microcosmos de una Francia que está naciendo a la modernidad. Todos los rostros cuentan una historia.


El guion, firmado por el propio Besnard, trabaja en dos planos simultáneos: el histórico y el íntimo. Por un lado, la película reconstruye la implementación de las leyes Jules Ferry, que hicieron de la educación gratuita y laica el corazón del proyecto republicano francés. Por otro, ahonda en el pasado de Louise, marcado por un secreto que amenaza con deslegitimarla ante la comunidad. En esa doble tensión se juega el alma del film: la libertad colectiva no es posible sin una reconciliación personal. Besnard evita la retórica ideológica y prefiere el detalle concreto: el polvo del aula, la letra temblorosa de un niño, el gesto de una madre que deja a su hija cruzar el umbral por primera vez. Esa concreción dota al guion de verdad emocional, y convierte cada escena en una pequeña lección moral sin discurso.


Laurent Dailland, director de fotografía habitual de Claude Lelouch y Patrice Leconte, despliega aquí una luz templada, de tonos ocres y azulados, que convierte el paisaje rural en un personaje más. No busca el preciosismo de postal, sino una belleza funcional: el amanecer sobre los campos, el humo de las chimeneas, la tiza suspendida en la penumbra. En las secuencias interiores, Dailland usa la luz natural filtrada por ventanas para subrayar la sensación de encierro y, al mismo tiempo, de esperanza. La cámara permanece tranquila, observadora, confiando en los silencios.


La música de Christophe Julien, colaborador habitual de Besnard, es de una delicadeza conmovedora. Alterna piezas de piano con cuerdas leves, sin caer en sentimentalismo. Julien compuso varios temas inspirándose en los cantos escolares de la época, y algunos fragmentos fueron grabados con un coro infantil real. La música aparece y desaparece como un suspiro, acompañando las emociones sin dirigirlas.


El trabajo del departamento artístico es sobresaliente. Desde los pupitres de madera y los tinteros de porcelana hasta los mapas murales y los vestidos de algodón sin artificio, todo respira autenticidad. Los objetos no son decoración, son testigos: la pluma que mancha, el libro que pasa de mano en mano, la pizarra que se borra como símbolo del olvido que la educación combate. Se nota la influencia de películas como El pequeño Nicolás o La lengua de las mariposas, donde la escuela se convierte en un espejo del mundo adulto.


La primera escuela se inscribe en la gran tradición del cine sobre la enseñanza, pero con un tono propio. Si Les Choristes apostaba por la redención a través de la música, y Monsieur Lazhar exploraba el trauma y la memoria, Besnard elige la vía de la reconciliación histórica. También dialoga, en clave francesa, con La lengua de las mariposas de José Luis Cuerda y con El club de los poetas muertos: en todas ellas, la educación es un acto de resistencia moral.


Durante el rodaje, Besnard quiso mantener un ambiente “de escuela real”. Las escenas con los niños se filmaron casi en orden cronológico para que los pequeños actores vivieran el proceso de aprendizaje de manera auténtica. Alexandra Lamy pidió no ensayar con ellos más de una vez antes de rodar, para conservar la frescura de sus reacciones. Algunos momentos improvisados, como el canto colectivo al final del trimestre o el regalo de un dibujo a la maestra, se mantuvieron en el montaje final. El propio Besnard contó que una de las escenas más difíciles fue la de la primera clase, rodada en un día de lluvia real que no estaba previsto. Lejos de suspender la jornada, el equipo decidió integrar la tormenta como metáfora: el ruido del agua sobre el tejado acompaña las primeras palabras de Louise Violet ante sus alumnos. “Era como si el cielo mismo estuviera probando su fe”, dijo el director en una entrevista.


La primera escuela es una obra generosa y necesaria: una película que confía en la lentitud como gesto político y que devuelve al oficio de enseñar su aura de servicio público. Besnard firma su trabajo más maduro en esta veta histórica y cívica, y lo hace sin alzar la voz: con una protagonista que educa porque cree en la potencia de lo común; con una puesta en escena que respira la belleza del mundo sin edulcorarlo; con una música que acompasa el pulso del aprendizaje. Sales de la sala con la sensación de haber asistido a algo grande y humilde a la vez: el nacimiento de un nosotros alrededor de una mesa de madera, una pizarra y una mujer que escribe en tiza la palabra libertad.


Xabier Garzarain 

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