“La vida de Chuck:”el milagro de seguir vivos cuando todo termina.
La trayectoria cinematográfica del director se revela en esta película como un camino de madurez que, partiendo de lo visceral, alcanza lo contemplativo. Mike Flanagan ha explorado el horror desde sus raíces más oscuras, ha indagado en el trauma, en el dolor que se convierte en espectro, en la memoria que no encuentra reposo. En títulos anteriores como Oculus, Hush, Gerald’s Game y Doctor Sleepmostró su capacidad para hacer del susto un espejo de la psique. En La vida de Chuck ese espejo se invierte: el susto se convierte en ternura, el colapso en celebración, el ruido en silencio. Se nota que Flanagan ya no busca solo que el espectador sienta miedo-sorprendido sino que sienta vida reconocida, quebrada, rearmada. Esa evolución lo posiciona entre los cineastas contemporáneos que han entendido que el género fantástico no es un subgénero menor sino un lenguaje profundo para tratar lo humano. La historia de Charles Krantz le permite al director desplegar su peculiar fusión: lo sobrenatural, lo íntimo y lo existencial. Es una obra que puede leerse como la conclusión de un ciclo y al mismo tiempo como el inicio de otro. En su filmografía queda clara su obsesión: el tiempo, la memoria, el trauma, la luz que atraviesa la oscuridad. Aquí los temas se concentran, se refuerzan y encuentran un tono más reposado, más generoso. Es cine que abraza, no que asusta. El espectador lo percibe.
La interpretación de los personajes es otro de los pilares que hacen de la película una experiencia inolvidable. Tom Hiddleston en el papel de Charles Krantz deja atrás el histrionismo heroico que a veces se le atribuye y muestra la humanidad en todas sus capas: el niño que empieza, el hombre que baila, el anciano que observa el fin. Su transición de la edad al final del mundo está en sus gestos, en el roce de sus manos, en el cansancio que aprende a bailar. Chiwetel Ejiofor ofrece una presencia contenida pero arrolladora como contrapunto de sacudida: su rostro, su voz, su pausa son bastiones de veracidad emocional. Karen Gillan muestra que ha dejado atrás la galaxia de efectos especiales para habitar un personaje en el tiempo, desgastado, esperanzado y sabio. Jacob Tremblay como la versión infantil de Chuck aporta una ternura sin poses, sin subrayados: no es “el niño que sufre”, es “el niño que siente profundamente”. Mark Hamill aparece con una mezcla de gravedad y delicadeza, como un anciano testigo que ha visto demasiado y ahora observa sin juzgar. Cada actor, bajo la batuta precisa de Flanagan, se convierte en parte de un mosaico mayor: ninguna actuación acapara, todas contribuyen. Y el resultado es un coro de afectos, pérdidas, risas y silencios. La química entre ellos es tan sutil como imprescindible. Y el espectador conecta. Porque no son personajes-figura sino personas que podrían ser cualquiera de nosotros. Esa humanidad es extraordinaria.
El ritmo de la película se insinúa antes de percibirse: empieza con una cadencia lenta, casi meditativa, y luego se deja invadir por un pulso que recuerda que incluso cuando todo se tambalea, la vida sigue moviéndose. En el primer acto, cuando vemos el fin del mundo sobre la espalda de Chuck, la cámara respira, el montaje permite que el llanto tarde un segundo más en aparecer. Es como si la película estuviera diciendo que incluso en el colapso hay tiempo para el asombro. En el segundo acto, cuando el baile irrumpe, el ritmo se acelera, pero nunca como urgencia: es una explosión de vida, de color, de sonido, de cuerpos que se permiten ser y moverse. Esa parte funciona como liberación y es el corazón lúdico de la obra. En el tercer acto, la infancia, todo baja el escalón del tiempo y entramos en el lento pulso de la memoria: plano tras plano se alarga, se demora en el detalle, se posa sobre lo cotidiano y lo deja brillar. Ese descenso en velocidad no empantana. Muy al contrario, nos invita a sentir que el tiempo es una casa que se puede habitar. El ritmo es cúbico: lento-rápido-respiro. Y en ese vaivén reside la belleza.
La trama, desplegada en orden inverso, se erige como un engaño amable que poco a poco revela su geometría. Ver primero el final, luego la flor de la vida y al final la semilla, es un truco narrativo que Flanagan emplea para no contarnos qué va a pasar sino por qué ha de haber pasado. En ese sentido, la historia de Charles Krantz no es tanto la historia de un hombre como la historia de un soplo: vida que empieza, vida que vibra, vida que termina. Y al reconstruirla al revés descubrimos que cada paso, cada decisión, cada objeto importa. Los carteles que agradecen, los anuncios que publicitan a un desconocido, la casa supuestamente encantada de su infancia: todo está tejido para que el espectador entienda que la existencia no se construye hacia adelante sino hacia atrás, en eco. Es un relato del recuerdo, del arrepentimiento, de la celebración y del susurro. Y esa pluralidad de historias entrelazadas —casa encantada, mundo que se derrumba, memoria que danza— permite que la película sea a la vez un cuento de fantasmas y un tratado de gratitud. La trama nos habla de la fragilidad de lo común, de lo que nunca parece importante hasta que se va. Y nos pide que lo valoremos antes de que ocurra su desaparición.
El guion trabaja con economía y elegancia. Las palabras no dominan sino que son parte de un tejido mayor. Flanagan respeta el silencio. Permite que lo no dicho resuene. Hay diálogos mínimos, miradas largas, planos respirando. Esa simplicidad es todo menos simple: hay un monólogo clave que enlaza el pensamiento cósmico y lo doméstico y lo hace sin grandilocuencia. Y aunque el film esté basado en un relato de Stephen King, no se limita al susto o a la fantasía; explora la metáfora de la casa, la metáfora de la luz, la metáfora del baile como resistencia al paso del tiempo. El guion se atreve con lo grande desde lo pequeño y confiando en que el público rellenará los huecos. Esa confianza es parte del encanto: no todo está servido. Como crítico de cine, admiro cuando la película se cree que el espectador puede acompañarla. Aquí Flanagan lo hace. El resultado es un guion que emociona sin sobreactuar, que reflexiona sin sermonear.
Las anécdotas del rodaje son reveladoras. El equipo rodó en Alabama durante una huelga, lo que obligó a adaptarse, a agilizar, a encontrar soluciones creativas. Flanagan volvió a montar él mismo la película, como en sus inicios, lo que le da una unidad y una velocidad de decisión poco frecuentes en producciones contemporáneas. En entrevistas declaró que sintió que “quizás sea la mejor película que voy a hacer” y esa sinceridad se cuela en la pantalla. La música de The Newton Brothers —colaboradores habituales— vuelve a demostrar que las partituras más memorables saben hacerse pequeñas y necesarias. La fotografía de Eben Bolter conjuga luz diurna, penumbra y neón con un tacto casi pictórico. En el set la casa de la infancia estaba llena de objetos que el propio Flanagan y su equipo seleccionaron con la idea de que tuvieran vida: un balón viejo, una radio, una lámpara que chisporrotea. La cámara se detiene en ellos. No son fake, no son decorado de cine. Son reliquias. Esa humanece el rodaje y el resultado. Cuando lo audiovisual respira gente, se vislumbra detrás de la cámara.
La fotografía merece un capítulo aparte. Bolter crea tres atmósferas distintas pero unidas por un hilo visual. En el mundo al borde del ocaso los tonos son grises-amarillentos, las sombras largas, la cámara se mueve con lentitud. El plano general parece querer abarcar el abandono. En la secuencia del baile la cámara se convierte en cuerpo: se mueve, gira, se desliza. Los reflejos, los destellos, la música visual de los cuerpos en movimiento logran ser un clímax sin levantar la voz. Y en la infancia el enfoque se estrecha, la profundidad de campo cambia, la luz es más difusa, más amable. No hay salto estético, hay transición. El cine parece decirnos que aunque el tiempo cambie el mundo cambia con él. Hay una coherencia visual que acompaña la estructura narrativa al revés. Y gracias a eso la película no se siente fragmentada sino que fluye. Los encuadres tienen espacio y silencio. No hay planos de cobertura que escondan nada. Todo puede verse y sentirse.
El atrezo colabora para hacer tangible lo intangible. Los carteles que dicen gracias, que homenajean a un desconocido, los periódicos que anuncian el final, el hall de hospital que parece un limbo, la casa que no es tanto encantada como llena de ecos. Los objetos cotidianos recuperan su poder simbólico. La lámpara, el teléfono, el disco de vinilo que se desliza: nada está ahí por casualidad. Esa atención al detalle convierte la película en un objeto de amor. El atrezo comunica sin subrayar. Y esa moderación es lo que la hace poderosa. Como un susurro que se convierte en grito porque lo estás escuchando.
La música merece ser escuchada con el volumen bajo, porque en su sutileza está su fuerza. Los Newton Brothers construyen motivos que parecen respiraciones. En el tramo final, cuando Chuck danza, la música sube y se convierte en latido. Y cuando regresa a niño la partitura abandona el ritmo frenético y se posa como melancolía. No espera que el espectador aplauda. Es compañía. Y en ese gesto reside parte del mensaje: que la vida puede ser música aunque no la dirija una orquesta. Que el corazón puede marcar el compás.
La relación con otras películas de género es rica y sutil. Hay algo de A Ghost Story en la contemplación del espacio, del silencio, de la memoria que se adueña del plano. Hay algo de Melancholia en la idea del mundo que se derrumba pero lo hace en cámara lenta, sin estruendo. Y también una conversación con la obra de King llevada al cine que apuesta por el calor más que por el susto. Pero Flanagan no recicla: reelabora. Toma los ecos pero habla con voz propia. Lo fantástico aparece como extensión de lo emocional, no como artificio. Esa modulación lo diferencia de títulos que exhiben el efecto especial. Aquí el efecto está al servicio del significado.
En conclusión final la película nos propone una versión íntima del apocalipsis. No es el fin del mundo en titulares sino el fin del mundo de un hombre, el que se construyó a sí mismo, y al hacerlo construyó el mundo de quienes le rodean. Y cuando ese mundo se desecha lo que queda no es la tragedia sino la memoria. Flanagan nos dice que la vida es un baile improbable y que la muerte no es su contraria sino su compañera. Que lo que llamamos fin puede ser el instante en que todo lo que fuimos se alinea. La película invita a mirar atrás, sin nostalgia paralizante, sino con reconocimiento sencillo. Agradece. Perdona. Abraza. Y nos deja con la sensación de haber vivido algo más que cine: un ritual de paso, un espejo donde hemos visto nuestra propia casa, nuestras propias pérdidas, nuestros propios bailes en la cocina, nuestros propios silencios. El director quiere transmitir que vivir no es hacer historia sino habitar momentos. Que cada instante tiene su música, su luz, su objeto, su movimiento. Y que lo que llamamos trascendente está escondido en la mesa donde cenamos, en la risa que no damos y en la mano que sostuvimos cuando el mundo cambió. Salimos de la sala distintos porque hemos aceptado que la casa encantada está dentro de nosotros, que el apocalipsis es externo pero también interno, que lo cotidiano es prodigio. Y entendemos que nada nos pertenece salvo ese segundo que está ocurriendo y que el único acto verdaderamente revolucionario es decir gracias.
Xabier Garzarain

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