“Bugonia:”delirio y vértigo.
Yorgos Lanthimos lleva más de una década diseccionando los territorios más incómodos del ser humano. Desde la familia convertida en prisión lingüística en Dogtooth, pasando por el amor reducido a contrato en The Lobster, hasta la culpa transformada en mito en The Killing of a Sacred Deer. En The Favourite exploró los juegos de poder como farsa barroca y cruel, y en Poor Things se permitió la libertad de celebrar el cuerpo, el deseo y la transformación vital en una sinfonía de exceso y ternura. Su cine siempre ha oscilado entre lo grotesco y lo sublime, entre la risa nerviosa y el estremecimiento. Con Bugonia, presentado en Venecia 2025, regresa con una de sus obras más incisivas: una fábula contemporánea que abandona los mundos inventados para sumergirse en nuestro propio presente, alimentado de paranoia digital, conspiraciones delirantes y la fragilidad de una verdad cada vez más escurridiza.
La película parte de una premisa que parece absurda y sin embargo resulta dolorosamente reconocible: un joven está convencido de que los marcianos se han infiltrado en la Tierra y que una influyente presidenta de una gran corporación es en realidad una de ellos, con la misión de destruir nuestro planeta. Para demostrarlo, la secuestra con la ayuda de su primo, un chico vulnerable y borderline que lo acompaña más por amor que por convicción. Ese vínculo es tan inquietante como el propio delirio: el primo sabe que algo no encaja, que la realidad no puede ser la que su pariente describe, pero le sigue porque le quiere, porque no concibe abandonarlo. La película revela además que este no es el primer crimen del joven; otros cuerpos, otras víctimas, se apilan en las sombras de su locura. Ese detalle coloca la historia en un terreno oscuro y perturbador, más cercano a El silencio de los corderos que a la comedia negra habitual: no se trata de un loco ingenuo, sino de alguien que ha hecho de su delirio un ritual criminal sostenido en el tiempo.
La estructura del film se mueve con un ritmo irregular, como la respiración agitada de la paranoia. Momentos de calma engañosa se ven interrumpidos por estallidos de violencia seca, silencios que se prolongan hasta convertirse en amenaza, diálogos que rozan lo absurdo pero que poco a poco adquieren una densidad insoportable. El montaje convierte cada secuencia en una cuerda floja: cuando parece que el espectador puede descansar, llega el corte, la pausa excesiva, la incomodidad que obliga a seguir mirando. Esa tensión es el pulso real de Bugonia: no importa tanto la acción en sí como la sensación de estar atrapado en un delirio que avanza sin lógica pero con una coherencia interna devastadora.
Las interpretaciones son uno de los pilares de la película. Emma Stone construye una presidenta que no se deja encasillar: poderosa, calculadora, pero al mismo tiempo vulnerable, con grietas que se abren justo cuando menos lo esperamos. Su ambigüedad es hipnótica, porque nunca sabemos si resiste, si manipula o si simplemente sobrevive. Jesse Plemons, por su parte, logra una de sus interpretaciones más perturbadoras. Su joven conspiranoico no es un fanático exaltado, sino alguien que habla con calma, que argumenta con la serenidad de un profeta de barrio, convencido de que su misión es salvar al mundo. Esa contención, esa lógica torcida pero expresada con tanta convicción, resulta aún más terrorífica que cualquier arrebato de locura. Y Aidan Delbis, en el papel del primo vulnerable, se convierte en el corazón roto de la película. Su ternura, su obediencia amorosa, su incapacidad de decir que no aunque intuya que todo está mal, lo convierten en una figura profundamente trágica. Representa a quienes no creen del todo, pero acompañan; a quienes sostienen un delirio no por convicción, sino por miedo a perder al ser querido.
El guion de Will Tracy, basado en la película surcoreana Save the Green Planet!, transforma la sátira original en un espejo cruel del presente. Aquí no hay margen para la duda: el protagonista no descubre verdades ocultas, sino que fabrica un sentido a partir de vídeos basura y propaganda digital. Su fe no es razonamiento, es refugio. Lo que la película expone con crudeza es cómo el vacío existencial puede llenarse con cualquier relato, incluso con uno absurdo y violento. El joven secuestrador no busca gloria ni poder, busca sentido. Y su primo encarna el drama paralelo: cómo el afecto, cuando se convierte en obediencia ciega, también puede ser combustible de la locura.
La fotografía de Robbie Ryan acentúa la sensación de mundo torcido. Los pasillos corporativos se convierten en cárceles de cristal, los sótanos en cavernas húmedas donde la verdad se pudre. La luz blanca, casi quirúrgica, ilumina la locura con un filo insoportable. Cada encuadre parece desconfiar de sí mismo, como si la propia cámara dudara de lo que registra. El montaje de Yorgos Mavropsaridis prolonga esa incomodidad, alternando silencios y cortes secos que nunca permiten al espectador encontrar equilibrio. Y la música de Jerskin Fendrix es puro zumbido: un enjambre sonoro que vibra, punza, desestabiliza. No acompaña la acción, la corroe.
El diseño de producción multiplica el contraste entre mundos: la oficina de la presidenta, pulcra, brillante, hecha de vidrio y mármol, es la representación de un poder que todo lo controla; el escondite del secuestrador es un bricolaje paranoico, lleno de mapas con hilos, recortes, frascos, máscaras improvisadas, herramientas caseras. Cada objeto habla de dos lógicas enfrentadas: la racionalidad fría de la institución y la lógica febril del delirio.
La película dialoga inevitablemente con Save the Green Planet! pero se distancia de ella al llevar el material a una lectura más fría, más quirúrgica. También evoca a Network y a El silencio de los corderos: en la primera, porque muestra cómo los relatos, por más disparatados que sean, construyen realidad; en la segunda, porque el mal aquí no es un estallido puntual, sino una rutina, un ritual, un eco de crímenes anteriores que coloca al protagonista en la misma genealogía inquietante que los monstruos cotidianos del thriller.
Y entonces llega el final. Bugonia se despide con un estallido que funciona como un espejo roto. Lo que parecía locura quizá no lo era tanto, y la frontera entre delirio y verdad se difumina en un destello cruel. Lanthimos no ofrece certezas, ofrece vértigo. Y en ese vértigo está su advertencia: cuidado con lo que creemos, cuidado con lo que negamos.
Bugonia no es solo un remake ni una sátira, es una de las parábolas más oscuras y reveladoras de la filmografía de Yorgos Lanthimos. Una película que convierte el amor en condena, la fe en veneno y la paranoia en un espejo de nuestro tiempo. Cuando el joven conspiranoico afirma con calma que los marcianos ya están aquí, no está hablando de seres de otro planeta, sino de nosotros mismos, de esa parte que necesita creer en algo, aunque sea mentira, y de esa otra que, por amor o por miedo, prefiere callar y seguirle.
Xabier Garzarain

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