“La cena”: El eco del desencuentro.
Manuel Gomez Pereira forma parte de esa generación de cineastas que moldeó nuestra educación sentimental en pantallas. No solo por títulos que se incrustan en la memoria como Salsa rosa (1992), ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? (1993), Todos los hombres son iguales (1994), Boca a boca (1995) o El amor perjudica seriamente la salud (1997), sino por la intuición con que afinó el diálogo y el tempo de la comedia contemporánea, radiografiando el país con una mezcla de deseo, ironía y ternura. Luego vinieron los desvíos que ensanchan una carrera: el thriller erótico Entre las piernas (1999), presentado en la Berlinale, la comedia coral musicalizada Desafinado (2001), la melancolía luminosa de Cosas que hacen que la vida valga la pena (2004), la sátira y el afecto generacional de Reinas (2005), el viraje oscuro de El juego del ahorcado (2009) y la densidad moral de La ignorancia de la sangre (2014). No es casual que su nombre aparezca pegado al de guionistas como Joaquin Oristrell y Yolanda Garcia Serrano, con quienes compartió en los noventa el Goya a guion original. Su cine se ha escrito siempre desde la palabra precisa y el actor como corazón del plano. La cena llega después de ese trayecto y, sobre todo, desde esa madurez: la mirada que antes jugaba con el amor ahora palpa la dignidad.
Ambientada el 15 de abril de 1939, apenas dos semanas después del final de la Guerra Civil, la película sitúa a un joven teniente, un maître meticuloso y un grupo de cocineros republicanos presos y expertos en su oficio frente a un encargo imposible: un banquete para Franco y sus generales en el Hotel Palace. Es, en apariencia, la logística de una cena, pero en el subsuelo se cuece otra cosa: la última oportunidad de escapar. El guion, firmado por el propio Gomez Pereira junto a Oristrell y Garcia Serrano a partir de La cena de los generales de José Luis Alonso de Santos, respeta la unidad teatral de tiempo y espacio y la convierte en una comedia dramática de relojería, un día, un lugar, una cuerda que se tensa con cada plato y cada mirada. Presentada en el #SSIFF73 como una de las grandes citas de la Gala RTVE, la película condensa el pulso de un país recién herido y el eco de quienes aún intentan respirar entre los escombros. Lo que arde aquí, además de los fogones, es el tiempo, un reloj moral que no deja de sonar bajo la superficie.
La trama se despliega con una claridad casi musical. Por la mañana, irrupción, orden, inventario. Al mediodía, la cocina late: se reparten tareas, se negocian silencios, se esconden señales. A media tarde, la amenaza sube de planta, los generales preguntan, el teniente mide, el maître enseña una profesionalidad que es también un escudo. Y cuando cae la noche, el banquete no es solo una coreografía de bandejas, sino un laberinto de pasillos, cámaras, llaves, códigos gestuales y pequeñas traiciones que podrían salvar o condenar. La fuga, más que un plan, es una esperanza con forma de receta: hacerse invisibles cocinando a la perfección, obedecer para poder desobedecer. El humor no distrae, sostiene. Y cuando irrumpen la ternura o la verguenza, lo hacen justo donde duele: en la consciencia de quienes saben que alimentan la fiesta de quien les quitó el pan.
El ritmo es el de una bomba de relojería bien calibrada. Gomez Pereira trabaja el tiempo como si lo cortara en brunoise, con planos que duran lo justo, silencios que cargan subtexto y ráfagas de comicidad que alivian y, paradójicamente, adelantan la catástrofe. La película sucede en un solo día, de las ocho de la mañana a la madrugada, y esa decisión no solo disciplina la puesta en escena, también convierte la ansiedad en método. La cámara se pega a las manos, al sudor, a los cuchillos, acelera por los pasillos y se detiene en los ojos. La unidad teatral heredada del material de Alonso de Santos encuentra aquí una traducción cinematográfica que entiende que el suspense se cocina lento, sin estridencias, para que el último hervor llegue con la sala ya en silencio.
El guion brilla por su doble respiración. Una es la de la comedia de precisión, con réplicas envenenadas, malentendidos y pequeñas arbitrariedades del poder ridiculizadas por la eficacia profesional del servicio. La otra es la del drama humano, con personajes que buscan una grieta para seguir siendo ellos dentro de un engranaje que pretende triturarlos. Se nota la mano curtida de Oristrell y Garcia Serrano en los diálogos con aristas, en los gestos que dicen más que las palabras y en esa sabiduría de dónde cortar una escena para que el espectador complete lo que no se muestra. También se nota la mano del director en el cuidado del actor: cada figura, desde el teniente que ejecuta sin fanatismo hasta el maître que protege a los suyos o el cocinero que manda entre cuchillos mientras aún confía en el poder de una receta, respira como persona antes que como símbolo.
Las interpretaciones son el núcleo afectivo del film. Mario Casas construye un teniente Medina desde la contención, con la autoridad que da el uniforme y la fragilidad de quien empieza a intuir lo intolerable. Hay dureza en su gesto, pero también un pudor que delata grietas. Alberto San Juan hace de Genaro un maître cuya cortesía es estrategia y cuyo oficio es resistencia, la elegancia como última barricada. Asier Etxeandia gobierna la cocina con una energía eléctrica que transforma la ejecución en espectáculo íntimo, su liderazgo nace de las manos, no del rango. Eva Ugarte ilumina sin subrayar, Antonio Resines y Elvira Mínguez aportan densidad de memoria, miradas que ya han visto demasiado, palabras que han aprendido a dosificarse. El conjunto funciona como orquesta de cámara: nadie desafina, todos tocan para la misma pieza.
La dirección encuentra aliados decisivos en la fotografía de Aitor Mantxola y en la música de Anne-Sophie Versnaeyen. Mantxola imprime un dorado herido a los salones y una aspereza de cobre a la cocina: el arriba se recorta entre brillos, el abajo entre humos. Los pasillos del Palace, convertidos en un tablero de ajedrez moral, se fotografían como corredores de trinchera doméstica. Versnaeyen acompaña sin invadir, con motivos tenues, respiraciones que entran y salen como si fuesen parte del vapor. Cuando la música calla no es vacío, es decisión dramática para que el sonido de la sala, un cubierto, un paso, un cuchillo al acero, cuente lo que la banda sonora silencia.
En una película de época, el atrezo no es decoración, es memoria material. Aquí cada pieza pesa: el filo de un cuchillo de despiece, las cazuelas ennegrecidas, los sifones, las etiquetas de los vinos, las vajillas de porcelana con emblema, los manteles almidonados, las insignias y correajes, los partes mecanografiados, los carros de servicio, los cuberteros de plata. La textura del cobre y la porcelana no solo reconstruye 1939, también traduce la jerarquía de una España recién rendida. Los objetos hablan: el mismo cuchillo que filetea un rodaballo corta el silencio de un miedo; la misma bandeja que exhibe poder puede esconder, por segundos, un papel doblado que vale una vida. El diseño de producción entiende que el espectador también toca con los ojos: la película se huele, se escucha, se saborea.
Las anécdotas del rodaje revelan hasta qué punto la puesta en escena se apoya en lo físico. Para recrear el Hotel Palace, el equipo convirtió tres edificios emblemáticos de Valencia, el Palau de les Comunicacions, el Ateneo Mercantil y el edificio de la CEV, en distintas zonas del hotel. Las grandes escenas de cocina se levantaron en plató en Las Palmas de Gran Canaria. No es solo picaresca logística, es una poética de la verosimilitud, porque las escalinatas, los suelos, las alturas y los pasillos condicionan el ritmo de cada desplazamiento y el suspense de cada cruce. El propio Gomez Pereira ha explicado que la acción transcurre en un solo día y que esa decisión marca la precisión del tempo: cuanto más se acerca la medianoche, más audible es el tictac.
Semejante combinación de humor y amenaza sitúa a La cena en un linaje claro. En la raíz está Berlanga, no solo La vaquilla por la ironía ante el absurdo bélico, también Plácido por la coreografía del clasismo en torno a una mesa. Resuenan, por la vía gastronómica, los ecos de El festín de Babette, donde cocinar es acto de amor y redención, y por la vía del encierro social El ángel exterminador, aunque aquí la clausura tiene dueño y el único milagro posible sería salir vivos. En el registro contemporáneo, el film dialoga con La trinchera infinita, la supervivencia en la penumbra, y con El reino, la tensión respirada en pasillos donde el poder se entiende cuchicheando. Y, por supuesto, con el teatro español que convierte una cena en campo de batalla moral: ahí está la fuente, La cena de los generales, cuyo respeto por la unidad de tiempo y espacio el cine reinterpreta para que el banquete sea thriller sin dejar de ser comedia.
Que La cena se viera en el Festival de San Sebastián como Gala RTVE no es un mero trámite industrial: habla de un tipo de cine popular con vocación de conversación pública, que aspira a gustar y a incomodar, a divertir y a recordar de dónde venimos. España y Francia se dan la mano en esta coproducción que confirma el regreso de un cineasta que filma como si escuchara.
Si uno mira hacia atrás en la filmografía de Gomez Pereira, la coherencia de este regreso se entiende mejor. Del ingenio verbal y la lujuria sentimental de los noventa a la gravedad del presente, hay un hilo obstinado en contar a personas acorraladas por su tiempo. Por eso no sorprende que el propio director lea La cena como sátira de un poder concreto y advertencia de un clima más amplio, esa sensación, dijo hace nada, de que el mundo amaga con repetir errores previos a la Segunda Guerra Mundial. La película, entonces, no edifica un museo de la posguerra: propone una conversación con hoy, cuando la risa a veces es el único lenguaje que sobrevive al miedo.
El último plano no clausura una historia, la abre. La cámara se detiene, el vapor sube y en ese silencio se escucha algo parecido a la oración. No una plegaria religiosa, sino una súplica humana, la de quienes solo piden seguir vivos un día más, con las manos limpias y el alma en su sitio. En ese gesto, en ese simple acto de seguir cocinando aunque todo se derrumbe, está contenida la esencia de La cena. Gomez Pereira no firma una película sobre la posguerra, sino sobre la supervivencia moral. Lo que se juega no es la fuga, sino la permanencia de la dignidad. Y cuando uno sale del cine, siente un cansancio dulce, como después de un trabajo bien hecho. El fuego sigue encendido, no para calentar los cuerpos, sino para recordar que la humanidad, incluso en su derrota, sigue oliendo a vida. Esa es la verdadera victoria: seguir siendo humano cuando todo invita a dejar de serlo.
Xabier Garzarain

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