“O Agente Secreto:”la memoria como herida que no cierra.

 Kleber Mendonça Filho nunca ha filmado para entretener solamente: su cine es siempre un acto de memoria y de resistencia. Antes incluso de ponerse detrás de la cámara, fue programador y crítico en Recife; allí aprendió a mirar el cine no como un espectáculo aislado, sino como una conversación política con su tiempo. Desde ese lugar nacen todas sus obras, cargadas de observación social y atravesadas por una convicción: el pasado nunca desaparece, se queda incrustado en los espacios y en los cuerpos. En O som ao redor convertía las calles de su barrio en un mapa de tensiones de clase y de raza. En Aquarius transformaba la resistencia de una mujer contra los tiburones inmobiliarios en un alegato sobre la dignidad individual. En Bacurau, junto a Juliano Dornelles, filmó una parábola brutal sobre la violencia colonial y la rabia popular, un western brasileño donde la utopía y la barbarie convivían en un mismo plano. Su cine ha sido siempre incómodo, porque recuerda que la violencia en Brasil no es accidente, sino estructura. Con O Agente Secreto, su proyecto más largo y ambicioso hasta la fecha, Mendonça se sumerge en la dictadura militar de los setenta, no para ilustrar el pasado, sino para mostrar cómo sus sombras siguen respirando en el presente.


La historia nos sitúa en Recife en 1977. Marcelo, interpretado por Wagner Moura, regresa tras un exilio interno, huyendo de un pasado marcado por la represión. Busca recomponer la relación con su hijo y encontrar un refugio en su ciudad natal, pero lo que halla es un territorio controlado por la vigilancia, donde los enemigos invisibles acechan en cada esquina. La trama se desarrolla como un thriller político de largo aliento: lo que comienza con la intimidad de un padre que quiere recomenzar, pronto se convierte en un descenso a un infierno de sospechas, persecuciones y amenazas de muerte. El guion convierte la vida cotidiana —un paseo, un recado, un encuentro casual— en episodios de intriga, demostrando que bajo una dictadura no existe espacio inocente.


Wagner Moura ofrece aquí una de las interpretaciones más maduras de su carrera. Si en Tropa de éliteencarnaba el dilema entre la brutalidad policial y la corrupción, ahora es un hombre quebrado, que carga las cicatrices de un sistema que aplasta a quienes piensan distinto. Marcelo no es héroe ni mártir: es alguien que intenta sobrevivir, que duda, que se contradice, que busca en el vínculo con su hijo un respiro en medio del miedo. Moura construye al personaje con una fisicidad densa: la espalda encorvada, la mirada esquiva, las frases dichas en voz baja como si las paredes escucharan. Frente a él, Gabriel Leone aporta frescura generacional: su hijo es un espejo roto, dividido entre el deseo de admirar al padre y la sospecha de que ese regreso arrastra consigo la desgracia. Udo Kier, monumental en su inquietud, interpreta a un burócrata de la represión: un rostro frío que convierte la amenaza en rutina, la banalidad del mal vestida con corbata. Y alrededor, actrices como Maria Fernanda Cândido y Hermila Guedes encarnan los afectos y las redes de resistencia que sostienen al protagonista, mientras Thomas Aquino aporta la tensión de la calle, del trabajador que no puede escapar del radar del poder.


El guion de Mendonça Filho está construido con la precisión de un mecanismo de relojería. Cada escena suma una capa a la sensación de asfixia. Un teléfono que suena, una carta interceptada, un vecino que mira demasiado: la vigilancia no se muestra con uniformes, sino con detalles que revelan la omnipresencia del poder. Como en Costa-Gavras, los gestos más pequeños tienen consecuencias enormes. La narración avanza en espiral, llevando al protagonista y al espectador cada vez más adentro de un laberinto del que no hay salida limpia. Y en ese viaje, el dilema no es solo sobrevivir: es decidir hasta dónde resistir, hasta dónde callar, hasta dónde comprometerse.


El ritmo es pausado, hipnótico, casi febril. Con 158 minutos, la película podría parecer excesiva, pero Mendonça maneja la duración como un arma: la opresión no se cuenta en carreras cortas, se siente en la prolongación, en la repetición, en el tiempo que tarda en llegar un golpe a la puerta. Los planos se alargan hasta rozar la incomodidad; cuando el corte llega, es un latigazo que deja sin aire. Este montaje convierte el relato en un thriller de respiración lenta: sin explosiones, pero con una tensión que crece como una fiebre.


La fotografía de Evgenia Alexandrova convierte Recife en un personaje central. No es la postal tropical, sino la ciudad que respira miedo y deseo al mismo tiempo. Sus playas se ven amenazantes bajo cielos encapotados, sus calles coloniales parecen escenarios de un teatro de sombras, sus interiores cargados de muebles pesados y lámparas tenues se vuelven cárceles doradas. La luz es testimonio: a veces cruda, natural, hiriente; otras, bañada de penumbra, recordando que en tiempos de dictadura lo esencial siempre queda oculto. Hay planos que recuerdan al realismo político europeo de los setenta, pero también imágenes que parecen cuadros de Hopper trasladados al Brasil tropical: figuras solitarias, atrapadas en habitaciones demasiado grandes o demasiado pequeñas, donde el silencio pesa más que la palabra.


El diseño de producción y el atrezo reconstruyen la época sin caer en la postal: teléfonos de disco, automóviles rugosos, periódicos amarillentos, uniformes que transmiten autoridad incluso desde la tela. Todo habla de un país paralizado entre el atraso y la violencia modernizadora. El espectador no siente nostalgia, siente asfixia. Y ese es un logro: Mendonça no quiere que admiremos la estética setentera, quiere que recordemos el miedo que supuso vivirla.


La música, compuesta por Mateus Alves y Tomaz Alves de Souza, evita la grandilocuencia. Acompaña con cuerdas bajas, con notas que vibran como si fueran zumbidos de una máquina invisible. A veces apenas se oye, y en otras irrumpe como un lamento. Es una partitura que sabe cuándo callar, cuándo permitir que sea el sonido de un motor, un golpe de puerta o un suspiro el que cargue la emoción.


O Agente Secreto dialoga con todo el cine político del siglo XX. Es inevitable pensar en Costa-Gavras y en sus disecciones de la violencia de Estado; en Bertolucci, con sus atmósferas ideológicas; en filmes latinoamericanos como Machuca o El año que mis padres se fueron de vacaciones, que también narraban la infancia y la juventud atravesadas por la dictadura. Pero Mendonça imprime una voz propia: no ilustra, no dramatiza en exceso, no convierte la historia en melodrama. Su apuesta es más seca, más densa, más inquietante. Cada gesto importa, cada silencio es un aviso.


Lo que transmite esta película es que la dictadura brasileña no terminó en 1985. Sus fantasmas siguen presentes en la memoria, en las instituciones, en el miedo heredado. Marcelo es un hombre que quiere olvidar, pero el olvido no existe cuando el poder ha marcado a fuego el cuerpo y la conciencia. Su intento de reconstruir la relación con su hijo se convierte en un acto político en sí mismo: la paternidad como resistencia, como intento de que la violencia no se herede. Pero Mendonça no ofrece consuelo fácil: muestra que la herida es demasiado profunda, que las cicatrices se transmiten como un legado oscuro.


La conclusión de O Agente Secreto es devastadora y luminosa al mismo tiempo. Devastadora, porque recuerda que los sistemas autoritarios nunca mueren del todo, solo se transforman y esperan. Luminosa, porque al filmar la memoria, Mendonça la convierte en resistencia. El cine se convierte así en un archivo vivo: no solo recuerda, sino que impide que el olvido gane. O Agente Secreto es un thriller político y a la vez un poema de la memoria; un film que se ve con los ojos, pero se siente en la garganta y en la piel. Con él, Mendonça Filho firma una de las películas brasileñas más ambiciosas de las últimas décadas: un réquiem contra el silencio, un canto contra la repetición de la historia y una advertencia para el presente.


Xabier Garzarain 

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