“Gaua”: el rugido más hermoso de la noche vasca.

Paul Urkijo Alijo pertenece a esa estirpe de cineastas que no filman historias, sino raíces. En cada película suya hay un viaje hacia el origen, un intento de recuperar el pulso de una tierra que habla a través del fuego, de la piedra, del mito. Desde Errementari hasta Irati su cine ha ido abriéndose paso entre lo visible y lo invisible, entre la leyenda y la herida. Gaua no es solo un paso más, es su obra más madura, más íntima, más valiente. Ya no necesita probar su talento, lo pone al servicio de algo más grande: de la memoria, de la voz de los que fueron silenciados, de la libertad como única forma de verdad. En Gaua el mito se convierte en espejo y el horror se convierte en espejo también. No hay monstruos que no hayan nacido del miedo de quien gobierna. No hay oscuridad más terrible que la del poder cuando se disfraza de Dios.



Yune Nogueiras encarna a Kattalin con una naturalidad hipnótica. No interpreta: respira. Cada mirada suya es un paso hacia la luz que no llega nunca. Corre entre árboles y su respiración se confunde con la del bosque. Su cuerpo es el cuerpo de todas las mujeres que corrieron antes y fueron llamadas brujas. Elena Irureta y Ane Gabarain sostienen la otra mitad de la historia: la voz de las que se quedaron, las que lavan, las que sobreviven. Sus rostros tienen la textura de la piedra. Sus manos cuentan sin hablar. La actuación de todo el elenco está al servicio del misterio, de la densidad, de esa manera de narrar que Urkijo domina: el gesto contenido, la emoción que no se subraya, el temblor que dura más que el plano. No hay artificio. No hay mentira. Solo la verdad que tiembla.


El ritmo de la película tiene la cadencia de un conjuro. Gaua no se apresura. Deja que la noche se instale poco a poco, como si quisiera acostumbrar al espectador a respirar oscuridad. Los sonidos de la naturaleza son música, los silencios son discurso. Cada escena avanza como una plegaria que se repite, como una llama que insiste. En esa lentitud está su poder. Porque lo que Gaua cuenta no puede contarse de prisa. Habla de siglos de miedo, de generaciones que aprendieron a callar, de una historia escrita con sangre y silencio. La película sabe que la libertad necesita tiempo, y ese tiempo es el que se toma para florecer en la oscuridad.


La trama nace de un relato ancestral y se convierte en espejo de nuestro presente. Siglo XVII. Montañas vascas. Kattalin huye del marido y de la culpa, de la moral impuesta y del juicio constante. Se interna en la noche, y la noche la reclama. A su paso se cruzan tres mujeres que lavan ropa y cuentan historias, como si el río fuera una memoria que no se detiene. El pueblo inventa monstruos para no mirar sus pecados. La Inquisición fabrica culpables para conservar el poder. Y entre el rumor y el miedo, una mujer aprende que la única salvación está en elegir. En decir no. En mirarse. En encontrarse en la mirada de otra. La trama es sencilla en apariencia, pero bajo esa superficie late una revolución: la idea de que amar y ser libre es la mayor herejía que existe.


El guion de Urkijo no se escribe con palabras sino con ecos. Cada frase tiene la textura del tiempo. Cada silencio tiene peso. Es un texto que entiende que el mito no necesita explicación, solo verdad. El director utiliza el lenguaje del cuento, del rumor, de la fábula que se transmite de voz en voz. Pero bajo esa estructura hay una lectura política precisa: el control a través del miedo, el castigo a través del bulo, la represión como herramienta de orden. Las brujas no fueron quemadas por sus pecados sino por su independencia. Y Gaua lo grita con belleza. Con calma. Con rabia. Sin moralinas. Sin artificio.


El rodaje tuvo lugar entre montañas frías, ríos reales y humo verdadero. Nada en Gaua parece postizo. Todo tiene peso y aliento. La cámara se moja, la tierra se ensucia, la luz es escasa y preciosa. Urkijo quiso que el espectador sintiera la humedad en la piel. Que el barro fuera una segunda piel de los personajes. Que el bosque no fuera escenario sino protagonista. Cada plano es físico, tangible, con ese tipo de belleza que no busca el adorno sino la presencia. Hay un amor inmenso en esa decisión: la de filmar lo real para hablar de lo invisible.


La fotografía de Gorka Gómez Andreu es un viaje visual que bordea lo místico. La noche se convierte en un organismo que respira. La luz de las antorchas recorta los cuerpos como si los dibujara el miedo. Las sombras no esconden: revelan. El fuego ilumina los rostros y deja ver el temblor, la duda, la fe. Los planos amplios devuelven la grandeza del bosque, pero los primeros planos nos recuerdan que la lucha es siempre íntima. La oscuridad en Gaua no es decorado: es la materia de la que está hecha la libertad. Cada ráfaga de viento, cada reflejo del agua, cada destello de luna parece decir lo mismo: vivir es resistir.


El atrezo y la ambientación son un milagro de coherencia. Las ropas pesan, los objetos tienen historia, los caseríos parecen respirar siglos. No hay detalle que no comunique algo. Un cesto, una piedra, un pañuelo, una cuerda: todo es símbolo, todo tiene alma. No hay museo. Hay vida. El barro se pega a la falda y a la cámara, el agua del río limpia y condena. El mundo que Urkijo crea no es recreación: es resurrección. El pasado no se representa, se convoca. El espectador no mira: participa.


La música de Maite Arroitajauregi y Aránzazu Calleja es un hechizo. No hay melodía complaciente. Hay un lamento antiguo que se mezcla con sonidos que parecen salir del bosque. Voces femeninas que cantan desde lejos, cuerdas que vibran como si fueran raíces. La música no acompaña a la imagen, la guía. A veces calla, y en su silencio el espectador siente la presencia de lo sagrado. Cuando vuelve, lo hace como un viento cálido que atraviesa las ramas. La banda sonora de Gaua es otro personaje. Es la voz de la libertad que aún no se atreve a hablar, pero ya se escucha.


Gaua dialoga con las grandes obras del folk horror europeo, pero se distancia de ellas con una identidad profundamente vasca. No busca el exotismo ni el homenaje fácil. Urkijo no mira hacia Inglaterra o Escandinavia, mira hacia su casa, hacia los montes de Álava, hacia el euskera, hacia la historia real de las mujeres quemadas por ser distintas. Su cine comparte con The Witch o Midsommar la obsesión por la pureza y la culpa, pero va más allá: no es una reconstrucción del trauma, es una reclamación del poder. En Gaua la mitología no se estudia, se habita. Y esa diferencia la vuelve única.


Y llega la conclusión, el corazón, el latido. Gaua es, ante todo, una película sobre la libertad. Sobre la libertad de existir sin pedir permiso. Sobre la libertad de amar sin miedo. Sobre la libertad de pensar sin censura. Sobre la libertad de mirar al poder y decir basta. En el siglo XVII la Inquisición inventó el infierno para controlar la tierra. Fabricó brujas para mantener a las mujeres en silencio. Creó mentiras para sostener su trono. Y hoy, cuatro siglos después, los mecanismos son otros pero el veneno es el mismo. Seguimos viviendo entre bulos, entre juicios públicos, entre el miedo a ser distintos. Gaua nos recuerda que la libertad siempre será incómoda para quien manda. Que el cuerpo libre escandaliza al poder. Que la mujer que decide amar a otra mujer sigue siendo mirada con la misma mezcla de deseo y condena que Kattalin. Que el patriarcado no ha desaparecido, solo se ha maquillado. Y que hoy las hogueras no arden en las plazas sino en las redes, en los parlamentos, en los titulares que enseñan a temer lo diferente.


Gaua es una respuesta a todo eso. Es un rugido silencioso contra la represión. Es un espejo que devuelve la mirada a los que señalan. Es un canto de libertad que usa la fábula como refugio. No hay sermón. Hay belleza. Hay dolor. Hay luz. Cuando Kattalin se adentra en la noche no busca huir, busca ser. Y en ese gesto hay una revolución. Porque elegir es siempre un acto político. Porque amar es siempre un acto de valentía. Porque vivir sin pedir permiso es el mayor acto de libertad que existe.


Gaua te recuerda que las hogueras cambian de forma, pero siguen ardiendo. Que hoy las brujas son las mujeres que dicen no, los cuerpos que no encajan, las voces que no obedecen. Que la libertad sigue siendo un crimen para los que necesitan el miedo para gobernar. Pero también te recuerda que la noche no pertenece al miedo, pertenece a los que se atreven a cruzarla. Gaua no termina cuando se encienden las luces. Gaua se queda contigo. Se queda en la piel, en la garganta, en la mirada. Es una película que arde despacio. Una película que cura. Una película que defiende el derecho a existir, a desear, a decidir. Una película que dice con una serenidad feroz que la libertad no se concede, se toma.


Y al salir de la sala uno entiende que Urkijo no ha hecho solo cine de género, ha hecho cine de alma. Que ha convertido el mito en espejo y la oscuridad en refugio. Que ha devuelto la palabra libertad al centro de la pantalla, donde siempre debió estar. Gaua es eso: el rugido más hermoso de la noche vasca, el fuego que no quema sino que ilumina, el recordatorio de que mientras haya alguien dispuesto a elegir, la libertad seguirá viva. Y ese, Xabier, es el milagro del buen cine: el que no termina, el que te acompaña, el que te enseña que incluso en la oscuridad más profunda, la libertad sigue respirando.


Xabier Garzarain 

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