“JoneBatzuetan”: Cuando la Aste Nagusia se apaga y solo queda el amor.

 Sara Fantova llega al largo con una idea clara de qué cine quiere hacer y desde dónde contarlo. Su biografía formativa —Bilbao de origen, años de estudio en la ESCAC, paso por la dirección colectiva de “La filla d’algú” y trabajo como script— no es solo currículum: es un mapa de afinidades que explica el cuidado del detalle, la escucha al equipo y esa apuesta por narrar lo cercano sin imposturas. En la propia hoja de prensa puede leerse esa línea continua entre la escuela, el corto “No me despertéis” y este primer largo, concebido dentro del programa Ópera Prima de la ESCAC y coproducido con Escándalo Films, Amania y la ECPV. La ficha también cristaliza un equipo joven pero solvente —Andreu Ortoll (foto), Oriol Milán (montaje), Pablo Seijo (música), Lucía Herrera (sonido), Erik Rodríguez (arte), Isis Velasco (vestuario)— que resulta fundamental para entender el tono de “Jone, Batzuetan”.  

La apuesta de Fantova es a la vez logística y poética: rodar durante la Aste Nagusia de 2023 y convertir la fiesta en textura, ruido de fondo y personaje. No es una declaración grandilocuente, sino una decisión de método que marca la película desde el primer plano exterior. Ese rodaje inmerso en la multitud —y el hecho de ser la primera ficción filmada en plena Semana Grande con Marijaia presente— coloca a “Jone, Batzuetan” en un territorio de realismo poroso donde lo documental se filtra sin complejos en la ficción; y al mismo tiempo, ancla el relato en una geografía emocional: barrios, txosnas, comparsas, la ría, los fuegos, la noche.  


Que no estamos ante un mero “truco” de producción se percibe en cómo la puesta en escena dialoga con ese contexto. La cámara de Ortoll acompaña a Jone como un respiradero: sigue, escucha, se pega a la nuca sin exhibicionismo, a ratos nerviosa, a ratos calma, siempre pendiente de un gesto que no se dice. Varias críticas han subrayado justamente eso: el registro naturalista, el aliento cuasi documental, el uso de una voz en off paterna y de materiales de archivo que expanden la intimidad más allá del presente escénico. El resultado es una película de silencios: no silencios abstractos, sino cotidianos —los de la casa, los de la espera clínica, los de quien todavía no sabe cómo nombrar lo que le pasa—, en contraste con el bullicio de la ciudad-fiestas.  


La dramaturgia es de fricción lenta. Jone (Olaia Aguayo) vive con su padre Aitor (Josean Bengoetxea), afectado por un párkinson que le ha obligado a dejar el trabajo, y con su hermana Marta (Elorri Arrizabalaga). En paralelo, descubre el primer enamoramiento con Olga (Ainhoa Artetxe). El conflicto no se formula como dilema enunciado, sino como desgarro soterrado entre el deseo de vivirlo todo —la invencibilidad estival, el baile, la cuadrilla, el brillo de la promesa— y la responsabilidad que impone el cuidado. Fantova no subraya con música ni con diálogos explicativos; confía en el fuera de campo emocional y en la respiración de las escenas. La interpretación de Aguayo, debutante, es modesta en mejores: mira, aguanta, esquiva, y ahí mismo fabrica un personaje con pudor, que no busca ser simpático ni ejemplar. Bengoetxea, por su parte, otorga hondura sin grandilocuencia; su presencia vocal —cuando aparece— es la de quien intenta ordenarse por dentro y dejar, si puede, un puente de entendimiento con su hija. En Olga, Artetxe encuentra el contrapeso luminoso y terrenal: no un ideal, sino un cuerpo y un tiempo compartidos que permiten a Jone asirse a algo que no sea el miedo.


La película crece cuando Bilbao deja de ser postal y se vuelve fricción. Ahí aparecen decisiones de producción que son, a la vez, ética de rodaje y estética de imagen: Fantova ha contado que filmaron “con colchón humano” —círculos de producción y de amigas alrededor de las actrices para poder moverse entre la multitud—, que vistieron camisetas de txosna y que, salvo un borracho inoportuno, el rodaje fue sorprendentemente fluido. También ha relatado la dimensión doméstica del proceso: dormir en casa de sus padres, rodar en su barrio de San Francisco, en el centro de salud donde trabaja su madre. Son anécdotas que explican la cercanía material del filme: el rumor de fiesta no es un decorado, es aire compartido con la gente real que atraviesa el plano.  


Si el contexto fija un suelo, el guion —firmado con Núria Dunjó y Nuria Martín— levanta un arco que evita los subrayados. Aquí la homosexualidad no opera como problema ni como “tema”, sino como forma natural del deseo de la protagonista, algo que ocurre y transforma, sin reclamar el centro del drama. La película mira antes al cuidado, a la herencia afectiva y a la pregunta por cómo acompañar a quienes empiezan a volverse frágiles. Ahí late un origen íntimo: Fantova ha reconocido que el proyecto arrancó cuando su padre le dejó leer sus diarios, textos que sirvieron como semilla para construir la voz del padre y el eje padre-hija, sin traducirse en autoficción literal. Esa mezcla de materia vivida, pudor y ficción explica el tono moral del filme, su negativa a dramatizar el sufrimiento y su insistencia en las zonas grises del afecto.  


En términos de referencias y genealogía, la propia directora ha citado cuatro mirillas para orientar su brújula: “La habitación del hijo” de Nanni Moretti, “Weekend” de Andrew Haigh, “35 rhums” de Claire Denis y “Boyhood” de Richard Linklater. Y es fácil reconocer, sin calcos, esa familia de sensibilidades: Moretti por la intimidad ética ante el dolor y la familia; Haigh por la proximidad táctil al deseo y la conversación; Denis por la elipsis y la música de lo cotidiano; Linklater por la paciencia con el crecimiento. La película española que más se le aproxima por territorio afectivo —la ciudad veraniega como estado de ánimo— quizá sea “La virgen de agosto”, aunque Fantova, a diferencia de Trueba, introduce el vector del cuidado como columna vertebral. En cualquier caso, el gesto de Fantova es reconocer de dónde viene para pensar un aquí-y-ahora propio, con acento vasco y una cuadrilla femenina que desborda tópicos.  


Hay, sí, aristas. El hermetismo de Jone —que es una apuesta— puede levantar un muro en el tramo medio: su negativa a decirse a sí misma pide del espectador una paciencia que no siempre rinde en calor inmediato. Alguna subtrama (amistades, mundo laboral) asoma y se repliega, quizá por fidelidad a la experiencia de un verano que se va sin resolverlo todo. Pero cuando la película respira —una conversación en penumbra, un plano de Jone dejándose atravesar por el ruido de la noche, una atención casi maternal de la cuadrilla— alcanza una verdad de pequeño formato que resulta difícil de fingir.


El dispositivo técnico acompaña ese programa. La fotografía favorece la luz disponible y el tránsito constante entre exterior y interior, con encuadres que huyen del turismo visual para fijarse en la densidad de los cuerpos. El montaje rehúye el golpe de efecto; prefiere la continuidad de temperamento y una cadencia que deja sedimentar. La banda sonora de Pablo Seijo —editada tras el estreno— opera como subrayado mínimo, a menudo dejando que sean los sonidos de la fiesta y de la casa quienes marquen el pulso. Esa decisión de no tapar la realidad sonora redondea la dialéctica privada-pública que sostiene el filme.  


Me interesa, por último, el modo en que “Jone, Batzuetan” participa de una conversación más amplia dentro del cine español reciente: la descentralización geográfica y de miradas; el peso de los cuidados como tema generacional; la voluntad de filmar las ciudades propias sin que el “gran conflicto” —político, histórico— monopolice la pantalla. Fantova lo ha explicado con claridad: quería hablar de su gente, de su lugar, del presente y sus fragilidades, sin convertir el origen en consigna ni el lesbianismo en estandarte dramático. Ese gesto ético —sumado a la forma de rodar en comunidad, con equipos y amigas integrados en el flujo de la fiesta— imprime a la película una calidez que no depende del final, sino del acompañamiento.  


No es una obra que busque epatar; sí abrir una grieta de verdad en medio del ruido. Cuando en el último tramo Jone acepta que el verano no cura lo que duele, la película encuentra su mejor forma: la de una despedida parcial que, sin sermonear, nos recuerda que crecer no consiste en aguantarlo todo, sino en aprender dónde apoyarse. En ese pequeño aprendizaje —humilde, sin grandilocuencia— se dirime la promesa de una cineasta que filma desde casa, con casa, hacia afuera. Y que, a la vista de este primer paso, tiene voz y mundo para rato.


Xabier Garzarain 

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