“Tabi to Hibi”: ecos del silencio y el arte de lo no dicho.

 Shô Miyake no dirige películas: las escucha. En cada una de sus obras, el silencio es el verdadero protagonista, y la cámara, un oído sensible que se detiene en los matices de lo cotidiano. Desde su debut con Playback (2012), Miyake ha demostrado una obstinación casi artesanal por filmar lo invisible, por encontrar en los gestos mínimos la huella de lo humano. Mientras otros directores japoneses contemporáneos, como Ryûsuke Hamaguchi o Kiyoshi Kurosawa, dialogan con la palabra o con el misterio, Miyake prefiere conversar con el tiempo. Sus películas no avanzan: respiran. Y en ese ritmo interior, donde nada parece ocurrir y sin embargo todo sucede, radica su mayor hallazgo.


Tras And Your Bird Can Sing (2018), donde retrató la juventud como un estado de deriva emocional, y Small, Slow but Steady (2022), una joya silenciosa sobre la persistencia y la dignidad, Miyake parecía cerrar un ciclo de personajes que se buscan en medio del ruido del mundo. Pero Tabi to Hibi (2025) abre otro: el del desarraigo emocional como espacio de renacimiento. Es una película de estaciones —verano e invierno, lluvia y nieve— que convierte el clima en espejo del alma. El título, que podría traducirse como Viaje y Días, ya contiene su esencia: moverse y permanecer, vivir y recordar, ser y desaparecer.



La estructura del film es tan sutil que apenas se percibe. Dos relatos, dos tiempos, dos parejas de desconocidos. En verano, Nagisa y Natsuo (Shim Eun-kyung y Shin’ichi Tsutsumi) se conocen junto al mar; en invierno, Li (Yumi Kawai), una guionista en crisis creativa, llega a una pensión desolada regentada por Benzo (Shiro Sano). Entre ambas historias no hay un vínculo explícito, y sin embargo, lo hay todo: un mismo pulso de melancolía, una misma búsqueda de sentido. Miyake no une los relatos con explicaciones, sino con resonancias. Como si las estaciones fueran dos capítulos del mismo sueño.


El guion, firmado junto a Yoshiharu Tsuge —uno de los grandes maestros del manga introspectivo japonés, autor de The Man Without Talent—, traduce al cine la delicadeza literaria del autor, pero con una transparencia cinematográfica apabullante. Tsuge y Miyake parecen hablar un mismo idioma: el de los márgenes, el de los seres que no encuentran su lugar. No sorprende que la escritura del film haya pasado por meses de contemplación, en los que Miyake y Tsuge viajaron juntos por la costa norte de Japón tomando notas sobre las conversaciones escuchadas en estaciones vacías, cafeterías cerradas y pueblos abandonados. Algunas de esas frases —según contaron en una entrevista con Kinema Junpo— fueron incorporadas literalmente al guion, sin alteraciones.


Ese proceso de observación explica la naturalidad con la que los personajes hablan (o callan). Shim Eun-kyung, actriz surcoreana que ya había trabajado en Japón en Blue Hour, confesó que durante el rodaje Miyake apenas daba indicaciones: “Solo me decía que respirara, que esperara al silencio del otro”. Esa confianza en la pausa convierte a su Nagisa en una figura etérea, casi líquida, que parece desvanecerse en la lluvia. Shin’ichi Tsutsumi, en cambio, aporta a Natsuo una tristeza seca, contenida, que equilibra el misticismo de su compañera.


En el segmento invernal, Yumi Kawai —una de las grandes revelaciones del nuevo cine japonés— compone a Li con una mezcla de fragilidad y lucidez que recuerda a las heroínas de Naomi Kawase. Su mirada extraviada, su cuerpo torpe frente a la nieve, su necesidad de escribir y no poder hacerlo… todo en ella es verdad. Frente a ella, Shiro Sano, veterano de mil películas (de Kurosawa a Takashi Miike), interpreta a Benzo con una serenidad que raya lo espectral. Entre ambos se genera un magnetismo extraño, una relación sin forma ni futuro, sostenida por lo no dicho.


La dirección de fotografía de Yûta Tsukinaga merece un capítulo aparte. En verano, la cámara flota; en invierno, se inmoviliza. Los azules de la costa y los blancos de la nieve funcionan como emociones contrapuestas: deseo y desolación. Miyake pidió expresamente rodar con ópticas antiguas Nikon de los años 70 para lograr una textura más granulada, casi nostálgica, que recordara las fotografías familiares de aquella época. El resultado es hipnótico: cada plano podría colgarse en una galería, pero lo que impresiona no es su belleza formal sino su verdad emocional. La cámara no busca el encuadre perfecto, sino el temblor del alma.


El montaje, contenido y musical, da al espectador tiempo para respirar. El ritmo no es lento: es contemplativo. Tabi to Hibi se mueve con la cadencia de una marea que sube y baja, una respiración natural. La música de Hi’Spec apenas se percibe, pero cuando aparece —un leve piano, una cuerda disonante, una melodía que parece salir del viento— logra que el tiempo se suspenda. Miyake explicó en rueda de prensa que quería “una banda sonora que no acompañara la emoción, sino que la contradijera levemente, como cuando sonríes mientras lloras”.


El diseño de producción refuerza esa idea de melancolía material: la pensión donde transcurre el segundo tramo del film fue construida en un antiguo balneario cerrado en Hokkaido, al que el equipo accedió tras años de abandono. Los objetos —una tetera, un paraguas, una lámpara rota— no son atrezo sino hallazgos reales, preservados tal como los encontraron. Esa fidelidad al espacio dota a la película de una autenticidad casi documental. Todo parece impregnado de tiempo, de vidas pasadas, de polvo y de memoria.


En términos de lenguaje cinematográfico, Miyake traza un puente entre el realismo espiritual de Ozu y la sensibilidad poética de Tarkovski. Pero, a diferencia de ambos, no busca redención ni trascendencia: busca presencia. Tabi to Hibi es una meditación sobre la compañía en la soledad, sobre el eco que queda cuando dos personas, sin comprenderse del todo, se cruzan y dejan una huella.


Hay en la película una escena que resume toda su filosofía: Nagisa y Natsuo, bajo una tormenta, se adentran en el mar. No hay música, solo el sonido del agua y sus respiraciones. Ella pregunta algo, él no contesta. Pero se miran, y esa mirada lo dice todo. Es la comunicación pura, sin intermediarios. Del otro lado del film, meses después y en otro tiempo, Li y Benzo miran la nieve caer en silencio. El mar y la nieve son la misma materia: agua que cambia de forma, como los sentimientos que se transforman sin desaparecer.


Si uno la contempla desde cierta distancia, Tabi to Hibi podría parecer una película sobre la incomunicación. Pero en realidad es lo contrario: es un canto a las formas más sutiles del entendimiento. Miyake nos recuerda que hablar no siempre es comunicar, que a veces solo los silencios dicen la verdad. Y en una época en que todo se grita, su cine —discreto, sereno, casi susurrado— se vuelve un acto de resistencia.


Relacionada con otras obras del género, Tabi to Hibi podría leerse como una hermana menor de Drive My Car, una sobrina espiritual de Maborosi, o incluso una prima lejana de Spring, Summer, Fall, Winter… and Spring de Kim Ki-duk. Pero su voz es inconfundible. Donde los demás construyen símbolos, Miyake deja que el viento hable.


La conclusión no llega en forma de resolución narrativa, sino como sensación: la certeza de que cada encuentro, por breve que sea, deja una huella que persiste. El cine de Miyake se aferra a eso: a lo que persiste. A las miradas que no se olvidan, a los silencios que nos acompañan.


Tabi to Hibi no es solo una película, es un estado del alma. Una experiencia que te invita a mirar de otra manera, a escuchar el ruido del tiempo, a reconciliarte con la lentitud, con la ternura, con lo efímero. Cuando termina, no sientes que has visto algo: sientes que has vivido algo.


Y mientras los créditos avanzan sobre un último plano de nieve, uno entiende que lo que Miyake nos ha querido decir es sencillo y profundo: que viajar no siempre es moverse, que los días pasan pero lo que amamos permanece. Que en medio del invierno, todavía hay un verano que no se ha ido.


Xabier Garzarain 

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