“Un simple accidente”:el peso de las consecuencias.

 Jafar Panahi ha convertido su vida en cine y su cine en resistencia. Desde aquel debut luminoso con El globo blanco en 1995, donde retrataba la inocencia de una niña entre el ruido de una ciudad que la ignoraba, hasta la fuerza devastadora de El círculo, que diseccionaba con precisión quirúrgica la opresión de las mujeres en Irán, su filmografía ha sido siempre un espejo incómodo. Con Oro carmesíretrató la desigualdad desde la mirada de un hombre humillado por la pobreza y la jerarquía social; con Offside denunció la exclusión femenina de los estadios en plena fiebre futbolística. Y cuando la censura lo cercó, él respondió con mayor radicalidad: Esto no es una película filmada en su propio apartamento, Taxi Teherán convertido en confesionario rodante, Tres caras como alegato feminista y No Bears como parábola sobre la imposibilidad de escapar de la represión. Su cine nunca se ha limitado a contar historias: ha sido un diario íntimo y un manifiesto político.

Un simple accidente, Palma de Oro en Cannes 2025 y seleccionada por Francia para los Oscar, aparece como la culminación de esta trayectoria. El título engaña: nada aquí es simple. Lo que comienza como un percance banal en una carretera se transforma en una espiral moral que desnuda los límites de la justicia, la memoria y la venganza. Panahi construye un relato que se despliega con la precisión de un thriller y la hondura de un drama existencial: el azar, convertido en detonante de lo inevitable.


El argumento es engañosamente directo. Vahid, un ex preso político, reconoce en un hombre al que ha golpeado por accidente a su antiguo torturador, identificado por el chirrido metálico de una pierna ortopédica. A partir de ese instante, la trama se cierra sobre una furgoneta y un grupo de testigos que se ven arrastrados a una situación límite. La duda sobre la identidad del “culpable” abre una grieta que no se cerrará nunca más. Panahi no plantea moralejas fáciles: muestra a un hombre herido por la memoria, a otro atrapado en la sospecha y a un entorno que se mueve entre la empatía y la crueldad. El espectador, atrapado en ese laberinto, no sabe qué desea: justicia, venganza o simplemente escapar del peso insoportable de la verdad.


Las interpretaciones son un milagro de contención. Vahid Mobasseri, en el papel del protagonista, entrega una actuación que late entre la rabia y el silencio. No necesita gritar para transmitir la violencia del recuerdo: basta con su mirada, con la forma en que aprieta los dientes, con el temblor que le recorre las manos en los momentos clave. Ebrahim Azizi, como el supuesto torturador, compone un personaje que es todo ambigüedad: cada frase suya podría ser la confesión de un verdugo o la defensa de un inocente. Panahi estira esa incertidumbre hasta volverla insoportable, como si quisiera que el espectador sintiera en su propia piel la imposibilidad de una verdad pura. Mariam Afshari, en un papel aparentemente secundario, aporta una chispa ética: su personaje, una fotógrafa que se ve envuelta en el accidente, funciona como conciencia externa, recordando que detrás de cada discusión hay vidas que siguen. Su sola presencia evita que la película caiga en un duelo cerrado de hombres: aporta un aire, una voz, un contrapunto.


El guion es de una precisión quirúrgica. Panahi empieza con lo cotidiano —un viaje, un cruce, una colisión mínima— y lo convierte en detonante de un dilema irreversible. Cada giro es verosímil porque no nace del artificio, sino de la presión de la situación. El espectador no siente que la trama lo manipule: siente que los personajes se van encerrando ellos mismos, palabra a palabra, mirada a mirada, hasta que ya no hay salida. Esta es la verdadera fuerza del guion: su capacidad de transformar lo banal en tragedia sin perder la naturalidad.


El ritmo es uno de los mayores logros del film. Panahi sabe cuándo dejar que el plano se pudra en la espera y cuándo cortar de golpe. Hay escenas que se alargan hasta la incomodidad —una conversación en la furgoneta, un silencio en mitad de la noche— y justo cuando creemos que ya no podemos más, el director corta y nos devuelve al vértigo. Ese vaivén entre espera y descarga convierte la película en un mecanismo de tensión constante. No hay persecuciones ni explosiones, pero el espectador permanece con el corazón encogido. La violencia está en el aire, invisible, como electricidad estática.


La fotografía de Amin Jafari es coherente con esta apuesta: cámara cercana a los rostros, luz natural, penumbras que parecen respiradas más que compuestas. No hay artificio: lo que vemos es lo que hay. Y sin embargo, cada encuadre está cargado de intención. Cuando la luz entra apenas por una rendija y dibuja la silueta de un rostro, entendemos que el dilema moral se libra también en la sombra. Cuando la cámara se queda dentro de la furgoneta mientras la ciudad pasa por las ventanillas, comprendemos que la vida sigue afuera, indiferente al drama que consume a los personajes. Esa indiferencia del mundo es, quizás, lo más doloroso.


El atrezo, reducido al mínimo, funciona como un coro simbólico. La furgoneta es más que un vehículo: es un espacio de juicio improvisado, un tribunal sin jueces. Los objetos —la pala, la cinta adhesiva, las linternas— no son decorado, son testigos. Cada vez que reaparecen, lo hacen con un peso mayor, como si recordaran a los personajes que las decisiones no desaparecen: vuelven una y otra vez hasta reclamar su consecuencia. En ese sentido, Panahi filma los objetos como personajes: cargados de memoria, cargados de amenaza.


La música, o más bien su ausencia, es también una declaración estética. No hay melodía que suavice el golpe ni partitura que guíe la emoción. El sonido directo, con su crudeza —motores, puertas, pasos, voces entrecortadas— se convierte en la verdadera banda sonora. Algún motivo musical aislado aparece como eco irónico, no como consuelo. Panahi se niega a ofrecer alivio. Quiere que el espectador respire el mismo aire enrarecido que sus personajes.


La relación con otras películas es fértil y clara. Como en Oro carmesí, lo que empieza como gesto cotidiano se convierte en tragedia moral. Como en Taxi Teherán, el coche es espacio de confesión y encierro. Como en No Bears, la identidad se convierte en campo de batalla: reconocer o no reconocer, creer o no creer. Pero Un simple accidente también dialoga con el gran cine político: hay algo de Costa-Gavras en su tensión política, de Haneke en su frialdad quirúrgica, de los thrillers europeos que saben que la verdadera violencia no está en las armas, sino en las instituciones que fallan. Y, al mismo tiempo, hay ecos del cine iraní de Kiarostami y Farhadi: la complejidad ética, la imposibilidad de respuestas sencillas, la forma en que un detalle mínimo se convierte en símbolo universal.


Lo que Panahi logra transmitir aquí no es solo la denuncia de un sistema: es una afirmación ética. Afirma que la violencia del Estado no termina en las cárceles, sino que se infiltra en la vida diaria; que la justicia contaminada por el deseo de venganza puede convertirse en su propio verdugo; que la memoria, lejos de ser refugio, puede convertirse en abismo. En Irán —y en cualquier sociedad rota— un accidente jamás es simple, porque cada gesto arrastra siglos de dolor, de represión, de desconfianza. Panahi no ofrece respuestas ni absoluciones: ofrece la complejidad como único horizonte honesto.


El cierre de la película, seco y demoledor, es un eco de toda su poética. No hay moraleja ni redención. Queda el rumor de una carretera, una furgoneta apagándose, una ciudad que sigue como si nada. El espectador queda suspendido entre la náusea y la lucidez. Un simple accidente no se consume al salir del cine: se queda dentro, latiendo como una pregunta sin respuesta. Y en esa persistencia está su grandeza.


Xabier Garzarain 

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