“ Drácula”: el eco del amor eterno
La trayectoria cinematográfica de Luc Besson ha sido siempre la de un explorador del alma humana escondido bajo la máscara del espectáculo. Desde que irrumpió en los ochenta con Subway y El gran azul, hasta alcanzar el virtuosismo visual de El quinto elemento o la hondura moral de Dogman, su cine ha buscado un punto imposible: unir la emoción pura con el artificio, la verdad interior con la belleza exterior. Dracula: A Love Tale es, en muchos sentidos, la culminación de esa búsqueda. No es una película sobre un monstruo, sino sobre un hombre que ya no pertenece al mundo. No es un regreso al terror, sino una confesión tardía. Besson se adentra en el mito más universal del horror para vaciarlo de miedo y llenarlo de melancolía, para convertir la oscuridad en una elegía del amor y del tiempo.
Caleb Landry Jones encarna a Vlad II como si cargara con el peso de todos los siglos. Su Drácula no grita ni muerde: respira y recuerda. Cada movimiento suyo parece arrastrar siglos de silencio. En su mirada habita el cansancio de quien ha amado demasiado y ha sido castigado por ello. No hay rastro del exceso teatral del vampiro clásico; hay algo casi espiritual, una pena que se desliza por su rostro como una sombra. Frente a él, Zoë Bleu compone un doble papel que es espejo y salvación, la mujer amada y la mujer reencontrada, la carne y el alma. Su presencia tiene algo de ensoñación, como si existiera entre la vida y el mito. Christoph Waltz, en cambio, encarna la fe corrompida, el hombre que persigue a los monstruos sin comprender que lo que teme está también dentro de él. Juntos, los tres sostienen una coreografía trágica que se mueve entre la condena y la esperanza.
El ritmo de la película no busca la velocidad, sino la respiración. Besson hace que el tiempo se dilate, que cada plano parezca durar un siglo. Es un relato que se despliega con la cadencia de un rezo, donde los silencios pesan tanto como las palabras. A veces la acción se detiene para que la imagen respire, como si el director necesitara recordarnos que el horror también puede ser contemplativo. Esa lentitud, lejos de ser un defecto, se convierte en una hipnosis: el espectador se abandona al flujo de la película como si escuchara una sinfonía gótica. Y cuando el movimiento llega —una batalla, una persecución, un beso—, todo explota con la precisión de un latido.
La trama, sencilla en apariencia, esconde una red de significados. El príncipe Vlad pierde a su amada y renuncia a Dios; a cambio, gana la eternidad. Pero esa eternidad no es un don, sino una maldición: la condena de no poder olvidar. A través de los siglos, su búsqueda se convierte en una metáfora de la necesidad humana de trascender la muerte, de creer que el amor puede vencer al tiempo. Besson reescribe el mito de Bram Stoker desde la mirada del enamorado y no desde la del cazador. Su Drácula no es una criatura de la noche, sino un peregrino de la memoria. La sangre no es alimento, es vínculo; el deseo no es impulso, es ausencia.
El guion, firmado por el propio Besson, destila una madurez nueva. Su escritura abandona los artificios narrativos para abrazar la emoción directa. Los diálogos son escasos y precisos, como versos. Cada línea parece escrita con la tinta del arrepentimiento. Lo que importa no es lo que los personajes dicen, sino lo que callan. Y en ese silencio habita el verdadero corazón de la película: la aceptación de la pérdida. Drácula no busca venganza ni redención; busca comprender por qué el amor duele incluso cuando perdura.
La fotografía de Colin Wandersman transforma la pantalla en un tapiz de sombras y reflejos. La luz parece esculpida con la precisión de un pintor flamenco. Hay tonos rojos que recuerdan la carne y tonos azules que evocan la eternidad. Las velas, los vitrales, la niebla, los espejos: cada elemento visual construye un universo donde lo tangible se disuelve en lo espiritual. Los castillos se levantan como recuerdos de piedra, los bosques respiran como organismos vivos. Nada en el encuadre es gratuito. Todo es signo. Todo vibra con una intención emocional. La belleza visual no es adorno, es herida.
El atrezo y el vestuario contribuyen a esa sensación de tiempo suspendido. Los objetos —cruces, anillos, relicarios— funcionan como testigos mudos de una historia sin fin. El vestuario combina la elegancia renacentista con la decadencia moderna, creando un espacio sin coordenadas precisas donde el pasado y el presente se confunden. Hay algo de sueño y algo de rito, como si cada prenda guardara la memoria de quien la vistió. Es un mundo que no existe, pero que creemos reconocer.
La música de Danny Elfman, grandiosa y emocional, eleva la experiencia a una dimensión casi litúrgica. Su partitura combina la épica y la intimidad, la furia y la ternura. Los coros suenan como plegarias, los violines como pulsaciones del alma. La música no acompaña la imagen: la guía. Es el hilo invisible que une la carne y el espíritu, lo humano y lo eterno. En ella se escucha la respiración del mito.
Durante el rodaje, Besson se obsesionó con la idea de que cada plano debía parecer una pintura en movimiento. Repetía tomas hasta que la mirada de Caleb Landry Jones encontraba el punto exacto entre el amor y la locura. Filmó en escenarios naturales donde la nieve parecía devorar el sonido, buscando la pureza del silencio. Todo el equipo trabajó bajo una premisa: que la oscuridad debía ser hermosa. Y lo es.
Drácula: A Love Tale dialoga con toda una genealogía de películas que reinterpretaron el mito. De Nosferatu hereda la idea del vampiro como figura trágica; de Bram Stoker’s Dracula de Coppola, la sensualidad barroca; pero también bebe del romanticismo gótico de Crimson Peak, de la poesía visual de Only Lovers Left Alive y del fatalismo elegante de Interview with the Vampire. Sin embargo, Besson logra una voz propia: la del autor que no teme abrazar la emoción sin ironía, que devuelve al cine de terror su capacidad de conmover.
Y entonces llega la conclusión inevitable: lo que Besson quiere transmitir no es una historia de miedo, sino una meditación sobre la eternidad. Drácula es la metáfora del artista, del hombre condenado a vivir más allá de su tiempo, alimentándose de recuerdos, buscando una verdad que nunca llega. La inmortalidad, en el fondo, es otra forma de exilio. El amor, otra forma de condena. Y sin embargo, en medio de esa condena, hay una chispa de esperanza. La película nos dice que incluso lo maldito puede aspirar a la belleza, que incluso lo oscuro puede amar.
El mensaje final es tan simple como devastador: amar es aceptar que todo lo amado desaparece, pero también que en esa desaparición nace la huella que nos define. Besson filma el dolor con ternura, filma la muerte con deseo. Su Drácula no es un monstruo que aterra, sino un hombre que siente demasiado. Y cuando la cámara se aleja y la música se apaga, lo que queda no es el miedo, sino la melancolía de haber asistido a algo que trasciende el género. Una película que no quiere asustar, sino recordar. Una elegía sobre la belleza de lo que se pierde. Una historia que, como su protagonista, seguirá vagando mucho después de que caiga el último crédito, buscando en la noche una razón para seguir amando.
Xabier Garzarain

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